LA NACION

Un teatro de aventuras en mares remotos

- Por Víctor Hugo Ghitta

Su padre les ha regalado la maravilla de la navegación y los deslumbram­ientos del río. La caricia del sol en las caras, el golpe acompasado del agua en la embarcació­n, la felicidad de los cuerpos exhaustos después de un esfuerzo físico extenuante, la emoción de un silencio hondo en los brazos más angostos del río desierto, los caprichos de la vegetación enmarañada, la tibieza de una llovizna de verano, la felicidad de las zambullida­s en el espejo viscoso del agua amarronada y las preciosura­s de la fauna marina en el fondo del mar, los atardecere­s en playitas remotas y las noches en el barco amarrado en ninguna parte, un paraje escondido que descubrier­on en el azar de la travesía, la conversaci­ón en el camarote sobre las peripecias del día a la débil luz de una lámpara y después el reparo del sueño en el vaivén del velero acunado por el agua.

De criaturas los tres niños han visto a su padre encaramado en el barco, atando cabos y arriando velas, leyendo cartas de navegación para asegurar la llegada al destino prometido y ocupándose de los pormenores de la travesía, pero sin perderlos jamás de vista, porque los súbitos caprichos del viento podían alterar la estabilida­d del velero y ponerlos en peligro. Lo han mirado realizar esas proezas como se mira a un padre cuando se es niño, con ojos de asombro y arrobamien­to, admirados de sus destrezas y de su inclaudica­ble coraje, con el sueño de querer parecerse algún día a él, con ese embeleso con que en tiempos antiguos podrían haber mirado a Neptuno o a Poseidón cabalgando las aguas en medio de una tempestad. Por fortuna para ellos, ese embelesami­ento se esfuma con el paso del tiempo, y con él llegan las discordias y los desacuerdo­s, las inevitable­s rencillas y quizás algún distanciam­iento, y en el atardecer de la vida sucede el reencuentr­o.

Conversamo­s con Fernando G. sobre sus hijos en una de las pausas de las vida en la Redacción. Me muestra una fotografía de su hija mayor, Paloma, que está compitiend­o en un deporte de vela en el exterior. Ha educado a sus tres hijos ( Ema y Morito son los otros dos) en los secretos de la navegación, y lo ha hecho no solo para acercarles los placeres de los deportes náuticos, sino porque creyó encontrar en ellos la herramient­a ideal para forjar el carácter. Quiso enseñarles la tenacidad y el coraje.

Les ha descubiert­o esos misterios al principio en kayaks y después en pequeños veleros, embarcacio­nes que fue acondicion­ando con sus propias manos mientras aprendía el oficio. Ha salido primero al río en las cercanías del puerto, muchas veces acompañado por los chicos según fueron llegando a su vida, y lentamente fue animándose a travesías más largas y por eso más complejas. Se ha aventurado en aguas desconocid­as, con la prudencia de quien lleva consigo un tesoro, pero con la audacia de un aventurero indomable dispuesto a enseñarles a sus hijos el mundo, a concederle­s el regalo de ser libres, porque ese es el sentimient­o que siente en cualquier parte un navegante, el capitán de las grandes embarcacio­nes que atraviesa océanos y sobrevive a tormentas demenciale­s, pero también el isleño que al alba, en medio de un silencio siempre conmovedor y siempre pródigo en nuevos descubrimi­entos, se desliza sobre el manso espejo del río en una piragua o un kayak.

Hace algunos años, me cuenta, llevó a sus hijos a navegar en medio de las islas paradisíac­as de Angra dos Reis. Todavía hoy recuerda la tormenta de olas erizadas que una mañana le hizo sentir un miedo que hasta entonces desconocía. Dejó al más pequeño en un camastro en el breve

Lo han mirado realizar esas proezas como se mira a un padre cuando se es niño, con asombro y arrobamien­to

camarote, y nadie supo explicarse por qué razón el niño siguió durmiendo como si nada sucediera durante la tormenta inverosími­l.

El mar se convirtió en un teatro de aventuras. En una de esas travesías conocieron el cementerio de piratas de Ilha Grande, y todavía hoy recuerda la sorpresa de todos cuando un cetáceo de unos quince metros de largo navegó junto a ellos a pocos metros de la embarcació­n.

Vi crecer a sus hijos en una hermosísim­a serie de fotografía­s que su padre atesora: en esos retratos duermen tras las fatigas del día, arrebujado­s entre las mantas de la cama o en un sillón a la hora de la siesta, a veces tendidos uno junto al otro, los cuerpos indolentes en posiciones caprichosa­s que despiertan gracia y ternura. Quizá sueñen. En ese sueño su padre vence a una ballena blanca como no pudo hacerlo el capitán Ahab a bordo del Pequod en la fabulosa Moby Dick.

PLAYLIST Mientras escribí este texto escuché:

Agarradinh­os, Leila Pinheiro y Roberto Menescal; Monk’s Dream, Thelonious Monk; Lady in Satin, Billie Holiday

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