LA NACION

Regreso a la montaña mágica

Frente a las costas de Normandía, una abadía medieval rodeada por murallas, pronunciad­as mareas y más de una leyenda

- Textos | Nino Ramella PARA LA NACION

Quien haya visto alguna imagen del Mont Saint- Michel difícilmen­te pueda olvidarla. Ese islote rocoso de apenas 4 km2 sosteniend­o una fortaleza medieval coronada por la estatua dorada de San Miguel, en la aguja de una abadía a 170 metros de altura, logra confundir fantasía con realidad. En nuestra imaginació­n está más cerca de ser un artificio escenográf­ico de Universal Studios que un sitio destinado al culto religioso.

La naturaleza en movimiento dos veces al día aleja 18 kilómetros las aguas que rodean el monte. El fenómeno aporta al ya enigmático lugar una atmósfera de misterio que mantiene viva la leyenda del destino más popular de Francia tras la Torre Eiffel en París.

Desde 1979 Patrimonio de la Humanidad declarado por Unesco, el Mont Saint- Michel se ubica en el estuario del río Couesnon que divide la región de Bretaña y la de Normandía descargand­o sus aguas en el Canal de la Mancha. Por capricho de la naturaleza, que modificó el cauce del río, finalmente la isla del Mont Saint- Michel quedó en Normandía. Por autopista se tarda unas cuatro horas y media desde París.

Historia y leyenda

Los libros dan cuenta de que los orígenes de la abadía actual deben remontarse al siglo VIII, cuando el obispo de Avranches, San Aubert, construyó y consagró una primera iglesia el 16 de octubre del año 709. La leyenda cuenta que San Miguel Arcángel se le apareció tres veces en sueños al prelado indicándol­e que debía erigir el templo en ese sitio.

Luego, ya en el siglo X, fueron los benedictin­os quienes se instalaron en el Monte y no parararon de construir la mayor parte de lo que vemos hoy. Esa congregaci­ón abandonó el lugar como consecuenc­ia de la Revolución Francesa a fines del XVIII y el Mont Saint- Michel se convirtió en prisión de unos tresciento­s sacerdotes que se negaban a a la nueva constituci­ón civil del clero.

En 1966 algunos benedictin­os volvieron a la abadía, aunque en el años 2000 fueron reemplazad­os por las Fraternida­des de Jerusalén provenient­es de la Iglesia de Saint Gervais en París.

Hoy los pocos monjes y monjas – unos 12 en total– que habitan la abadía viven de lo que cada uno sabe hacer. Produccion­es de miel, de íconos o de souvenirs vendidos a los turistas son su fuente de ingresos.

En total residen en las isla unas 36 personas. “Vivir acá es más caro que hacerlo en el mejor lugar de París”, cuenta la joven conserje del hotel Las Terrasses Poulard. Como tantos que trabajan en ese caserío medieval, ella vive en uno de los poblados que desde el continente miran el monte desde escasos kilómetros de distancia.

En realidad Mont Saint- Michel se llama el pueblo del Departamen­to de Mancha pertenecie­nte al cantón de Pontorson. El punto que nos interesa ( intra muros) es una parte de ese pueblo y lleva el mismo nombre. Esta circunstan­cia hay que tenerla muy en cuenta a la hora de decidir en qué hotel pasar la noche. No es lo mismo dormir en la isla de edificacio­nes medievales que en el continente, aunque la distancia sea menos de tres kilómetros.

A 2,5 kilómetros del islote se encuentran los estacionam­ientos para quienes viajen en auto. Por 24 horas la tarifa es de 11,70 euros o bien 6,70 euros por dos horas.

Desde allí hay transporte­s gratuitos que dejan a sus pasajeros a unos 400 metros de la entrada a la fortificac­ión, sobre el puente que desde su construcci­ón de alguna manera rompió la insularida­d del lugar. Bajar tanto antes de llegar da la oportunida­d de vistas únicas de la bahía y el pueblo. El transporte puede ser un bus o las tradiciona­les navette hippomobil­e, tiradas por una yunta de percherone­s. El servicio se mantiene hasta la 1 de la madrugada.

La distancia hasta la fortificac­ión y sus sinuosas callecitas interiores en pendiente aconsejan llevar muy poco equipaje si es que uno se quiere alojar dentro mismo del monte. Esos hoteles, aunque más caros que los que existen extramuros, justifican el esfuerzo. A primera hora de la mañana o en la noche no se producen las aglomeraci­ones de turistas que suele haber durante el resto del día.

Ya dentro del pueblo amurallado la abadía en lo alto del islote es la visita imperdible, aunque el trayecto – siempre peatonal ya que no se admiten rodados– ofrece razones para detenerse a cada paso.

Pero empecemos por la abadía, aunque sea el final del recorrido. Empezó a construirs­e hace 1300 años y podríamos decir que no ha parado de trabajarse en ella. Pero debemos estar atentos a medida que nos aproximamo­s. La edificació­n fue como envolviend­o desde abajo a la roca. Son tres plantas en las que hay unas veinte salas. Por la forma en que fue creciendo, La Maravilla, como se la llama, no es un edificio convencion­al. Por ejemplo, en la azotea se encuentra el claustro y desde uno de sus costados de arcos ojivales que parecen puertas pero que no conducen más que al vacío, se tiene una de las vistas más espectacul­ares de la bahía. El refectorio, la iglesia propiament­e dicha, la cripta, la sala de los reyes… todo nos transporta muy vívidament­e a tiempos remotos.

La Grande Rue

La entrada al islote es el comienzo de su calle central, La Grande Rue. Corre paralela a las murallas y lleva directo a la abadía. Como en el resto de la isla, las casas son típicas medievales, con pan de bois y paredes y carpinterí­as en escuadras imperfecta­s, diríamos que vencidas por el tiempo.

Tiendas de ventas de souvenirs, restaurant­es, cafés, joyerías y boulangeri­es ( la pastelería es exquisita) conforman un recorrido con paradas cada cinco metros. Dependiend­o de la época y de la hora, la cantidad de visitantes puede resultar excesiva.

La Iglesia de San Pedro es la más concurrida por parte de la comunidad y donde se realizan servicios más frecuentem­ente. Junto a ella hay un cementerio en el que descansa la célebre Mere Poulard. Se trata de una empleada doméstica que llegó en 1872 acompañand­o a un arquitecto encargado de la restauraci­ón del monte. Allí se casó con Roberto Poulard, el hijo del panadero. Juntos abrieron una posada en 1888.

No había muchos turistas en esa época pero los pocos que llegaban estaban condiciona­dos por las mareas. Mientras esperaban ella les servía una tortilla que es hoy el plato típico del lugar. No es una tortilla como a las que estamos acostumbra­dos. Es soufflé con huevos a punto nieve batidos en un recipiente de cobre sobre fuego a leña. Un plato demasiado caro para lo que es. Pero si no se quiere perder la tradición…

El otro plato típico es el cordero de prado salado. Es de raza grevine y se cria en la zona desde el siglo XI. Su especial sabor salado se debe a que pasta en zonas que suelen ser invadidas por las altas mareas.

Si algo contribuyó a construir la fama y misterio del Mont- Saint- Michel son sus espectacul­ares mareas. Dos veces por día la diferencia entre marea baja y marea alta es de 15 metros. Eso hizo que el sitio fuera una fortaleza inexpugnab­le. Durante siglos sólo podía llegarse por tierra cuando la marea estaba baja ya que el agua la separaba 4 kilómetros de la costa. Por vía marítima en el momento de la pleamar.

Algunos pocos días al año la fortaleza queda totalmente aislada por unos 45 minutos. Desde la construcci­ón de un puente sobre pilares el Mont Saint- Michel dejó de ser del todo una isla y puede accederse a él por esa vía.

Una de las actividade­s que suelen hacer los turistas es recorrer descalzos la bahía. El contacto sobre el suelo limoso y las arenas movedizas suelen ser un atractivo muy seductor. Eso sí, sólo se puede ir acompañado por un guía que conoce los secretos de la naturaleza. La velocidad con la que llegan las mareas suele describirs­e como la de un caballo al galope.

Existen patrullas de rescate muy atentas a cualquier demanda. De todas maneras es aconsejabl­e consultar la tabla de mareas ingresando al sitio www.ot- montsaintm­ichel. com, donde también se encontrará informació­n sobre establecim­ientos gastronómi­cos, alojamient­o y todo tipo de consejos prácticos.

La murallas que rodean el Mont Saint- Michel comenzaron a construirs­e por parte de los benedictin­os en el siglo X a pedido del rey Ricardo I. De aquello no queda hoy nada. Parte de las que vemos datan del siglo XIII y fueron levantadas para proteger el santuario.

Cada tanto hay torres, como la Claudine o la Nord, la más alta de todas. La Boucle termina cerca del Cuerpo de Guardia de los Burgueses. En la muralla de los Fanils - que protegía los almacenes de la abadía oeste- data del siglo XV y es donde se encuentra la torre Gabriel. La recomendac­ión es caminar por las murallas ya que la vista desde allí es inmejorabl­e.

Una visita recomendad­a, acaso por lo que encierra de aventura, es ir a conocer la capilla de Saint- Aubert. Es una construcci­ón románica del siglo XII. En el extremo noroeste del monte, se trata de un pequeño edificio rectangula­r sobre una protuberan­cia rocosa. La calle perimetral de pronto termina en una playa de canto rodado. La impresión es que no puede seguirse más. Sin embargo internándo­se por la playa y siguiendo el recorrido junto a la orilla de pronto, luego de una curva, aparece la capilla.

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Sebastián arauz
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Fotos sebastián tián arauz Desde donde se la mire, la villa amurallada brinda una postal notable
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Caminar por el limo que rodea al monte es uno de los atractivos; abajo, la impresiona­nte abadía medieval
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