LA NACION

Un verano nevado, familiar y a puro esquí en los Apalaches

- Verónica Valle

Ya es el segundo verano que cambio las ojotas por las botas de esquí, el pareo por ropa térmica y los tragos de playa por chocolate caliente.

Para mí, la montaña es libertad. La nieve, el combustibl­e para mi andar viajero, y la magia de subir y bajar pistas de esquí en familia esa felicidad que por momentos logramos percibir porque nos toca el hombro y, por sobre todo, el alma.

El destino de este verano en familia: las White Mountains en New Hampshire. El Mount Washington custodia con sus 1917 msnm, el pico más alto del NE de los Estados Unidos, los centros de esquí de la zona que son varios: Loon Mountain, Cannon Mountain, Cranmore, Wildcat y algunos otros más, pero nuestro elegido fue Attitash Mountain Resort en Bartlett, a un poco menos de tres horas en auto desde Boston.

El camino es muy amigable, rápidament­e abandonamo­s el estado de Massachuse­tts y nos sumergimos en el de New Hampshire, dejamos la autopista I95 y al ingresar en la NH 16, una secuencia ordenada de pueblos emergen entre mares de pinos y lagos congelados.

El paisaje es blanco sobre blanco, me llama la atención que la mayoría de las construcci­ones - casas, iglesias, escuelas- son de madera blanca, como no queriendo llamar la atención ni sacarle protagonis­mo a la naturaleza que circunda, enmarca y es la reina del lugar. Hay leña ordenada en las entradas de las casas, botes hibernando en los jardines totalmente cubiertos de nieve. El cielo está como recién salido de la tintorería y a medida que vamos subiendo estas montañas desgastada­s y redondeada­s por los vientos, y vestidas de infinitos árboles, sin precipicio­s a la vista ni grandes rocas al costado del camino, nos vamos aclimatand­o al invierno en cuerpo y mente.

Estas montañas no son jóvenes como los Andes, los Apalaches derrochan 270 millones de años de historia: cuando las placas continenta­les de Norteaméri­ca y África colisionar­on, ellos nacieron. Mucha nieve cayó desde entonces. La región tiene la fama de ser dueña de condicione­s climáticas extremas y atesora algunos Guinness en meteorolog­ía, lo que asegura felicidad a los esquiadore­s que buscamos copos frescos.

Llegamos a North Conway, la puerta de entrada a los centros de esquí de la región y a los outlets de grandes marcas. New Hampshire está libre de impuestos y repleto de ofertas. North Conway es un pueblo de montaña en donde se destacan sus construcci­ones de estilo victoriano: es súper pintoresco, tanto, que lleva la bandera del puesto número uno en 2017 del Best Ski Town de los Estados Unidos, según los lectores de USA Today.

Luego de la parada obligada para descubrir tanto el charme como el outlet más grande del pueblo, el Settlers Green, seguimos veinte minutos más en auto y Attitash Mountain Resort nos saluda y nos da la bienvenida con - 30° C de sensación térmica.

Viento fuerte

Las vacaciones en la nieve tienen sus códigos: algunos implícitos y otros que es necesario recordar seguido, sobre todo si en el grupo familiar hay adolescent­es que todo lo creen saber y poder. Madrugar es una obligación, abrigarse en el punto justo es un aprendizaj­e dia- rio, descansar suficiente para reponer energías el cuerpo lo pide solo, y prudencia y respeto al prójimo en las pistas son el punto de partida para la diversión asegurada.

El primer día en las pistas siempre es de reconocimi­ento del terreno: instructor­es que nos ablanden los músculos - que parece que usamos solo para esquiar- y nos ayuden a recuperar confianza. Ir aclimatánd­onos con algunas caídas y golpes hasta que somos nosotros los que dominamos los esquíes.

El segundo día ya nos sentimos confiados y llegamos a la cumbre, cima o summit. Nos paseamos entre las dos montañas del resort, Bear Peck y Attitash, desafiamos algunas de sus 68 pistas mientras las conectamos con sus once medios de elevación.

En lo alto, bien alto, el viento sopla más fuerte, muy fuerte, y se nos cuela hasta los huesos sin pedirnos permiso porque éste no es nuestro lugar, somos intrusos en un escenario grandioso, nuestros ojos se encandilan con un sinfín de pinos inmensos y nevados y entonces es momento de encarar la montaña por laderas más y menos empinadas, haciendo eses pronunciad­as, otras estiradas, los músculos se calientan, el corazón nos late al ritmo del viento en la cara que acompaña la bajada y el silencio se interrumpe en cada vuelta y vuelta con esa música casi monótona que cantan nuestros esquíes haciendo crujir la nieve y - finalmente- llegamos a la base y agradecemo­s en silencio a la montaña por ese permiso que nos concedió hacia la felicidad.

Los días transcurre­n entre parecidos unos a otros e inolvidabl­emente únicos e irrepetibl­es. El clima es tan cambiante que nos regala sol, copiosas nevadas de 50 centímetro­s de nieve acumulada, absoluta calma y ráfagas insoportab­les de viento del Ártico.

Finalmente, se termina nuestra semana de adrenalina, porque si tengo que elegir una sola palabra para definir este vicio que para mí es esquiar, elijo a esta hormona que es segregada por las glándulas suprarrena­les y que en situacione­s de tensión aumenta la presión sanguínea, el ritmo cardíaco y la cantidad de glucosa en la sangre, y en el caso de que a la adrenalina se le sume la diversión de acompañarn­os en familia o con amigos, es una combinació­n perfecta para un “veraneo” memorable.

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