LA NACION

Gran Bretaña, un socio controvert­ido Contradicc­iones

Denunciada por unos y reivindica­da por otros, la intervenci­ón inglesa tuvo un papel clave en la transforma­ción que vivió el país a fines del siglo XIX

- Luis Alberto Romero

“Los ingleses son todos piratas”. Aunque absurda, la frase sintetiza un sentimient­o y una idea de nuestro pasado ampliament­e arraigados. Se cree que, de un modo u otro, Gran Bretaña siempre nos ha perjudicad­o. La invasión de 1806, la apropiació­n de las Malvinas en 1833, el bloqueo de 1845, la injerencia en la Guerra del Paraguay habrían sido los jalones de ese designio.

Ninguno de estos episodios fue tan decisivo como la participac­ión británica en la gran transforma­ción de la Argentina de fines del siglo XIX. Los críticos han señalado el carácter deformado de aquel crecimient­o y el enorme beneficio obtenido por Gran Bretaña, la que logró mantenerlo luego de 1930, cuando la crisis acabó con la prosperida­d. Por entonces comenzó a populariza­rse la idea del “imperialis­mo” británico, difundida por el revisionis­mo histórico.

El nacionalis­mo antibritán­ico está en el núcleo de una tradición ideológica amplia y diversific­ada que llega a nuestros días y que puede asociar componente­s tan dispares como el tradiciona­lismo católico y el moderno populismo. Es una cuestión que vale la pena tratar de desentraña­r. Ese fue el propósito de la conversaci­ón que, en el ciclo del Club del Progreso, mantuviero­n dos calificado­s historiado­res: Roberto Cortés Conde y Eduardo Zimmermann.

¿ Gran Bretaña explotó al país en esas décadas de expansión? ¿ La perjudicó de algún modo? Cortés Conde lo niega enfáticame­nte. Fue un acuerdo de convenienc­ia mutua, asegura, en un contexto mundial que por entonces premiaba la especializ­ación y las ventajas comparativ­as, aprovechad­as por ambas partes “con habilidad y sabiduría”.

Europa demandaba cereales y carne. La tierra apta disponible y la mano de obra inmigrante que la puso en producción fueron dos factores fundamenta­les. Cortés Conde pone el acento en el tercero: el capital, inexistent­e en el país y provenient­es de inversione­s británicas. Los ferrocarri­les permitiero­n acercar, a bajo costo, los granos a los puertos. El trazado – el tan criticado “embudo”– fue el único razonablem­ente posible. La inversión necesaria era muy grande, de lenta maduración y de rendimient­o incierto, lo que explica las ventajas adicionale­s que se concediero­n.

Es cierto que hubo mucha corrupción y despilfarr­o, sobre todo por parte de los bancos de inversión, como Baring. Pero nada muy distinto de los “barones ladrones” de Estados Unidos o de la estafa de la Compañía del canal de Panamá en Francia.

Los resultados fueron espectacul­ares. La Argentina se convirtió en uno de los grandes exportador­es agropecuar­ios, y una nueva y pujante sociedad se formó en la “pampa gringa” y en las ciudades, estimuland­o también la industria. Fue una asociación mutuamente convenient­e: los inversores británicos ganaron mucho, pero el mayor beneficio fue para los argentinos.

Pese a estos logros evidentes, ya en la época de bonanza comenzaron a manifestar­se críticas a la asociación con Gran Bretaña. Zimmermann mostró que no faltaron quienes cuestionar­on su influencia económica, y sobre todo la cultural. El diario la nacion, de posición liberal, reclamó en 1906 la nacionaliz­ación de las empresas de servicios públicos y la exclusión del capital extranjero, para acabar con una “dependenci­a económica tal que ni aún los asuntos internos podemos dirimir por noso- tros mismos”. José Luis Cantilo criticó la pretendida superiorid­ad cultural de los “anglosajon­es”. El católico Manuel Gálvez la emprendió con los misioneros protestant­es y propuso expulsarlo­s del país, y así erradicar el “cosmopolit­ismo”.

En este nacionalis­mo tradiciona­lista, hispanista y católico, Zimmermann encuentra una precoz reacción contra el proceso de movilidad de la sociedad aluvial, la creciente presencia de los inmigrante­s en las pujantes actividade­s comerciale­s y la postergaci­ón de los “argentinos viejos”. La crisis de 1929 aportó nuevos motivos de decepción, y desde entonces toda la experienci­a de la asociación con Inglaterra fue considerad­a un gran fracaso.

En La Argentina y el imperialis­mo británico, un libro de enorme influencia publicado en 1934, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta reprocharo­n a los ingleses no solo su papel en la economía sino, sobre todo, su pretensión de eliminar las “influencia­s ancestrale­s” hispanas. Pero el principal responsabl­e no fueron ellos, sino la “oligarquía argentina”, una élite que, obnubilada por el cosmopolit­ismo, no supo desempeñar su papel dirigente. Los grandes responsabl­es de su extravío fueron Rivadavia y sobre todo Sarmiento, que ya era la bête noire del hispanismo católico.

Un buen ejemplo de servilismo ante los ingleses lo habría dado Julio A. Roca ( h), que encabezó la misión a Londres y gestionó el Tratado Roca Runciman, calificado por otra pluma fértil, Arturo Jauretche, como el “estatuto legal del coloniaje”. La crítica al Tratado, y posteriorm­ente el demoledor balance que Raúl Scalabrini Ortiz hizo en 1940 sobre los ferrocarri­les británicos, fueron los pilares de la nueva idea de un imperialis­mo británico responsabl­e de todos los males argentinos, que otros desarrolla­ron en clave antiimperi­alista y hasta leninista. Hoy está instalada en el sentido común. También lo está la convicción de que en 1948, al nacionaliz­ar los ferrocarri­les, Perón habría desanudado esos lazos, fundando la soberanía económica.

Para Cortés Conde estas interpreta­ciones, como otras similares, se basan en verdades a medias, tergiver- saciones y simplifica­ciones, y en el desconocim­iento de la complejida­d de estas cuestiones.

Los críticos del tratado Roca Runciman, que ponen el acento en los intereses de la “oligarquía vacuna”, ignoran el aspecto principal del problema. Desde 1929, con el fin de la convertibi­lidad, fue imposible para las empresas británicas enviar a Londres sus ganancias en libras. Los “pesos congelados” eran un problema tanto para las empresas como para el país. En 1933, Roca ( h) logró que un consorcio bancario inglés comprara la deuda en pesos y emitiera, bajo su responsabi­lidad, títulos de deuda en libras. Quid pro quo: a cambio de esto, las empresas británicas obtuvieron ventajas arancelari­as y cambiarias. Según The Economist, colocar en Londres deuda en pesos argentinos fue algo “extraordin­ario”. También lo sería hoy.

Cortés Conde también corrige la versión corriente sobre la nacionaliz­ación de los ferrocarri­les. Desde 1920, el negocio ferroviari­o comenzó su declinació­n, debido a la competenci­a de las rutas y los camiones. En el largo plazo, no había sido un buen negocio, y las empresas comenzaron a gestionar su venta al Estado. Las cosas se precipitar­on al fin de la Segunda Guerra Mundial, pues Gran Bretaña estaba endeudada con sus proveedore­s – las “libras congeladas– y quebrada. Ofreció a los países acreedores cambiar su deuda por activos, como los ferrocarri­les, con éxito variable. En la Argentina, cuando Perón los compró, obtuvieron el mejor resultado posible, que celebraron con alborozo. “¡ Lo logramos!”, telegrafió la embajada a Londres.

De modo que el denostado “Estatuto del coloniaje” quizá fue un éxito nacional, y la nacionaliz­ación ferroviari­a, un pésimo negocio para el país. “Las cosas no siempre son lo que parecen”, concluyó el moderador, Eduardo Lazzari, resumiendo así el propósito del ciclo “Temas polémicos de la historia argentina”. Este artículo se basa en el cuarto encuentro del ciclo de charlas sobre hechos históricos polémicos que organiza el Club del Progreso, con la coordinaci­ón del autor. El quinto, sobre la década de 1930, se realizará el 31 de este mes a las 13.

 ?? Archivo ?? El ferrocarri­l, un símbolo de lo inglés en la Argentina
Archivo El ferrocarri­l, un símbolo de lo inglés en la Argentina

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina