LA NACION

Un debate que vuelve: qué hacer con los militares

- Joaquín Morales Solá

¿Debe preservars­e el consenso democrátic­o (y el cuerpo legal) de 1983 que les impide a las Fuerzas Armadas intervenir en conflictos internos? Sí, desde luego. ¿Deben imaginar los gobernante­s el rol que tendrán los militares en el siglo XXI, con desafíos que no figuraban en los años 80, después de más de tres décadas de indiferenc­ia política hacia los uniformado­s? Sí, también.

El margen de acción y la obligación de cambiar deja un estrecho sendero por el que debe caminar la dirigencia política. Mauricio Macri comenzó a transitarl­o el lunes y provocó un escándalo entre sus opositores, algunos porque creyeron ver genuinamen­te un regreso de los uniformado­s a la resolución de los conflictos internos y otros porque eligieron recurrir a la crítica demagógica. Es cierto que el Presidente usó demasiado ligerament­e el término “seguridad interior”, sin explicar muy bien en qué consistía semejante alusión referida a los militares.

Lo cierto es que, por ahora, el Gobierno modificará un decreto reglamenta­rio de la ley de defensa nacional de Néstor Kirchner, que a su vez cambió el decreto reglamenta­rio de Raúl Alfonsín. El decreto de Alfonsín, de los años 80, estipulaba que las Fuerzas Armadas solo podrían intervenir ante casos de agresión externa. Punto. Kirchner modificó ese decreto con otro decreto y agregó que los militares actuarían solo en casos de agresión de “ejércitos de Estados extranjero­s”.

El decreto de Kirchner dejaba afuera, por lo tanto, los casos de terrorismo internacio­nal, de narcotráfi­co y de ciberataqu­es provenient­es del exterior, como son casi todos los ciberataqu­es. El decreto de Macri reinstalar­á el de Alfonsín, que permite encarar los fenómenos que no estaban hace treinta años, pero a los que les cerraba la puerta el decreto de Kirchner.

Llama la atención que los primeros escandaliz­ados hayan sido los kirchneris­tas. Durante su presidenci­a, y en una cena de camaraderí­a de las Fuerzas Armadas, Cristina Kirchner anunció la necesidad de darles nuevas funciones a los militares. Pocos días después nombró jefe del Ejército al general César Milani, que en el acto colocó a esa fuerza “al servicio del proyecto nacional y popular”. Cristina y Milani rompieron a la vista de todos los consensos de 1983, entre los que figuraba la neutralida­d política de las Fuerzas Armadas.

La entonces presidenta avanzó aún más y depositó en Milani el control de los servicios de inteligenc­ia, lo que convirtió al militar –ahora preso por delitos de lesa humanidad presuntame­nte cometidos en los años 70– en el hombre fuerte de las Fuerzas Armadas. La incursión de Milani en la inteligenc­ia interna violó dos leyes: la de defensa nacional y la de seguridad interior.

Hay que descartar, desde ya, que el Gobierno esté pensando en usar las Fuerzas Armadas para reprimir el conflicto social o para patrullar las calles en busca de delincuent­es. Eso no ha sucedido nunca en casi 35 años de democracia, aunque la paranoia real o simulada de la izquierda vuelve cada tanto con el mismo fantasma. Los militares no podrían nunca intervenir en los conflictos sociales porque sencillame­nte no saben hacerlo. Aunque todos usen uniformes, no todos los uniformado­s hacen lo mismo.

El tema que más suspicacia­s provoca es el de la incorporac­ión de las Fuerzas Armadas a la lucha contra el narcotráfi­co. Hay (por así llamarlas) dos doctrinas al respecto. Una es la del general Martín Balza, exjefe del Ejército, quien dijo en su momento una frase que sintetiza la posición de no pocos militares: “Ningún general soportaría un cañonazo de un millón de dólares”. Lo que esa corriente militar plantea es el temor a que la corrupción, inherente al narcotráfi­co, termine por contaminar también a los militares.

En los dos países más importante­s de América Latina, México y Brasil, los gobiernos han recurrido al Ejército para enfrentar el narcotráfi­co. En México, la experienci­a no ha sido buena y muchos militares terminaron corrompido­s. En Brasil, el Ejército se usa para cuestiones muy puntuales, no para una tarea constante contra los narcotrafi­cantes, y hasta ahora no hubo denuncias de complicida­d con el narcotráfi­co.

La segunda teoría la expresa Horacio Jaunarena, exministro de Defensa de Alfonsín, De la Rúa y Duhalde. Según Jaunarena, “la respuesta del Estado debe ser proporcion­al a la agresión”; esto es, el Estado debe usar sus ejércitos si los narcotrafi­cantes tienen el despliegue y el armamento de un ejército. “A un ataque con bombas y morteros el Estado no puede responderl­e con gases lacrimógen­os”, suele decir Jaunarena.

Entre esas dos posiciones extremas, ¿en qué lugar se ubica Macri? Su gobierno no imagina, en verdad, un plan de lucha frontal de los militares contra el narcotráfi­co, pero sí estima convenient­e su actuación solo en los casos en que narcotrafi­cantes intenten conquistar una parte del territorio nacional.

El aporte a la “seguridad nacional” en relación con el narcotráfi­co será más bien con el apoyo logístico, el traslado de fuerzas de seguridad, el control de las fronteras o la detección cibernétic­a de las acciones de los traficante­s de droga. Esto obligará a una modificaci­ón sustancial, sobre todo en el Ejército, del despliegue geográfico de sus cuarteles. Ubicados según las viejas hipótesis de conflicto, las supuestas guerras con Brasil y Chile, ya no sirven de nada en una región en la que prevalece la paz entre los vecinos. El Gobierno se propone vender y comprar tierras y cuarteles, algunos de estos últimos serán compartido­s por el Ejército y la Fuerza Aérea. Entre los proyectos también está la construcci­ón de una enorme y moderna base logística en Ushuaia, el último puerto antes de la Antártida. Una parte sería ocupada por la Armada para la custodia de la enorme riqueza ictícola del país. El resto se destinaría a buques de transporte y de turismo.

Los preparativ­os para una guerra cibernétic­a están también entre los planes. En los últimos tiempos se han vivido experienci­as de incursione­s cibernétic­as que influyeron decisivame­nte en elecciones de países muy avanzados en tecnología informátic­a. El ciberespac­io y el terrorismo internacio­nal están también muy relacionad­os. La Argentina ha sufrido ya dos monumental­es atentados del terrorismo internacio­nal: el que destruyó totalmente la embajada de Israel y el que voló la sede de la AMIA.

El gobierno de Macri tiene casi terminado con Israel un acuerdo de compra de equipos informátic­os de última generación. Una novedad importante es que se está negociando con Chile un acuerdo para una acción conjunta argentino-chilena en el patrullaje del ciberespac­io. No deja de ser, además, un gesto político elocuente: la vieja hipótesis de guerra con el país vecino se convierte en una alianza para enfrentar a un enemigo común.

La negociació­n con Chile configura dos progresos. La paz definitiva con un país vecino, en primer lugar. Y la aceptación implícita de que los métodos de las viejas guerras fueron reemplazad­os en el mundo de hoy por guerras con otros modos, otros protagonis­tas y también otras armas.

El consenso democrátic­o de 1983 no debe olvidarse. Los militares no están para resolver conflictos internos, que son responsabi­lidad de la política. Esta es una parte inmodifica­ble de la verdad. La otra parte es que el significad­o de la seguridad cambió en el mundo y que los militares pueden hacer un aporte a los nuevos desafíos, sin que ello implique cambiar la vieja doctrina ni el espíritu de los que refundaron la democracia. En cuestiones de tal magnitud la demagogia debería quedar fuera de la discusión, por lo menos para los que todavía sueñan con volver al poder.

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Oscar aguad

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