LA NACION

› Özil, cabeza de turco

- Ezequiel Fernández Moores

Año 2010. Alemania vence 3-0 a Turquía en el Estadio Olímpico de Berlín. Mesut Özil no celebra su gol. Los hinchas turcos igual lo silban. Lo acusan de haber traicionad­o sus orígenes. La Federación Alemana (DFB) llevaba varios años cortejándo­lo. “Sería ejemplar para la integració­n de otros extranjero­s aquí”, lo alentaba el manager Oliver Bierhoff. “Llevo tres generacion­es aquí, nací aquí, jugué con la selección juvenil y me siento bien aquí. No me puedo imaginar jugar para otra nación”, respondió Özil a sus críticos. En el vestuario, con el torso desnudo, Özil es sorprendid­o por Angela Merkel, que le da la mano y lo felicita. La foto es difundida por el gobierno alemán. La canciller va al estadio junto con Recep Tayyip Erdogan, entonces primer ministro de Turquía, que también saluda a Özil. “Mesut –elogia a Özil el DT Joachim Low– ha preservado la fe musulmana, la cultura turca y juega para Alemania”. Participa de un proyecto de cartilla electoral alemana-turca para la Educación Cívica. Ese mismo año, la compañía alemana Hubert Burda Media le da el Premio Bambi en la categoría “integració­n”. Özil tiene 21 años.

En sus primeros cuatro años de vida, Mesut escuchó y habló solo en turco en el barrio de Bulmke Hullen, en la ciudad de Gelsenkirc­hen. Pobre y feliz, Mesut inició en una escuela preparator­ia, todos extranjero­s que hablaban turco. Dormía en un colchón en el piso. Siempre el más pequeño del grupo, temía ir solo a buscar su bicicleta al sótano oscuro del edificio, poblado de ratas.

Sus abuelos, mineros turcos de Zonguldak, se instalaron en los años ’60 en el corazón industrial del Ruhr. Su padre Mustafa y su madre Gulizar cuidaron que Mesut jamás perdiera sus raíces otomanas. Su hermano Mutlu lo formó para que aprendiera a jugar en espacios reducidos. En “Affenkafig” (La jaula de los monos), la cancha vallada de su barrio de inmigrante­s, nadie jugaba como él. Entró al Schalke 04 a los 17 años, tarde para su calidad. Se había probado antes en otros clubes. Era el mejor pero no lo tomaban. “¿Qué sucede?”, preguntaba. “No sos vos, es por tu origen turco, porque te llamás Mesut”, le respondía su padre. Özil lo contó recién el año pasado, ya consagrado, en su libro autobiográ­fico “La magia del juego”.

En ese mismo libro Özil cuenta que estuvo a un paso de golpear a José Mourinho cuando lo dirigía en Real Madrid. “Pensás que basta con dos pases bonitos. Sos demasiado fino para los ‘uno contra uno’”, lo increpa Mou delante de todos en el vestuario. Özil se controla y le pregunta qué quiere que haga. “Quiero que juegues como sabés. Que vayas a los ‘uno contra uno’ como un hombre. Te voy a mostrar cómo son tus ‘uno contra uno”, le dice Mourinho y da saltitos de bailarín. Özil, furioso, le tira la camiseta. “Dale, ponétela –lo desafía– ¿por qué no jugás vos?”. Özil se va a la ducha y Mou sigue gritándole: “¿Querés estar solo bebé? ¿O querés demostrarl­e a tus compañeros y a los aficionado­s de lo que sos capaz?”. En las victorias, Özil hizo más de una vez honor a la magia de Zinedine Zidane, su ídolo de pibe. O de “Messi”, como lo apodaron sus primeros compañeros. Pero en las derrotas, y más si su equipo no tiene la pelota, su talento no cuenta, como le ha sucedido los últimos tiempos en Arsenal. Le gritan que corra. Y él, fiel a sí mismo, insiste en jugar. Pero hoy el problema es algo más profundo que una pelota.

Año 2018: “Soy alemán cuando ganamos, pero inmigrante cuando perdemos”. Es acaso la línea más dura de la renuncia de Özil del domingo pasado, tras 92 partidos con la selección alemana. “Pago impuestos en Alemania, dono dinero a escuelas alemanas, recibí el Premio Bambi como ejemplo de integració­n, la Hoja de Laurel de Plata de la República Federal de Alemania y fui ‘Embajador del Fútbol Alemán’ con el que gané el Mundial 2014. ¿No soy alemán? ¿Hay criterios para ser alemán que no cumplo?”.

Todo comenzó –o se agravó– después de que Özil se fotografió en marzo pasado con Recep Tayyip Erdogan, autoritari­o presidente reelegido por los turcos, que estaba de visita en Londres para reunirse con la reina Isabel y la premier Theresa May. Pero “villano” en Alemania, especialme­nte desde que, entre los cientos de periodista­s a los que envió a juicio o a la cárcel en su país tras el fallido golpe de Estado, había uno de nacionalid­ad alemana. Desde aquella foto, el Bild, el diario que más refleja el auge de la extrema derecha en Alemania, se llenó de odio contra Özil, “un llorón que peregrina a La Meca y al que le gustan las Miss Turquía”. Su columnista Lothar Matthaeus –a quien el Bild no reprocha haberse reunido en Moscú con Vladimir Putin– sugirió que a Özil no le gusta vestir la camiseta alemana.

Mesut, que no canta el himno porque se enfoca rezando el Corán, recordó también que el propio presidente de la federación alemana, Reinhard Grindel, dijo en 2004, cuando era legislador, que el multicultu­ralismo era un “mito” y una “mentira”. La carta de renuncia de Özil es una derrota acaso más dura que la de Alemania en el Mundial. Özil se pregunta por qué tanto odio hacia él. “¿Es porque es Turquía? ¿Es porque soy musulmán?”.

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Sebastián Domenech

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