Pánico en la cocina: llega el inspector de Salubridad
El personaje más temido y odiado del negocio gastronómico en Nueva York no es el crítico culinario, sino aquel que recorre los locales y registra las infracciones a las normas de higiene
Uun hombre de baja estatura que viste una chomba beige con el logo del Departamento de Salubridad de nueva york ingresó en la cocina de un restaurante, detectó señales de la presencia de insectos y llamó al dueño para comunicarle las malas noticias.
el propietario empezó a temblar y a transpirar. Se desplomó en su silla, perdió el conocimiento y terminó en el suelo. Hubo que llamar a la ambulancia.
el personaje más temido y odiado del negocio gastronómico de nueva york no es el crítico culinario ni el dueño del local: es el inspector de Salubridad.
Los inspectores neoyorquinos siempre tuvieron la facultad de aparecer sin avisar, registrar las infracciones y, de ser necesario, clausurar la cocina. Pero en 2010, su poder adquirió nuevas dimensiones: la capacidad de asignarles a los locales gastronómicos una calificación con letras, que debe estar exhibida y ser visible desde el exterior, y de postear sus conclusiones en una base de datos online que cualquiera puede consultar para informarse sobre el historial sanitario de un lugar. Los gastronómicos protestaron duramente contra esas “letras escarlatas”, que consideraron una medida punitiva destinada a recaudar fondos para la ciudad a través de las multas.
ocho años más tarde, esa furia se ha aplacado. en abril de este año, la cantidad de restaurantes calificados con la letra a (la mejor) alcanzó el 93, mientras que el primer año de la medida era del 81 por ciento. Sin embargo, muchos empresarios gastronómicos lo siguen viviendo como un agravio, y hablan de la arbitrariedad y la poca ecuanimidad de los inspectores, que son tan intimidatorios que pueden mandar a un propietario al hospital con un ataque de pánico.
Pero resulta que la persona de la chomba beige que precipitó esa crisis es un hombre amable y equilibrado llamado Fayick Suleman, que vive en el Bronx con su esposa y sus dos hijos, y que al igual que el sistema de calificación con letras, está celebrando sus ochos años de trabajo en el Departamento de Salubridad de la ciudad de nueva york.
Suleman integró uno de los primeros grupos de inspectores que fueron contratados y entrenados cuando empezó el sistema de calificación, una medida que se tomó mayormente en respuesta a un video amateur que se viralizó en 2007, donde podían verse ratas correteando por la cocina de un local de comida rápida. actualmente hay unos 100 inspectores de Salubridad.
La experiencia de Suleman sirve para conocer el trabajo de los inspectores y para enterarse de cuánto ha cambiado o no ha cambiado esa tarea. Suleman dice que sus rondas se han vuelto bastante rutinarias, al menos para él, y que cuando ingresa en los restaurantes y anuncia su presencia, inevitablemente se desata el caos.
“Todos empiezan a correr de un lado a otro, dejan lo que tienen entre manos y se ponen a limpiar desesperados”, dice Suleman. “entran en pánico. no hay que demorarse en hacer el recorrido, porque esconden todo”.
en las clases sobre seguridad alimentaria de la academia de Salud de nueva york, los alumnos aprenden todas las enfermedades que los clientes pueden contraer cuando la comida queda fuera de la heladera demasiado tiempo. Servido a una temperatura inadecuada, el pescado ahumado, por ejemplo, puede transmitir la peligrosa bacteria causante del botulismo.
“¿y qué provoca el botulismo?”, pregunta Meena Wheeler-rivera, instructora y exinspectora de Salubridad de las piscinas y los saunas de la ciudad.
“¡Parálisis!”, responden casi al unísono los 20 alumnos de la clase.
“¿y si no vamos al hospital?”
“¡nos morimos!”
Meena lo ha visto todo y dice que ya casi no sale a comer afuera. Suleman sigue frecuentando algunos restaurantes, pero tiene marcadas a fuego las consecuencias potencialmente letales de no denunciar una
Un restaurante fue clausurado tras hallarse excremento de rata en una cámara frigorífica
Cuando el inspector entra, se desata el caos y todos corren
infracción. Una mañana, hace poco tiempo, tuvo que clausurar un restaurante después de haber encontrado excremento de rata adentro en la cámara frigorífica del local. “En las cámaras frigoríficas no suele haber excremento de rata, por la baja temperatura, así que no había excusa posible”, dice Suleman. “Fue una pésima manera de arrancar el día”, dice sacudiendo la cabeza con resignación.
Suleman realiza un promedio de tres o cuatro inspecciones por día, y tiene dos turnos de trabajo diferentes, ya sea de 9 a 17 o de 15 a 23, aunque cuando le toca inspeccionar los clubes nocturnos, según dice, puede demorarse hasta las 3 de la madrugada.
Su cronograma diario es establecido por una computadora que genera una lista de restaurantes elegidos al azar en cualquiera de los cinco distritos de la ciudad. La frecuencia con que un mismo restaurante es inspeccionado depende de su evaluación en las visitas pasadas.
Según Suleman, cuando llega y se presenta, los encargados del local suelen apelar a varios trucos: el cajero aprieta un timbre escondido para alertar al personal de cocina, o el encargado dice que tiene que contactar al propietario, y usan ese tiempo para prepararse para la inspección.
Una inspección puede tardar apenas una hora (cuando la puntuación es perfecta, sin infracciones) o varias, si las condiciones sanitarias de los alimentos son malas. Suleman tiene que terminar cada inspección antes de pasar a la siguiente, y eso implica que, contrariamente a la idea generalizada de que los inspectores siempre caen durante la hora pico, tienen poco control sobre el momento en que llegan a cada local.
“Sin importar la cantidad de gente que haya esperando o lo ocupado que esté el personal, la inspección hay que hacerla sí o sí. Es inescapable”, dice.
Es una vida laboral solitaria. Suleman recorre la ciudad de punta a punta, cargando una mochila con 20 kilos de máquinas y sensores: una tablet para redactar sus informes, una impresora portátil para entregarles una copia del informe a los inspeccionados, dos máquinas para testear la temperatura del aire y de los alimentos, toallas sanitarias con alcohol para higienizar los sensores de las máquinas, una linterna, etiquetas y bolsas para marcar e incautar la comida y los equipos en malas condiciones. Y la herramienta más importante de todas: sus letras de calificación, impresas en cartón rígido de colores. El sistema establece que cada punto implica la violación de algún reglamento.
Suleman extrae cuidadosamente los carteles: Calificación pendiente, A (entre 0 y 13 puntos); B (entre 14 y 27); “la todopoderosa C” (cuando superan los 28 puntos), y una última que dice: “Clausurado por orden del Comisionado de Salubridad”.
“Ese es el cartel que nadie quiere ver”, dice con una mueca.
Diez clausuras en un solo día
Cuando no existía el sistema de calificaciones y los resultados de las inspecciones no eran públicos, los restaurantes tenían poco incentivo para resolver sus problemas, afirma Christine Testa, que en 2011 dejó su trabajo como subdirectora de Salubridad para asumir la presidencia de la empresa Early Warning Food Service Solutions, que se dedica al entrenamiento sanitario del personal gastronómico.
Sin ese incentivo, muchos restaurantes corrían riesgo de clausura. “Recuerdo haber clausurado 10 restaurantes en un solo día”, dice Testa. “No hacíamos otra cosa que clausurar y recaudar por las multas”.
Actualmente, todos los restaurantes reciben previamente un formulario del Departamento de Salubridad en el que se detallan todas las posibles infracciones sanitarias, para que los propietarios puedan solucionar preventivamente sus malas prácticas antes de recibir cualquier inspección. Suleman y algunos de sus compañeros realizan consultas gratuitas y sin posibilidad de multa y talleres de capacitación para personal gastronómico, una medida tendiente a equilibrar la cancha a favor de los restaurantes independientes, que no tienen los recursos de las grandes cadenas para contratar consultorías externas.
Pero los gastronómicos siguen temiendo las inspecciones, y muchos dicen que todo el proceso es demasiado subjetivo y que los inspectores son demasiado proclives a levantar multas. “A los de Salubridad les tengo terror”, dice Reed Adelson, propietario de un restaurante en el East Village neoyorquino. “No porque tenga algo que esconder, sino porque sé que si quieren encontrar algo, lo van a encontrar. Siempre hay un rincón que quedó sin barrer o una lamparita que supera el voltaje permitido”.
El local de Adelson recientemente recibió una calificación B, después de que un inspector encontrara rastros de ratones y de comida conservada a temperatura inadecuada. La calificación fue elevada a A cuando el local resolvió algunos de esos problemas y ganó la disputa sobre otros en una audiencia ante la Oficina de Reclamos Administrativos de la ciudad, organismo ante el cual puede apelarse cualquier infracción.
Pero según Adelson, incluso con una calificación A, terminó pagando 600 dólares de multas impuestas por la oficina. Esas multas –que van de unos cientos a varios miles de dólares– y otros gastos derivados terminan perjudicando y no mejorando el funcionamiento del negocio.
Wilson Tang, propietario de un restaurante en Chinatown, dice que si bien las inspecciones son más ecuánimes que antes, “en un informe analizan ciertas cosas, y en la siguiente inspección se fijan en cosas totalmente distintas”.
“Si el inspector tiene un buen día, suele ser más amable y tolerante. Pero hay otros que tienen un chip en la cabeza y que entran corriendo a la cocina como si pasara algo raro”. Tang es propietario de otro restaurante en Filadelfia, y dice que allá todo es infinitamente más laxo. “En Filadelfia hay más confianza en los restaurantes”, dice Tang, y agrega que en esa ciudad no califican a los locales. “Saben que no estamos para envenenar a la gente, que simplemente tratamos de ganarnos la vida y brindar un servicio”.
A Suleman le genera frustración que los inspectores sean vistos como gente que sale a castigar a los restaurantes. “No soy todopoderoso”, dice. “El poder está en manos de los restaurantes”, que tienen que mejorar la salubridad de sus alimentos. Así que cuando tiene que clausurar un restaurante, Suleman lo hace sin culpa. “Hay una serie de normas que hay que cumplir, y el que no las cumple recibe lo que se merece”.
Pero agrega que ningún inspector se siente orgulloso de tener que clausurar un restaurante. “Imagínense que alguien se enferma porque la carne no había sido cocida a la temperatura correcta”, dice Suleman. “Eso sí me haría sentir culplable”.
Una inspección puede llevar una hora (cuando no hay infracciones) o varias
Muchos gastronómicos dicen que el proceso de inspecciones es demasiado subjetivo