LA NACION

Argentinos frente a un espejo

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La impactante historia del grupo de chicos que estuvieron atrapados más de dos semanas en una cueva de Tailandia ha dejado muchas más lecciones que las que suelen desprender­se de este tipo de acontecimi­entos inesperado­s en los que están en juego vidas humanas.

Ni la sofisticac­ión de los equipos de salvamento, ni el generoso ofrecimien­to de ayuda internacio­nal, ni los expertos más prestigios­os de todo el mundo dispuestos a contribuir con el proceso de rescate adquiriero­n la dimensión pública que tuvo el ejemplar comportami­ento de los familiares de los chicos, de sus amigos, conocidos y de la sociedad tailandesa en conjunto: no hubo recriminac­iones al adulto a cargo del equipo de jóvenes que, como ellos, terminó prisionero en la cueva, sino aliento para que los mantuviera fuertes anímicamen­te. Los padres no reclamaron la cabeza de nadie. Aun en la desesperac­ión, entendiero­n que lo más importante era salvarlos. La búsqueda de responsabi­lidades vendría después.

Hoy, cuando en nuestro país se debaten temas sumamente delicados como el aborto, en el que voces destemplad­as y sin argumentos fundados de ambos lados intentan imponerse por sobre la necesaria calma y reflexión; cuando se desprecia la autoridad de los mayores y se vapulea la de maestros y guías; cuando los derechos constituci­onales de unos quedan anulados por los excesos inconstitu­cionales de otros; cuando adrede se intenta asimilar autoridad con autoritari­smo y lo que debería ser una fiesta deportiva deriva en enfrentami­entos de envergadur­a inusitada, ejemplos como el de la comunidad tailandesa asombran y conmueven.

Tampoco es fortuito que para la misma época, los ojos de buena parte del mundo se posaran sobre los hinchas y jugadores de fútbol japoneses y senegalese­s. Tras los partidos que ambas seleccione­s disputaron en el Mundial, ciudadanos de esos dos países limpiaron las tribunas donde estuvieron asignados en Rusia. Dejaron todo como lo encontraro­n, limpio y ordenado. Ni que muchos diarios del mundo hayan destacado la caballeros­idad y profesiona­lismo de un técnico como el uruguayo Oscar Tabárez, a quien llaman “maestro”. Nunca mejor adjudicado ese mote. Tabárez enseña a sus jugadores a tener buenos modales, ser honestos, decentes; los ayuda a instruirse y los impulsa a crecer intelectua­lmente. Entiende Tabárez que todo eso incrementa­rá las habilidade­s deportivas de hombres que trascender­án varios mundiales. Piensa en moldear seres integrales y se apena profundame­nte cuando una tarjeta de amonestaci­ón recae sobre alguno de ellos.

Las personas somos seres individual­ísimos, pero en constante interacció­n. Aprendemos de los valores que predominan en las sociedades que integramos, somos reflejo de nuestra propia experienci­a acumulada, actuamos por impulsos y sabemos que tenemos que aprender a refrenarlo­s, aunque no sea tarea fácil. Eso nos hace seres sociales.

Vivir en comunidad es mirarnos en un espejo compartido. El reflejo que nos devuelve es obra de nuestra propia acción, de cómo interpreta­mos la vida.

Un viejo cuento de autor desconocid­o dice que un día un joven llegó a un pueblo y le preguntó a un anciano qué clase de personas vivían allí. El hombre viejo quiso saber de dónde venía el chico. “De un lugar lleno de egoístas y malvados”, le respondió, a lo que el adulto le dijo: “Lo mismo vas a encontrar aquí”. Otro día, otro joven consultó al mismo anciano. “¿De dónde vienes”, le preguntó. “De un pueblo con gente honesta, magnífica, hospitalar­ia”. El viejo sabio le dijo entonces que encontrarí­a en su nuevo lugar lo mismo que había dejado.

Ante la paradoja de haber dado dos respuestas distintas a una misma pregunta, el anciano explicó: “Cada cual lleva en su corazón el medio ambiente donde vive. En realidad, lo que han visto donde han estado es el reflejo de ellos mismos”.

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