LA NACION

El palacio de la memoria

- Pablo Gianera

Para la mitología griega, mnemosine, la diosa de la memoria, era la madre de las nueve musas. Si se consideran las cosas de esta manera, las artes, cada una de ellas, no debían tanto imaginar algo, sino más bien recordar. Pero cada vez recordamos menos; por un lado, por miedo a que nuestro pasado personal enturbie el instante, que fantaseamo­s perpetuo; por el otro, en el caso de los artistas, porque eso les autoriza la vanidad de imaginar que inventan algo. Se explica así que un gran número de artistas jóvenes (da lo mismo el arte de que se trate) estén más atentos a sus contemporá­neos que a los maestros del pasado, sobre los que lo ignoran todo.

Pero volvamos a mnemosine. En El silencio de los libros (Siruela), un ensayo fulminante que no hay que cansarse de recomendar, el crítico George Steiner explica sin vueltas el olvido de la memoria: “Como se ha impuesto lo escrito y los libros facilitan un poco las cosas, el gran arte mnemónico ha caído en el olvido. la educación moderna se asemeja cada vez más a una amnesia institucio­nalizada. Sustituye el saber de memoria por un caleidosco­pio transitori­o de saberes siempre efímeros. Puede decirse que todo lo que no aprendamos y no sepamos de memoria, dentro de los límites de nuestras facultades, no lo amamos verdaderam­ente”.

Varias veces y en varios libros, Steiner insistió en que necesitába­mos menos teoría y menos crítica y más memoria; por ejemplo, saber de memoria (by heart, de corazón, según el hermoso giro inglés) aquellos poemas que amamos. En Una historia de la lectura, Alberto manguel nos enseñó ya que la frase latina verba volant, scripta manent (las palabras vuelan, lo escrito permanece) no era en su origen favorable a la escritura, sino a la condición oral, tan ligada a la memoria, que permitía que esas palabras viajaran de boca en boca. Pero no se trata de oponer una cosa a la otra. Ahora recordamos (esa palabra también incluye al corazón, cor) porque leemos, leemos porque tenemos libros y biblioteca­s, y escribimos para que aquello que otros no pudieron o quisieron escribir no se pierda cuando nuestra memoria muera con nosotros.

Pensé en estas cosas por otro libro, cuyo título respira el mismo aire: Palacio de olvido (la bestia Equilátera), de Alberto Tabbia. El libro nos llegó porque Edgardo Cozarinsky puso a salvo los pocos papeles que dejó Tabbia (muerto en 1997) y esos papeles de Tabbia pusieron a salvo la memoria de otros, entre ellos, la de José bianco y la suya propia. Dice luis Chitarroni en el prólogo: “Demasiado inteligent­e, demasiado sabio y perezoso, Tabbia se tomó el trabajo de dejar páginas dispersas”. También demasiado melancólic­o, agregaríam­os nosotros. Quien sufre melancolía tiende a despreocup­arse de la publicació­n porque, además, tiende a despreocup­arse de casi todo, salvo de cómo recuperar lo perdido, la alegría.

la primera sección se llama Trauerarbe­it, que es como se le dice en alemán al “duelo”, de una manera más interesant­e que en castellano puesto que significa, literalmen­te, “trabajo con la tristeza” En ese trabajo la memoria, o mejor la rememoraci­ón, resulta crucial. Hacer el duelo es no tanto olvidar sino recordar hasta que el recuerdo del ser querido muerto no nos paralice.

“Tuve la certeza de que el pasado, cuyo peso podía asfixiarme –dice Tabbia–, era ahora mi único bagaje y que si algo podía hacer (¿debía hacer?) era transforma­rlo de lastre en alimento, de humo en oxígeno”. A eso se dedicó Tabbia y todo Palacio de olvido es un intento de cumplir con esa certeza. Para nosotros, es también un programa de escritura, casi una poética.

Cada vez recordamos menos por miedo a que el pasado enturbie el instante

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