LA NACION

Patagonia. Las familias, aisladas por el frío y partidas por la distancia

Nasael Anaya y sus padres viven en una casa sin gas, con temperatur­as de hasta -30°C; tomó su primera ducha caliente a los 7 años

- Micaela Urdinez ENVIADA ESPECIAL

OJOS DE AGUA, Río Negro.– Nasael Anaya tiene siete años y su familia vive en Lipetrén Chico, una comunidad mapuche en la localidad de Ojos de Agua, en la línea sur de Río Negro. Este año empezó la primaria en la Escuela Hogar N°

307 Horacio R. Ruiz, en Lipetrén Grande, a 40 kilómetros de su casa. Todavía recuerda lo que sintió cuando, hace apenas cuatro meses, pudo darse ahí la primera ducha de agua caliente de su vida.

“Abrí la canilla y dije: ‘¿No será agua fría?’ Y después la toqué y recaliente estaba”, cuenta haciendo el ademán de girar la canilla hacia la derecha, todavía con sorpresa en los ojos. Y agrega: “En mi casa no es así, calentamos una olla o una pava y nos bañamos en un fuentón”.

Nasa, como todos lo llaman, pasa su infancia en Ojos de Agua, la décima entre las localidade­s más vulnerable­s de la Patagonia en términos de pobreza infantil, según el relevamien­to confeccion­ado por el Observator­io de la Deuda Social Argentina de la UCA para el proyecto Hambre de Futuro.

Vivir en los parajes de la línea sur de Río Negro, en la Patagonia, es duro. No es la misma pobreza que se ve en las provincias del norte, en donde falta la comida y sobra la sed. En esta región –la de menor índice de pobreza infantil según la UCA– no es tanta la carencia de alimento, pero el frío es el que manda y condiciona la rutina diaria.

“Las condicione­s climáticas de

2018 son mucho más duras que las habituales en los últimos años. Recién después de 12 años volvió a caer nieve fuerte. Siempre puede haber reclamos sobre el reparto de leña en los parajes de la línea sur, pero se intenta tener una presencia permanente”, dice Luis Di Giácomo, ministro de Gobierno de Río Negro.

La realidad de Nasa no escapa ni a las cifras ni a ese escenario de familias aisladas por las bajas temperatur­as y partidas por las distancias propias del sur. Los Anaya están instalados en el campo y hacen malabares para llegar a fin de mes. Su papá, Esmir, cría ovejas y chivas, y todavía se recupera de la enorme cantidad de animales que perdió con las cenizas del volcán Puyehue, en 2011. Hoy tiene 160, entre ambas especies. Y con eso viven. Su mamá, Marisol Escobar, es ama de casa y cobra la AUH. Su hermano Axel

(14) está estudiando el secundario en Ingeniero Jacobacci.

“Está fulero. Si comprás leña, no comprás mercadería y si comprás mercadería, no te vestís”, dice Marisol para intentar explicar las difíciles decisiones que tiene que tomar todos los días. Su lógica se maneja por prioridade­s.

Es viernes en la escuela, hacen

-15°C y Nasa está contento porque sabe que, después de dos semanas, hoy vuelve a su casa por dos días. Se levanta de su cama cucheta a las 7.30 y se viste con botas, bombachas de campo, un suéter y el guardapolv­os. Se lava la cara y los dientes en la bacha, cuelga la mochila en sus hombros y va para el comedor. Agarra una tostada y la moja en el mate cocido. Si pudiera pedir tres deseos, serían una pelota de River, útiles y una pistolita de agua. Sobre su futuro, ya decidió que quiere ser bombero. “Así salvo a la gente y a sus casas. También me gusta el traje”, dice riéndose hasta que los ojos se le achinan.

“En esta zona la gente siempre tiene algo para comer. Porque caza un guanaco, un avestruz o una liebre. Sí, están malnutrido­s porque acá es muy difícil conseguir frutas o verduras, o productos de estación. Tampoco hay muchos chicos obesos porque se ocupan de los animales y van a buscar leña”, explica Virginia Velazco, extensioni­sta rural de INTA Jacobacci.

En invierno las temperatur­as son negativas, la nieve cubre el campo, los caminos se tornan intransita­bles, el viento corta la cara, las cañerías y los paneles solares se congelan, y el hielo se cuela por cada rendija. El mayor desafío es mantener caliente las casas y cuidar las cabras y chivas, el principal ingreso de las familias.

Río Negro encabeza el ranking de la región en términos de pobreza infantil. Allí, los niños de hasta

17 años tienen la mayor privación de derechos en temas vinculados con la vivienda, la educación y la salud, entre otros. Le siguen Neuquén, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, en ese orden, pero sin diferencia­s significat­ivas.

Ojos de Agua es una localidad de 77.000 hectáreas, a 56 kilómetros al sudoeste de Ingeniero Jacobacci, y la única manera de llegar es a través de la ruta 6, todavía de ripio y en muy malas condicione­s. Comprende los parajes de Lipetrén Grande, Lipetrén Chico, Cerro Banderas, Pampa Alegre, Yuquiche y Futarruin.

Ahí viven 148 familias, que en su mayoría son mapuches y están desperdiga­das en el campo, donde el

96,88% de los hogares no tiene agua de red, baño exclusivo ni heladera. La casa de Nasa entra en esta categoría: no tiene gas, se calefaccio­na con una cocina de leña, carece de baño y en invierno solo cuenta con luz un par de horas, cuando funcionan los paneles solares. La vida de Nasa cambió por completo en marzo de este año cuando empezó la escuela. Ahí tiene electricid­ad, internet, televisión, baño completo y calefacció­n. “¿Cómo no voy a querer venir a la escuela si es más linda que la casa? Acá te bañás más calentito y tenés comida rica”, explica sin poder terminar de asimilar tanta asimetría.

El desgarro

Este nuevo bienestar contrasta, sin embargo, con todas las lágrimas que Nasa derramó por tener que separarse de sus padres para irse a vivir a la escuela. Empezó el colegio un año más tarde porque ni él ni su mamá soportaron el desgarro de tener que dejar de verse durante tantos días.

“No conocía a nadie y la primera vez que vine a la escuela lloré un montón. Extraño a mis papás y a los animales”, dice todavía afectado. Se tapa la cara con las manos para atrapar las lágrimas.

Silvia Namor, su docente, fue testigo de este proceso y lo ayudó a atravesarl­o. “Por la edad no lo podíamos anotar en primer grado, así que yo le meto pata para que alcance a los otros nenes y nivelarlos a todos. Ahora lee bárbaro”, dice Namor, que se encariñó tanto con Nasa que se convirtió en su madrina.

Este desarraigo es el mismo que sufren muchos de los chicos que viven en el campo por no tener una escuela cerca. En esos casos, sus padres tienen dos opciones: o construir una vivienda precaria en el pueblo y mantener dos casas o mandarlos a un colegio albergue.

“Es una realidad triste porque uno sabe que es obligatori­a la educación y los chicos sufren mucho cuando se separan de sus familias. Los auxiliares de turno son los que más los acompañan y los contienen”, explica Diana García, directora de la escuela.

Con Nasa, el problema era que su mamá tenía miedo de dejarlo solo y de que lo maltratara­n porque ella había tenido una mala experienci­a personal. A Marisol se le nubla la mirada cuando recrea los días tortuosos que pasó en la escuela albergue de Paso del Sapo, en Chubut, en donde terminó la primaria.

“Mis papás me mandaron ahí porque tampoco tenían movilidad. La viví muy mal. Todos te pegaban. Pasamos mucho hambre y frío. Comíamos la comida de los chanchos, teníamos piojos. Y no había derecho a nada”, explica Marisol.

Las primeras semanas de marzo, Nasa y su papá hablaban todos los días por radio –es el único medio de comunicaci­ón que tienen en su casa– a la noche para calmar la angustia y los miedos. “La repetidora no está funcionand­o y yo me tengo que subir a un cerro a 3000 metros de altura para poder hablar a través de un handy”, cuenta su papá.

Al mediodía los alumnos almuerzan sopa y canelones. Antes hacen una bendición. “A la tarde a veces salimos cuando no hace mucho frío por la nieve. Si no jugamos adentro o tenemos la hora de lectura. Después nos bañamos, cenamos y vamos a dormir”, explica Nasa, acostumbra­do a la rutina.

Pero hoy el día es distinto. A las 17, Santiago Cabañares, el comisionad­o de Ojos de Agua, llega con una camioneta para repartir a los alumnos en sus casas. Muchas veces, por cuestiones climáticas, los chicos se quedan más días en la escuela o en sus casas porque no pueden salir.

“El camino se pone muy intransita­ble con la nieve y el hielo. Las máquinas pasan de vez en cuando para despejarlo, pero es muy difícil”, explica Enrique Pedraza, también integrante de la Comisión de Fomento de Ojos de Agua.

El viaje a su casa tarda una hora porque hay que hacerlo con cuidado por el hielo, y parar a abrir y cerrar tranqueras. Nasa no para de hablar durante todo el trayecto, va señalando los animales que se cruzan, como los choiques o las liebres. “Hay que tener cuidado de no chocarlas y que se peguen al radiador”, dice divertido.

En medio de una alfombra blanca interminab­le, se divisa la casa de Nasa –la construyó su papá durante tres años porque “no queda otra, los albañiles no llegan ni locos”, aclara– hecha de ladrillos y techo de chapa. Tiene dos habitacion­es, un comedor y un cuartito en donde guardan la mercadería.

“Hola, mami. Hola, papi”, dice Nasa y se funde en un abrazo con ellos. La cocina de leña está prendida para calefaccio­nar el ambiente. Las habitacion­es están congeladas. Durante el invierno, Nasa duerme en el cuarto de sus padres. “En mi casa estamos calentitos, a veces”, confiesa Nasa.

Esmir se levanta todos los días a las 7 de la mañana para ir a controlar los animales a caballo, cambiarlos de lugar y darles de comer. “Vendemos la lana a fin de año y ahí hacemos la compra anual de mercadería”, agrega Esmir.

A Nasa le gusta la vida rural, andar a caballo con su papá, ayudar con las ovejas, cortar leña y cocinar. “Sé hacer estofado, bife y tallarines. Mi mamá a veces no puede prender el motor y yo se lo prendo. Si mi papá está mal, yo lo ayudo a cuidar los caballos. Para qué estar jugando, si ellos te agradecen un montón”, dice Nasa con inocencia.

En invierno si hay nevada o están muy congelados los caminos, se cancelan los traslados y las personas se quedan en sus casas, aisladas. Los papás de Nasa no tienen auto. Su única opción para ir al pueblo es pagar un remise o conseguir que alguien los lleve.

Cuando está en la escuela, Nasa es el primero en sumarse a los partidos de fútbol, se entretiene con juegos de mesa o mira alguna película. Pero en su casa está solo y no tiene con quién jugar. “Nasa me ayuda en todo, hace lo mismo que una persona grande. En donde ando yo, él también. Y si no lo saco a andar un rato a caballo para que no se aburra”, dice su papá. Con su mamá, le gusta jugar a las cartas. Nasa sabe que es importante ir a la escuela porque lo que está en juego es su futuro. Por eso hace el sacrificio de abandonar a los suyos y crecer de golpe. “Yo me esforcé por estudiar. Ya me sé los números hasta el 100”, dice.

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Fotos: micaela urdinez y javier corbalán Nasael y su familia se calefaccio­nan con una cocina de leña; él muchas veces ayuda a su papá a cortarla y llevarla a la casa
 ??  ?? La casa de Nasael, bajo la nieve
La casa de Nasael, bajo la nieve
 ??  ?? Los padres lo reciben con una comida especial: cordero a las brasas
Los padres lo reciben con una comida especial: cordero a las brasas

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