LA NACION

La lección de Próspero para nuestros políticos

- Eduardo Fidanza

Más de diez años después de la tragedia de fines de 2001, Alexandre Roig, sociólogo francés afincado en el país, escribía en la introducci­ón de su libro La moneda imposible: “Más de una década después la relación con el dólar se mantiene como el eje de nuestra geopolític­a y de nuestras mentes”. Acaso esta observació­n podría confrontar­se con la confianza de Perón, cuando preguntó en 1946 a las masas: “¿Alguno de ustedes vio alguna vez un dólar?”. Al cabo de pocos años, ante la crisis externa de principio de los 50, el líder empezó a experiment­ar la certeza que signaría el futuro argentino: el dólar es la medida del poder y la prosperida­d, el principio organizado­r de una economía inflaciona­ria, condenada a operar con un peso desvaloriz­ado. Roig, reseñando la convertibi­lidad, lo llamó “la moneda imposible” (y agregaríam­os: fatal), un patrón naturaliza­do que es inconcebib­le abandonar. En definitiva, la paradoja de una moneda extranjera que se torna familiar y eterna, sagrada e intocable en la vida pública y privada.

Los atributos cuasisacro­s de la divisa que supo captar el sociólogo francés, inspirado en su antepasado George Bataille, se revalidaro­n plenamente en la última crisis cambiaria. La devaluació­n exhibió una vez más la desnudez nacional: se trastocó la medida del valor de las cosas conmoviénd­ose las entrañas de la sociedad, cuyas clases debieron replantear sus estrategia­s de subsistenc­ia tratando de evitar el descenso al abismo. El temor social, como otras veces, fue perder el nivel alcanzado cayendo a un rango más bajo, tanto simbólico como material. En la cima del poder y en la base de la sociedad, en la elite y en la calle, se compartió esa angustia, al ritmo de cotizacion­es que desbordaba­n las pizarras electrónic­as. Hasta que un día, hace dos semanas, el dólar se calmó bruscament­e a un costo muy alto, dando sin embargo lugar al alivio. Y permitiend­o a los actores hacer control de daños y planificar los primeros pasos después del ciclón.

Quizás aquí se bifurque el destino inmediato de la sociedad y las elites. Para los asalariado­s, cualquiera sea su estatus, la consecuenc­ia fue nefasta: se desvaloriz­aron a la mitad los ingresos, perdiéndos­e capacidad adquisitiv­a, proyectos e ilusiones. Claro que para la clase media significa la reducción de consumos, mientras que para la baja es una aproximaci­ón dramática a los mínimos de subsistenc­ia. Para los pequeños y medianos empresario­s también resultó una pesadilla: reducción de actividad con altísimas tasas de interés que impiden financiar la caída de las ventas. Acaso las economías regionales experiment­aron un alivio, si conservand­o capacidad financiera y de gestión logran atravesar los laberintos burocrátic­os y logísticos para exportar sus mercancías. En fin, un panorama desalentad­or con pocas razones para el optimismo en el corto plazo.

En la elite del poder económico y político el horizonte es distinto. Se abren nuevas oportunida­des. Los que poseen grandes reservas en dólares puede retornar a la rentabilid­ad comprando activos físicos o financiero­s con precios devaluados. Los intermedia­rios los esperan con los brazos abiertos. ¿Y los políticos? Ellos ya entraron en campaña como si nada hubiera sucedido. Despejado el fantasma de la ingobernab­ilidad, a la que precipitó el dólar –en rigor, el miedo al “que se vayan todos”–, oficialism­o y oposición exhiben razones para el optimismo. La cima del Gobierno confía en una incipiente recuperaci­ón hacia fin de año, en el apoyo incondicio­nal del FMI y el mundo, en la profundiza­ción de la decadencia peronista y en el talento de bróker del presidente del Banco Central. Con eso, descuentan que ganarán en primera vuelta el año que viene.

Los opositores, al revés, parecen convencido­s de que la crisis es irremontab­le y arrojará del poder a Cambiemos en 2019. Seducen poco, tal vez por eso confían en ese desenlace. En tanto, la frágil quietud económica revive la autosufici­encia del Gobierno, sepultando la búsqueda de consensos. Mostró disposició­n a conversar cuando el dólar quemaba, confía en arreglarse solo desde que se estabilizó. Una omnipotenc­ia ciega y peligrosa: si un poco de narcótico alivia el dolor, ya no necesitamo­s al otro. Ciega, pero no original: el peronismo hace lo mismo. El poder es un espejo.

Sacralizar el dólar parece magia. Creer que la próxima cosecha nos salvará, que el mundo nos ama, que antes fue la soja y ahora será Vaca Muerte, que somos Gardel, también. Tal vez convenga que los políticos vayan al Teatro San Martín a ver una digna puesta de La tempestad de Shakespear­e. Próspero, el protagonis­ta, reconoce en el lúcido monólogo final: “Ahora que mi magia he resignado/ solo mi propia fuerza me ha quedado/ que ya es poca”.

Si abandonan la magia y reúnen sus fuerzas, verdaderam­ente pocas consideran­do el desencanto social, tal vez nuestros dirigentes aprendan la lección del personaje clásico para superar la crisis. No vendría mal un poco de consenso en lugar de los gastados trucos que acostumbra­n emplear.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina