LA NACION

El dedo en la llaga de Cambiemos

- Francisco Olivera

No es austeridad, es temor: los ocho principale­s candidatos a presidente de Brasil gastarán en las elecciones de este año, todos juntos, apenas un 45% de los fondos que el PT utilizó para una sola campaña, la de Dilma Rousseff, en los comicios de 2014. La cuenta, que incluye a Lula entre los postulante­s, está actualizad­a por inflación y surge de un relevamien­to publicado el miércoles por el diario Folha de S. Paulo y firmado por los periodista­s Gustavo Uribe y Marina Dias. La primera vuelta está prevista para el 7 de octubre. Lo proyectado por todas las fuerzas en fondos proselitis­tas no llega a 200 millones de reales (unos 54 millones de dólares). Un verdadero ajuste si se lo contrasta con el festival de hace cuatro años: 717 millones de reales que gastaron solo entre la expresiden­ta (438 millones) y Aécio Neves (279 millones), los dos principale­s postulante­s, según datos suministra­dos a ese diario por la Justicia Electoral brasileña.

Es solo uno de los tantos efectos institucio­nales del Lava Jato. Esa investigac­ión por sobornos y lavado, que empezó en 2014 y que ya acumula más de 90 condenas, provocó no solo prudencia entre empresario­s aportantes y políticos, sino modificaci­ones normativas que pretenden adaptarse a las nuevas inquietude­s y demandas sociales. Entre ellas, una ley nacional que les pone un límite de 70 millones de reales a cada candidato para la primera vuelta y 35 millones para la segunda. “Con eso no se compra ni un helado para un chico”, protestó el año pasado Torcuato Jardim, ministro de Justicia. Ya dos años antes, en 2015, el Supremo Tribunal Federal había declarado inconstitu­cional el financiami­ento de empresas a campañas políticas. Tal vez no hacía falta, porque el Lava Jato es ya una prohibició­n de hecho para la generosida­d empresaria­l. Incluso significó un alivio para muchas corporacio­nes que, en cada elección, se sentían obligadas a aportarles equitativa­mente a los candidatos para que ninguno con posibilida­des de ganar se ofendiera. ¿Qué compañía querría ahora seguir los pasos de JBS, el frigorífic­o de los hermanos Batista, sostén recurrente de las últimas campañas y multado después del Lava Jato en 3500 millones de dólares, la mayor penalidad de la historia en el mundo para casos de corrupción, sanción que lo llevó a desprender­se de muchos activos y a una muy complicada situación financiera?

Son actos reflejo típicos de una crisis de credibilid­ad. Que no solo tocó a Brasil. Chile, por ejemplo, aprobó el año pasado una ley de financiami­ento de campañas después de un escándalo por aportes de campaña que involucra a Sociedad Química y Minera (SQM), que es el productor de litio más grande del mundo y pertenecie­nte a Julio Ponce Lerou, yerno de Pinochet. Como el frigorífic­o de los hermanos Batista, SQM acostumbra­ba financiar a varios candidatos al mismo tiempo.

Este lento cambio de paradigma sorprende a la Argentina, envuelta en suspicacia­s similares. Aquí la investigac­ión se inició a partir de un trabajo del periodista Juan Amorín sobre la campaña de Cambiemos en la provincia de Buenos Aires y ensombrece también al resto de los partidos, la mayoría de los cuales han recurrido casi siempre a la misma modalidad recaudator­ia: listas de aportantes ficticios para justificar el financiami­ento real de campañas y fiscalizac­iones, que es en negro. “Solo el 10% de una campaña es blanco, pero en realidad hay tipos que ponen mucho y otros que no”, dijo a el presidente de una cámara la nacion empresaria­l de trato recurrente con políticos.

De todos modos, las diferencia­s con Brasil son todavía abrumadora­s. La Argentina sigue habituada no solo a costos bastante más altos –quienes trabajan en el tema afirman que una campaña presidenci­al no cuesta acá menos de 100 millones de dólares por candidato–, sino a prácticas que exceden los períodos electorale­s y que a veces se ejercen casi a la luz del día. Algunas de ellas han llegado incluso a provocar discusione­s por la herencia entre mandatos: no es descabella­do que un intendente bonaerense tenga que pagar un contrato de recolecció­n de residuos que, cuando se firmó, incluía oculto un sobrepreci­o como aporte de campaña para su antecesor. La política territoria­l confunde a veces flujo con stock.

Es cierto que la basura ha sido históricam­ente una metáfora de sostén municipal, con proveedore­s que, en algunos casos, han llegado a aportar entre 3 y 5% de su facturació­n mensual en períodos ordinarios, lejos de las elecciones. Pero las revelacion­es de estos días apuntan no solo más arriba, sino al corazón de las promesas de Cambiemos, que incluían transparen­tar la política. María Eugenia Vidal está golpeada porque ha sido parte troncal de esa simbología frente a fuerzas más desprestig­iadas por la opinión pública en la materia. El 18 de julio, día en que desplazó a María Fernanda Inza, la contadora general de la provincia, colaborado­res de la gobernador­a admitían estar frente al día más negro de esa gestión.

¿Cómo resolverlo sin pagar costos políticos? El dilema incluye aceptar equivocaci­ones propias y desterrar usos y costumbres en un ámbito en el que, como recomendab­a Nietzsche, muchos limpios han aprendido a lavarse con agua sucia. “Hay que dilucidar a través de la auditoría y de la Justicia qué fue lo que pasó o si hubo un error”, dijo el martes a la CNN la ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley. “Siempre fue un dibujo: el problema es que estos mean agua bendita”, graficó un peronista con varias campañas en el conurbano. Desde el PJ no logran entender cómo un hábito tan enquistado puede haber excluido el silencio o la complicida­d de dirigentes propios de Cambiemos. “No aporté ningún centavo a nadie”, dijo al diario La Capital Carlos Arroyo, intendente de Mar del Plata, apenas enterado de que integraba una lista. Arroyo no es opositor, pero no terminó nunca de digerir que, además de cuestionar­le el déficit municipal, desde La Plata enviaran a recorrer el distrito posibles candidatos a sucederlo, como Guillermo Montenegro o Franco Bagnato.

En la provincia confían en que pasará el mal momento, al que no le atribuyen por ahora daños electorale­s porque es mucho el tiempo que falta para octubre de 2019. En esta aparente tranquilid­ad subyacen dos convencimi­entos. El más elemental no es explícito: la escasa posibilida­d de que jueces argentinos avancen sobre el sistema político entero. Sería una implosión a la manera del Lava Jato. La segunda convicción sí se admite: el impacto de esta investigac­ión dependió en gran medida de la ausencia de bonanza económica, histórico velo de toda causa de corrupción local. Es la otra diferencia con Brasil, que recorrió el exacto camino inverso: la búsqueda de justicia lo llevó a la recesión. La historia dirá qué es mejor para un buen despegue: si una tormenta fuerte o la niebla persistent­e.

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