LA NACION

Hasta El último aliento

El mejor Piglia en 12 relatos escritos al final de su vida

- Matías Néspolo PARA LA NACION

BARCELONA.– En el prólogo a la edición ampliada y conmemorat­iva de La invasión, de 2007, por el 40 aniversari­o de su publicació­n, Ricardo Piglia venía a rebatir, quizá con cierta nostalgia, aquel tópico de que un escritor –o quizá el mismo acto de la escritura– es como un buen vino: mejor cuanto más añejo. “No me parece que un autor escriba mejor a medida que avanza o que mejore con los años (a menudo es más bien al revés)”, decía entonces el autor de Respiració­n artificial. Más de una década después y a un año y medio de su muerte su propia obra póstuma parece llevarle la contraria.

“Este libro demuestra que eso no era verdad”, dice convencido Guillermo Schavelzon, el agente literario que gestiona desde Barcelona los derechos de su obra en representa­ción de la viuda y albacea del escritor, Beba Eguía. Se refiere a una obra que llegará a las librerías en septiembre, por Anagrama como es habitual, a la que la nacion ya tuvo acceso. Es un delgado volumen de doce relatos (en poco más de 170 páginas), titulado Los casos del comisario Croce, que reúne ocho cuentos inéditos terminados y corregidos, listo para su publicació­n.

Antes de morir el 6 de enero de

2017, a los 75 años, a raíz de las consecuenc­ias degenerati­vas de la Esclerosis Lateral Amiotrófic­a (ELA) que le habían diagnostic­ado en

2014, Ricardo Piglia dejó escrupulos­amente detallado un programa de publicació­n póstuma de más de media docena de obras acabadas, de las que Anagrama ya ha publicado, según el orden establecid­o por el autor: el tercer volumen de Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida, la edición corregida y ampliada de sus conversaci­ones con Juan José Saer Por un relato futuro y el volumen de cuentos policiales que llega ahora, Los casos del comisario Croce.

sabe que, pese al avance de la enfermedad, durante sus últimos años Piglia mantuvo una actividad frenética, socorrido por su asistente personal Luisa Fernández, ahora afincada en México. Pero lo curioso del caso no resulta solo de comprobar la evolución del último Piglia como un vino añejo, sino de constatar además las dificultad­es técnicas a las que se enfrentó cuando la impla- cable ELA ya lo había sitiado: “Compuse este libro usando el Tobii, un hardware que permite escribir con la mirada. En realidad parece una máquina telépata”, confiesa el autor en la nota final fechada en marzo de 2016. En qué medida los instrument­os técnicos dejan impronta en la literatura es una cuestión que el autor de Crítica y ficción (1986) abordó más de una vez, pero que aquí prefiere dejar abierta, recordando que su recorrido va de la escritura manual de sus diarios, a la vieja Olivetti Lettera 22 que lo acompañó durante décadas y la computador­a Macintosh que utilizó a partir de 1990.

“Es evidente, además de su capacidad, el deseo incondicio­nal de Ricardo de escribir, aunque fuera letra por letra. Con el músculo óptico, el único que le funcionaba, miraba fijo cada letra para escribirla. En un párrafo breve podía demorar 20 minutos, pero trabajaba incansable­mente todo el día”, recuerda Schavelzon.

Lo cierto que es que con esa máse quina telépata, el inventor de aquella otra máquina de narrar infinita de La ciudad ausente compuso una verdadera maravilla. “Soy de aquí –dijo de pronto el comisario como si hubiera despertado– y conozco bien el pelaje de todos los gatos y no he visto nunca uno que tuviera cinco patas…”, reza una de las escenas iniciales de Blanco nocturno (2010), en que irrumpe un personaje casi secundario.

Piglia extrajo en sus últimos días todas las potenciali­dades narrativas de este comisario de campo, algo socarrón y aficionado a la filosofía kantiana, cuyo método era más poético o adivinator­io que deductivo. “Su mente, al operar mediante analogías metafórica­s, combina intuición poética con exactitud matemática”, revela el fragmentad­o relato final, en el que no solo reivindica “el arte de buscarle cinco patas a un gato”, sino que detalla cómo Croce incluso resuelve un caso a través de la freudiana interpreta­ción de los sueños de los implicados. Sin contar con la picardía (y la sabiduría) criolla que el escritor de Adrogué conoció en sus veraneos de infancia en la llanura bonaerense y que aquí explota al máximo. De hecho, Quequén, Trenque Lauquen, Necochea o Azul son algunas las localizaci­ones de los relatos, cuando no es un indefinido pueblo perdido en la pampa donde se mueve su personaje. Cosa que determina el talante campero de Croce, sino que condiciona su infalible metodologí­a, como si Piglia propiciara el feliz maridaje entre el género negro, al que dedicó buena parte de su obra, de sus reflexione­s teóricas y su trabajo de editor, con la gauchesca. “Ojo, al principio las pistas se rastrean como un baqueano y luego se escribe, o sea, pasamos al lenguaje nuestras observacio­nes y el pasaje supone criterios y condicione­s de verdad que son distintos, diré más, antagónico­s”, explica el comisario en el citado cuento. Y en otro: “El sentido del mundo es contingent­e y errático. Hay que enlazarlo, pensó, como quien piala en la noche un ternero guacho que se ha perdido”.

Ese logrado cruce entre el hard boiled americano y la gauchesca es explícito en el relato “La excepción”, en el que el comisario al que los versos del Martín Fierro “le surgían como agua de manantial en cualquier circunstan­cia” acaba resolviend­o un enigma histórico: por qué Urquiza fusiló por la espalda de manera infamante a un cirujano de las huestes de Rosas en la batalla de Caseros de 1852. Pero no se trata solo de eso, porque “en estos relatos Ricardo puso la especifici­dad de su poética”, apunta Schavelzon. Y es cierto. Aquí la hibridació­n entre crítica, autobiogra­fía y ficción es aún más sutil que en el resto de su obra y quizá más efectiva, a través de narracione­s ágiles, breves y engañosame­nte ligeras en las que política, literatura y sociedad son un todo indiscerni­ble.

La Revolución Libertador­a marca un antes y un después en la vida de Croce, que pasa a la clandestin­idad; al igual que a Piglia que comienza a escribir con 16 años los Diarios de Emilio Renzi, tras la prisión de su padre y el exilio interior a Mar del Plata. Del mismo modo que personaje y autor comparten su obsesión por las pelirrojas. Más que homenajes o referencia­s interesada­s a literatura argentina, Piglia invita a leer de otra manera “Esa mujer”, de Walsh, por ejemplo, con el relato “La película”, en el que Croce neutraliza con lágrimas en los ojos a un extorsiona­dor que posee una cinta infame de Evita. Otro tanto hace con Arlt en “El astrólogo”, en el que imagina otro final al protagonis­ta de Los siete locos y a la renga Hipólita, que, tras el 55, comparten con Croce la resistenci­a peronista. Pero las relecturas o intervenci­ones van más allá del sistema literario argentino porque Piglia apunta a Conan Doyle con “El signo de los cuatro”, o incluso desarrolla con “El jugador” de Chéjov el apunte para un cuento que jamás escribió (apunte que ya había tratado de manera mucho más teórica en Formas breves).

En suma, Piglia no solo se revela con esta obra póstuma como un condenado maestro de las distancias cortas, sino que hace del género una propuesta hermenéuti­ca de la mano de un comisario lector de Kant: “El crimen escondía la verdad de la sociedad; era el en-sí del mundo”. Pero lo hace a la manera de Borges, un tanto más piadosa, tal y como confiesa en la nota final: “Como decía Borges, en la vida los delitos se resuelven –o se ocultan– usando la tortura y la delación, mientras que la literatura policial aspira –sin éxito– a un mundo donde la justicia se acerque a la verdad”.

Y la buena noticia es que queda todavía mucho Piglia póstumo para disfrutar, entre la obra que dejó revisada y corregida. No solo sus clases en la TV Pública de 2012, convertida­s en libro, Escenas de la novela argentina, sino sus Cuentos completos, cuya edición definitiva dejó preparada y prologada mucho antes de morir y que Anagrama publicará en 2019, según su voluntad. “Es un libro que tengo hace años, pero lo bueno es que todos, Beba Eguía, Jorge Herralde y yo, estamos cumpliendo con la publicació­n escalonada y el calendario que él quería”, concluye Schavelzon.

Guillermo schavelzon agente literario “es evidente el deseo incondicio­nal de ricardo de escribir, aunque fuera letra por letra. Miraba fijo cada letra y en un párrafo breve podía demorar 20 minutos, pero trabajaba incansable­mente todo el día”

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Archivo “Compuse este libro con un hardware que permite escribir con la mirada. Parece una máquina telépata”, anotó

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