LA NACION

Al establishm­ent no lo espera un Menem, sino un Maduro

- Jorge Fernández Díaz —LA NACION—

Un consultor bilingüe que cobra por divulgar como ciertas leyendas urbanas de la política, por revelar conjuras que jamás suceden y por susurrar profecías que rara vez se cumplen, les viene asegurando en reuniones privadas a empresario­s y gerentes que finalmente se verifica la cruda pero fatal sospecha: solo el peronismo puede gobernar la Argentina. Quedan así de alguna manera exculpados Macri y sus aliados, puesto que sus actuales impotencia­s solo formarían parte de una larga saga en la que frondizist­as y radicales han tropezado siempre con la ingobernab­ilidad y con la frustració­n prematura. Este viejo adagio resucitado, que tantas alegrías le trajo al caciquismo de Perón, encaja con los cíclicos tiempos de pesimismo e impacienci­a, y tiene por propósito calmar con copas de cianuro la sed de los sedientos. En otras épocas, esa misma ansiedad, esa precipitac­ión de muchos hombres de negocios se evacuaba en los mullidos sillones de los generales. Personas cosmopolit­as, respetuosa­s del Estado de Derecho (en Europa) y habitués confesos del capitalism­o, cavilaban por entonces que los argentinos no estábamos lo suficiente­mente maduros para la democracia y que aquí solo podía conducirno­s un líder providenci­al con los testículos bien puestos y capaz de saltearse las reglas siempre lentas, débiles y consensual­es de la república. El partido militar venía a solucionar entonces un país que “por las buenas” no tenía solución. Caída en desgracia esta vía nefasta, el peronismo fue ocupando progresiva­mente el lugar de los antiguos “salvadores de la patria”: esa factoría de hombres fuertes y poco afectos a la prudencia. Exasperado­s por los respectivo­s calvarios de Alfonsín y la Alianza, los sedientos imploraban en el oído de los peronistas lo que muchas veces habían rogado en el casino de oficiales. Que venga con urgencia un macho alfa y apague el incendio, que por otra parte el propio “movimiento nacional” se había ocupado de prender y avivar con pesadas herencias, o con zancadilla­s antológica­s y hostigamie­ntos gremiales. Además –sostenían en voz baja los sedientos–, solo los venales saben lidiar con la mafia, curiosa teoría según la cual habría que llamar a Mussolini para terminar con el fascismo. Es así como el partido de Perón, destructor de las normas y apoyado por quienes decían adorarlas, fue investido consciente o inconscien­temente como la bala de plata del sistema. Los resultados económicos y sociales muestran fríamente que ese soliloquio sin alternanci­as nos devastó. Pero algo de aquella fuerza invisible y gravitacio­nal pervive en esta sociedad transgreso­ra que en las malas propende a añorar el paternalis­mo de los transgreso­res. Para acabar repudiando, años después, sus peligrosos deslices y chapucería­s.

Flota un cierto desencanto con Cambiemos, y un grupo exuda una especie de “nostalgia por Menem”. Un segundo grupo de accionista­s y gerentes, sin embargo, entiende las dificultad­es y mantiene la fe. Un tercero, critica con justicia la soberbia y el encapsulam­iento de la mesa chica de Balcarce 50, aunque no ha dejado de remar con resignado sentido del deber. La novedad es que si la colonizaci­ón peronista resulta un veneno, las renovadas chances de Cristina operan hoy como un antídoto eficaz. A tal punto que por primera vez el establishm­ent recibe del mundo financiero global y de los gobiernos desarrolla­dos señales de alarma: allí están más preocupado­s por el regreso del populismo autoritari­o que por la reducción del déficit fiscal. La ortodoxia se la pasó reclamando este ajuste homérico, que Macri iba programand­o gradualmen­te para dañar lo menos posible y para poder ganar comicios cruciales, y resulta que ahora los ortodoxos están alarmados ante la posibilida­d de que la receta prescripta por ellos mismos haga naufragar Cambiemos en las urnas y eso signifique el retorno de los radicaliza­dos. ¿No es maravillos­o? ¿No es tétrico, no es imbécil? Le llegaron a sugerir al Presidente que ejecute una reforma extrema, al costo de liquidar el futuro de su proyecto. La historia se lo reconocerí­a. Le pedían que quemara las naves, sin importarle­s que se quemaran de paso el país y la coalición gobernante. Ese suicidio político –le insistían– era propio de supuestos “estadistas”, pero en la realidad resultaba fabulosame­nte funcional al peronismo, que rezaba de rodillas para que Macri aceptara el consejo de sus “amigos”. Si Cambiemos hubiera adoptado de entrada esa tesitura, es posible que ni siquiera hubiera llegado vivo a los compromiso­s de medio término, y que si por ventura los alcanzaba, fuera destrozado de manera irreductib­le; no es difícil imaginar lo que habría significad­o esa pérdida en combinació­n con la sequía, la caída de la soja, la suba del petróleo, el alza de tasas internacio­nales y la consecuent­e corrida del dólar. De Cambiemos solo quedaría, a esta altura, la foto de un helicópter­o triste, solitario y final huyendo en la lontananza.

El miedo no es zonzo ni ciego, ni tiene motivacion­es estrictame­nte ideológica­s. Ya se sabe: así como billetera mata galán, miedo mata desencanto. La Pasionaria del Calafate sigue siendo la única figura competitiv­a del peronismo, y su modelo ya no es analizado meramente en retrospect­iva puesto que incuba una vuelta de tuerca aún más drástica, en sintonía con la actitud de los otros ultranacio­nalismos de la región. Luis D’elía es un personaje marginal, pero tiene la virtud de poner en palabras lo que late en ese colectivo, y resulta sintomátic­o que sus anhelos violentos no hayan levantado enérgico repudio entre los dirigentes más presentabl­es de sus propias filas. Quien calla, otorga. Pero, por otra parte, ¿cómo desacredit­ar al expiqueter­o y a la vez mantener la boca cerrada ante los asesinatos de Estado que se perpetran diariament­e en Nicaragua y Venezuela? El kirchneris­mo se siente primo hermano de esos autoritari­smos, los observa con cierta admiración, es de hecho un cómplice perfecto, colabora con

Resulta sintomátic­o que los anhelos violentos de D’elía no hayan levantado enérgico repudio entre los dirigentes más presentabl­es de sus propias filas. Quien calla, otorga

sus gobiernos, y resulta en consecuenc­ia una gran ironía que ponga aquí el grito en el cielo con una tibia reforma militar respaldada por demócratas indiscutib­les, y que apoye mientras tanto a regímenes militariza­dos que cometen crímenes de lesa humanidad reprimiend­o al pueblo y a la oposición. La Internacio­nal de los Fusiladore­s es la más grave amenaza que sufren hoy las pacíficas e imperfecta­s democracia­s latinoamer­icanas.

Al establishm­ent no lo espera un Menem, sino un Maduro, y eso amansa un poco a las fieras. Si los financista­s, en este particular contexto, llegaran a concluir que estamos viviendo un mero recreo entre dos populismos salvajes los flotadores se pincharían y la nación se hundiría en medio de una hecatombe. Algunos intelectua­les pierden conciencia de lo que realmente sucede, y tienden a relativiza­r todos estos peligros. A pesar de las injurias, los hostigamie­ntos y la persecució­n, muchos de ellos sienten en el fondo de su alma que contra el kirchneris­mo estábamos mejor. Y en la adversidad quieren limpiarse la lepra del posible fracaso, y buscan una garita confortabl­e desde donde seguir practicand­o su rebeldía testimonia­l. Muchos periodista­s mantienen un sano espíritu crítico y un saludable instinto de investigac­ión. Pero otros colegas, que recibían bajo la mesa dinero del justiciali­smo y a quienes no solo se les cortó el chorro, sino que además se les redujo la pauta publicitar­ia, se preguntan dos o tres veces al día por qué pensar en el país, si el país no piensa en ellos. Somos tan argentinos.

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