LA NACION

1. Horacio. “Es como estar en un campamento en la ciudad”

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“Vení, vení, sentate acá”, dice Horacio, y ofrece un espacio en su colchón. Antes de contar su historia, se toma el tiempo para terminar de limpiar con un pequeño trapo las zapatillas rosas de Alma, su hija de tres años. Lo hace con gran destreza y las zapatillit­as, que combinan con la campera y el buzo de la niña, en segundos quedan como nuevas. Es mediodía y el padre está a punto de empezar su jornada laboral.

Horacio es cartonero, tiene 25 años, y desde hace diez duerme a la intemperie. No lo hace todas las noches: tres o cuatro días seguidos los duerme en la calle, junta plata, y luego regresa al lugar que alquila en Ezeiza junto a su familia. Ahí se queda durante una semana o hasta que se le acabe el dinero. Y entonces vuelve a salir. “Es como un campamento en la ciudad”, dice. En Capital, explica, la actividad de reciclaje rinde mucho más, mientras que en el conurbano solo se consiguen changas.

No es el único que recurre a esa estrategia de desplazami­ento temporal. Junto a su colchón, hay acomodados en fila otros tres, a los pies de un enorme edificio en la esquina de la avenida Hipólito Yrigoyen y Santiago del Estero, en el barrio de Monserrat. En el último colchón, cubierto por una manta, asoma el pelo de una mujer que duerme.

“Somos tres familias. Salimos a cartonear a la mañana y a la noche venimos acá –cuenta Horacio–. Cartoneo en Congreso, Avenida de Mayo, 9 de Julio, por todos lados. Hay gente que ya nos conoce y nos guarda el cartón y el papel”. En un buen día de trabajo, dice, puede juntar 1000 pesos.

Su mujer y sus hijas suelen quedarse en Ezeiza, donde las chicas asisten al colegio. Pero durante las vacaciones de invierno, la familia entera se mudó a la Capital para colaborar. “En la calle hay demasiada gente cartoneand­o. Muchas familias. Muchas”.

El campamento donde duermen es precario. Además de los colchones y las mantas, hay un par de carros estacionad­os a los costados con los enormes bolsones que usan los cartoneros. Y no mucho más. Pero Horacio precisa que tienen “ollita, cubiertos, bandeja, platos...”, todo lo necesario para cocinarse. Las mantas las traen desde su hogar, y asegura que a pesar de las bajísimas temperatur­as del invierno, hasta el momento, no pasaron frío: “Estamos todos abrigados, emponchado­s, acolchados”.

Como trabajan en la zona desde hace mucho, los vecinos los conocen y los ayudan: “Pasa el BAP [por Buenos Aires Presente, el equipo porteño de atención social a personas en situación de calle] y también mucha gente que sale a repartir comida, que es gente que no lo hace por obligación, sino porque son buenas personas. Vienen con té, mate cocido, a cualquier hora”.

Con los años también llegó el respeto. Aunque la calle es un espacio que puede ser hostil, Horacio jura que nadie los molesta ni les roba los colchones, que deja parados contra la pared cada vez que vuelve a Ezeiza: “Nosotros acá y ellos allá, en su mundo. Gracias a Dios nunca tuvimos ningún problema”.

“En la calle hay demasiada gente cartoneand­o; muchas familias”

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