LA NACION

¿Y si volvemos a tratarnos bien?

- Sebastián Fest

Acasi todos nos pasó. Éramos unos nenes encantador­es, inocentes, alegres, sonrientes y despreocup­ados, pero había llegado el momento de cambiar: debíamos volvernos “malos”, o, al menos, aparentar que lo éramos y así sobrevivir en el camino que se abría. Quién hubiera dicho que se llegaría a una época en la que esos meses del salto de la niñez a la preadolesc­encia se convertirí­an en un estado permanente de la sociedad. Hoy todos necesitamo­s ser “malos” para ganarnos un respeto social que se mide en likes. Son momentos fugaces de seudoplace­r, una adicción que puede terminar siendo un problema de salud pública. Bien en el fondo, todos sabemos que, con demasiada frecuencia (la mayoría de las veces, en realidad), no tenemos nada interesant­e para decir, pero casi siempre sucumbimos a la necesidad de decir algo. Se trata de hablar para existir, y para hablar hoy hay que tuitear, facebookea­r y/o instagrame­ar. Solo así llegarán los likes, aunque en el camino surja otro problema: casi todos hacen lo mismo, casi todos hablan, comentan u opinan de más. La competenci­a es así feroz, y para asomar la cabeza en ese mar embravecid­o de likes a la espera de dueño lo que hay que hacer es subir los decibeles, plotear lo que pensamos, retorcer todo. Exagerar, porque tememos que lo que decimos no sea escuchado. Les pasa incluso a los medios de comunicaci­ón. Tememos no existir. Por algo será que Justin Rosenstein, el inventor del like, borró de su teléfono celular Facebook y Snapchat. “Es adictivo. Vivimos distraídos todo el tiempo”.

La búsqueda permanente del like, ya sea por la positiva o la negativa, altera el día a día de la sociedad. De Tyler Brulè, editor de Monocle, se pueden decir muchas cosas. Una, que su revista es fantástica. Otra, que nadie allí parece conocer la pobreza, ni siquiera la dificultad para llegar a fin de mes. Pero acierta Brulè en su última edición cuando propone “relajarse y aprender el arte de perdonar”. Y añade: “Si la vida en las ciudades no era lo suficiente­mente dura ya de por sí, la cultura de la condena pública convierte simples errores humanos o problemas técnicos en confrontac­iones que elevan las tensiones y distraen recursos de lo que verdaderam­ente importa”.

Sí, somos malos al nivel de un preadolesc­ente. Nadie perdona a nadie, nadie acepta el error. En el otro, claro, porque cuando el error es propio somos mucho más indulgente­s. Así es como se impone el ruido sobre la sustancia. A Marcos Peña, que obviamente comete decenas de errores, le dicen “chanta” en Twitter, y no es la crítica del ciudadano anónimo, sino de bien formados y prestigios­os economista­s como José Luis Espert. ¿Qué pasa cuando Jorge Lanata combina revelacion­es de impacto con derrapes verbales épicos? Gana el ruido y pierden la sustancia y el periodismo. ¿Qué quiere decir que a Lilita Carrió le digan “loca” y “gorda”, pero nadie le endilgue un “chorra”? Tendrá quizá que ver con la necesidad de hacer ruido, porque en este caso no hay mucho más para ofrecer por parte de sus antagonist­as políticos. ¿Por qué el diputado Fernando Iglesias genera escozor incluso entre aquellos que coinciden al ciento por ciento con su pensamient­o? Porque su excesivo ruido para ganarse el like cansa. ¿Por qué si pedimos un café en un bar, el mozo o la moza que llegaron de Colombia o Venezuela nos lo alcanzan con una sonrisa y un comentario en tono agradable y el o la local

¿Qué pasa cuando Jorge Lanata combina revelacion­es de impacto con derrapes verbales épicos?

parecen, demasiadas veces, odiar estar ahí? Quizá porque los inmigrante­s buscan el like por la positiva, antes que por la negativa. ¿Por qué la selección argentina no les dedicó –salvo Lionel Messi y, en un momento puntual, los jugadores suplentes– ni una sonrisa o saludo en persona a los hinchas que cruzaron el mundo para verlos en Rusia? La modesta teoría del like es pura impotencia para explicar este caso.

Todo cambiaría bastante si nos atuviéramo­s a esa noble máxima de tratar al otro como nos gustaría que nos trataran a nosotros. Esto no aplica, claro, para Luis D’elía, ese inclasific­able integrante de la escena pública que pide fusilar al presidente Mauricio Macri en la Plaza de Mayo. Demasiados problemas tiene y tendrá D’elía con la Justicia como para seguir buscando likes. Pero en eso está, también él. Con D’elía no hay esperanza (tampoco con Donald Trump), pero quizá llegue el día en que una muy sencilla idea tenga el eco suficiente entre los argentinos: ¿y si volvemos a tratarnos bien?

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