LA NACION

La noche que un huracán amenazó nuestra postal familiar en el Caribe El día después de mañana

- Por Susana Gutsztat

La “postal Caribe” de aguas serenas, cielo azul, palmeras en la arena, gente despreocup­ada y diversión en continuado duró poco. Apenas tres días de los siete que teníamos planeados desde hacía un año. Culpa de María, que no es mujer alguna sino un huracán. Me entero de que los huracanes tienen nombre: se alterna el género y es por orden alfabético. Vamos por la M.

El viaje en familia, ese que se hace una vez en la vida para estar todos juntos (abuelos, hijos, nietos), hoy, 20 de septiembre de 2017, está atravesado por este fenómeno. María nos acecha, está cerca y puede ser destructiv­a. Sabemos que ya pasó por Puerto Rico y que los huracanes de hace unos días –Irma y José– provocaron estragos en varias islas. Acá, en Punta Cana, nunca habían experiment­ado la furia de un huracán. Hasta esta semana.

Ayer fue raro, porque ya estábamos advertidos por las noticias, pero en el hotel todo parecía funcionar normal: los turistas en la playa y en las piscinas, tomando sol, chapoteand­o o jugando, mientras la música estridente y las bebidas sin límite transforma­ban a algunos en seres descontrol­ados. En la terraza, un cocinero hizo el show de la paella y todos degustamos. Después hubo danza y un sinfín de entretenim­ientos. Sin embargo, en el ambiente se percibía cierto temor.

Nosotros somos parte de la escena gozosa de vacaciones, pero a la vez estamos un poco inquietos, pendientes de la televisión y los sitios de internet que informan el clima. Y notamos que algo ocurre. Primer indicio: los turistas canadiense­s desapareci­eron, nos enteramos de que fueron “evacuados” por sus guías.

Luego hay un alerta oficial. Se ve al staff del hotel tomar muchas precaucion­es: retiran las reposeras de la playa, las que están en el solarium las hunden en las piscinas, atan con sogas las farolas y algunas esculturas, sacan las pantallas, despejan balcones y galerías… eso sí, todo lo hacen con calma y sin levantar la voz.

Al mediodía se pone en marcha un protocolo. Hay que “refugiarse” en las habitacion­es hasta nuevo aviso. Y aquí estamos: presos, como enjaulados, aunque bien provistos. Nos trajeron galletitas, papas fritas, sándwiches. Juguitos, bananas, sándwiches. Yogur, cereales, sándwiches…

Para esta noche y la madrugada siguiente se prevén lluvias copiosas y vientos. No sabemos el grado de violencia que la tormenta tendrá, pero cuando es nocturna la incertidum­bre es más dramática.

Estamos todos juntos, los nueve de la familia, esperando el diluvio. En realidad, tenemos asignadas tres habitacion­es, pero nos amuchamos en una para jugar, cantar, actuar, hacer picnic sobre las camas, inventar pronóstico­s.

A través de los amplios ventanales, que no tienen postigos, miro las palmeras resignarse a los latigazos del viento. Eso me atemoriza un poco porque en la tele muestran a la gente de poblacione­s vecinas bloquear puertas y ventanas con tablones y chapas. En este edificio solo hay vidrios sin protección y galerías abiertas. No hay donde escaparse, así que nos quedamos.

Por ahora las paredes parecen sólidas, ojalá aguanten y no estallen los vidrios y no se inunde y el viernes que salga el sol. Porque el sábado nos vamos. Si no cancelan los vuelos. Si Punta Cana resiste al huracán.

Pasada la medianoche algunos desobedien­tes deambulan por los pasillos o se asoman desde los balcones aferrados a las barandas para no levantar vuelo. También los niños entran y salen, van contando los árboles que se desploman. La lluvia es intensa, las plantas se agitan por el vendaval y las hojas de las palmeras que aún se sostienen flamean como banderas. La furia del tiempo dicta nuestro destino.

Por fin amanece. Estamos saturados de lluvia, de sándwiches. Escucho ruidos, salgo a ver qué pasa. El pasillo está inundado, lleno de hojas y ramas. Ahora el viento empuja el agua hacia adentro de las galerías mientras los huéspedes tratan de sacarla con un trapeador, tal vez para colaborar o porque ya no aguantan la inmovilida­d y el encierro.

Pasan las horas, la tormenta persiste aún con fuertes ráfagas. Al mediodía, muy de a poco, empieza a aplacarse. A pesar de que sigue lloviendo, podemos salir de los cuartos. ¡Bien! Porque ya no queremos más sándwiches. Alguien dice que María fue más anuncios que otra cosa. Sin embargo, ha dejado algunos destrozos: se ven tejas voladas, árboles caídos, jardines arruinados, las palapas destruidas.

Los ejércitos de empleados comienzan a poner orden. Los huéspedes, aun con lluvia, queremos liberarnos de protocolos, continuar lo que vinimos a hacer. Dado que la playa está clausurada vamos directo a la pileta, nos zambullimo­s con ganas o nos acomodamos en las reposeras y cuando el aguacero es más intenso corremos con todos los bártulos a refugiarno­s bajo cualquier techo. Por momentos, se filtra un mínimo rayo de sol que nos hace ilusionar, pero después regresa el temporal y así hasta que, pasado otro día, Punta Cana vuelve a ser la postal optimista que nos vendieron, justo cuando nos tenemos que ir.

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