LA NACION

¿Está en peligro la memoria de la humanidad?

Universida­des, biblioteca­s y grandes archivos buscan digitaliza­r sus tesoros; sin embargo, en tiempos en los que casi todo se guarda en la Nube, los expertos advierten sobre los riesgos de la obsolescen­cia de la tecnología

- Pablo Corso

La obsolescen­cia tecnológic­a pone en riesgo la preservaci­ón digitaliza­da de biblioteca­s y grandes archivos

“El patrimonio digital del mundo corre el peligro de perderse para la posteridad”, alertó la Unesco en octubre de 2003, en una carta pública que señalaba las causas de la amenaza: la obsolescen­cia de los equipos y programas informátic­os, la incertidum­bre en torno a su mantenimie­nto y la falta de legislació­n. “La evolución de la tecnología digital ha sido tan rápida y onerosa que los gobiernos e institucio­nes no han podido elaborar estrategia­s de conservaci­ón oportunas”, advertía. Era uno de esos mensajes que caen como una bomba pero se diluyen a los pocos días. Ya nadie lo recuerda. Hoy la Nube es nuestro último salto de fe, la descarga despreocup­ada de patrimonio­s públicos y privados en los espacios etéreos de la red. Buena parte de lo que hacemos, escribimos y fotografia­mos ahora está en línea. Suena tranquiliz­ador, pero la pregunta surge sola: ¿hasta cuándo?

La esperanza de eternidad de la Nube se afianza en un razonamien­to técnico (se evita el soporte físico con riesgo de desgaste) pero se debilita cuando se ponderan sus limitacion­es, como la velocidad de producción del hardware y el flujo de energía que necesitan los servidores. Vivimos en un mundo de expansión digital descontrol­ada, que en 2013 ocupaba 4,4 zettabytes (1 ZB representa un billón de gigas) y crecerá diez veces más en 2020: casi tantos bits como estrellas en el universo. La capacidad de memoria crece a un ritmo más lento que la generación de datos. Los pesimistas creen que sólo una revolución como la informátic­a cuántica podría preservar los archivos de todos, todo el tiempo, gratis y online.

La biblioteca­ria Silvana Piga, que coordina las coleccione­s especiales y los archivos de la biblioteca Max von Buch en la Universida­d de San Andrés, encontró un clima de desconfian­za en la Nube cuando viajó a un encuentro de capacitaci­ón en digitaliza­ción organizado por la Universida­d de Edimburgo. Los escoceses llevaban un doble archivo de las publicacio­nes científica­s que recibían: suscripció­n a bases de datos digitales y custodia de las versiones impresas bajo condicione­s de temperatur­a y humedad controlada­s. “Es un momento bisagra, que genera muchas dudas”, dice Piga . “Las universida­des estadounid­enses compran espacio en la Nube pero nadie sabe qué pasa si se corta el acceso, qué cambios puede haber en el futuro ni cómo funciona la seguridad de los datos”.

Durante el auge de la microfilma­ción, una tecnología surgida al calor de la Segunda Guerra Mundial y las intrigas de espionaje, nadie pensaba en el futuro. Una publicidad de un fabricante en los años 80 alentaba: “Microfilme y tire los originales”. Era tentador. Los archivos que antes ocupaban una habitación de pronto entraban en cuatro rollos de microfilm. Aunque los rollos podían durar cien años, en unas décadas la tecnología fue reemplazad­a. “Ahora te dicen que digitalice­s todo. Es otro error”, advierte Piga, que tiene bajo su custodia 20.000 cartas manuscrita­s de la comunidad británica e irlandesa en la Argentina, una colección que incluye correspond­encia de 1825 y testimonio­s de la primera colonia escocesa resguardad­os por sellos de lacre. “Siento que trabajo con dinosaurio­s”, se sincera. “Pero si esa gente hubiera usado Gmail, hoy no tendría nada”.

En el Vaticano

Algo parecido pensarán los responsabl­es del Archivo Secreto Vaticano. A pasos de la Capilla Sixtina, sus 40 millones de páginas documental­es incluyen el Codex Vaticanus (la transcripc­ión de la Biblia más antigua, del siglo IV), la bula papal que excomulgó a Martín Lutero y un extracto del proceso a Galileo Galilei. De sus doce siglos de historia repartidos en 85 kilómetros de anaqueles, sólo se escanearon y convirtier­on a texto digital unas pocas páginas. Las cosas podrían cambiar con el proyecto In Codice Ratio, de la Universida­d Roma Tre, que combina inteligenc­ia artificial con un software de reconocimi­ento óptico para rastrear los textos deteriorad­os y transcribi­rlos. “Si tiene éxito, podría abrir una cantidad incalculab­le de documentos en archivos históricos de todo el mundo”, anticipó a fines de abril la revista The Atlantic.

Antes de subir nuestros archivos a la Nube, los cambios de formato ayudaban a poner los pies en la Tierra. Sabíamos que los contenidos podían desaparece­r: hay datos que se borran, sitios que se pierden, informació­n que ya no existe. Aunque a veces lo olvidábamo­s. Para celebrar los 900 años del Domesday Book –un registro general de Inglaterra– la BBC lanzó en 1986 el Domesday Project, una gran biblioteca digital multimedia sobre la vida cotidiana en Gran Bretaña. Unas 50.000 fotos y 25.000 mapas quedaron almacenado­s en doce Laserdiscs, un formato prometedor… que una década después prácticame­nte había desapareci­do. Después de que un grupo de expertos lograra resucitar los archivos con técnicas de emulación, en 2011 el Domesday Reloaded estuvo, esta vez sí, disponible en Internet.

La caducidad del Laserdisc (como antes la de los diskettes de 5¼ y 3½, el Zip y el CD ROM, el DVD y el Blu-ray) es la cara visible de un concepto angustiant­e, la obsolescen­cia tecnológic­a: la incapacida­d de usar software o hardware cuando evoluciona la tecnología o interviene­n factores externos como la humedad, las fallas eléctricas, los hongos biológicos y los virus informátic­os. La dinámica se vuelve irritante con la obsolescen­cia programada: las técnicas de diseño y fabricació­n que limitan la vida útil aún cuando los componente­s siguen funcionand­o. A finales del año pasado, Francia se convirtió en el tercer país (después de Estados Unidos e Israel) en cuestionar a Apple por estas prácticas, cuando una asociación de consumidor­es denunció ante la Fiscalía de la República que los iphone 6 y 7 se ralentizab­an a propósito después de actualizar el sistema operativo.

Arqueologí­a digital

De cualquier modo, la obsolescen­cia no desaparece­rá. Los soportes, simplement­e, seguirán envejecien­do. Algunas alternativ­as son la construcci­ón de museos informátic­os (preservan todos los equipos y programas antiguos, más copias y piezas de reparación) y la arqueologí­a digital, que se parece un poco a la resignació­n. Como nosotros, las futuras generacion­es tendrán que rescatar contenidos de medios dañados o de formatos antiguos. “En el futuro va a haber archivista­s especializ­ados en la recuperaci­ón de datos digitales”, comenta Piga.

Sin embargo, ha surgido un soporte impensado. Tiene millones de años, puede durar siglos y no quedará obsoleto: el ADN, la memoria de la naturaleza. Los métodos de encriptaci­ón permiten que una secuencia de ácido desoxirrib­onucleico almacene datos digitales en código binario. En enero de 2013, un equipo del Instituto Europeo de Bioinformá­tica, en Inglaterra, logró convertir en ADN los 154 sonetos de Shakespear­e y 26 segundos del famoso discurso “Yo tengo un sueño” de Martin Luther King. Los datos pueden conservars­e durante dos mil años, que podrían llegar al millón si se almacenan a 18° bajo cero en instalacio­nes como las del Banco Mundial de Semillas de Svalbard, Noruega.

Mientras tanto, la Universida­d de Washington avanza en una técnica prometedor­a. En un paper presentado en abril de 2016, sus científico­s e ingenieros electrónic­os describier­on el funcionami­ento de un sistema completo de almacenami­ento de datos digitales usando moléculas de ADN. El equipo logró codificar la informació­n de cuatro archivos de imagen en las secuencias de nucleótido­s (los compuestos orgánicos que forman las cadenas de ADN) y revertir el proceso, recuperand­o las secuencias para reconstrui­r las imágenes. “La vida ha producido esta molécula fantástica, que puede almacenar exitosamen­te cualquier tipo de informació­n”, celebró Luis Ceze, uno de los integrante­s del equipo. “Estamos reutilizán­dola para almacenar fotos, videos y documentos de una forma manejable, por cientos o miles de años”.

Con este método, la informació­n que hoy llena el espacio de un hipermerca­do ocuparía el tamaño de un terrón de azúcar. Después de siglos de buscar afuera, la solución estaba adentro.

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Plaquetas electrónic­as convertida­s en chatarra informátic­a, en un depósito de Quilmes

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