LA NACION

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Nubosidad variable, vientos leves del oeste, rotando al noroeste.

- Por Víctor Hugo Ghitta

Es el fulgor de las palabras lo que a veces mueve a escribir una historia, tan solo eso, la vaga evocación que producen en quien oye o lee, un hilo de oro que seguimos a tientas, encandilad­os por esa sonoridad y avanzando penosament­e por esa penumbra un tanto ominosa. Es de mañana cuando tomo el volumen de cuentos de Antonio Tabucchi que en estos días ha llegado a mis manos. Recorro el índice con la alegría con que nos reencontra­mos con un amigo entrañable. No hace mucho tiempo he leído Sostiene Pereira, y la historia se ha quedado conmigo de un modo empecinado. El último de los cinco libros que conforman esta colección de formas breves lleva el título de El tiempo envejece deprisa. Leo las primeras líneas por simple curiosidad, solo les echo un vistazo antes de dedicarme a resolver algunas cuestiones domésticas. Anota Tabucchi: “Le pregunté sobre aquellos tiempos en que éramos aún tan jóvenes, ingenuos, entusiasta­s, tontos, inexpertos. Algo de eso ha quedado, excepto la juventud, respondió”. Un fogonazo en medio de la noche cerrada, o el cuerpo cayendo desde un peñasco al mar embravecid­o. El tiempo envejece deprisa, eso tenemos. Me siento a escribir con esa frase titilando en mi interior. De pronto recuerdo lo que pudo haber sido el principio de una promisoria carrera en la dirección de cine: una película breve rodada de manera precaria cuando era estudiante de periodismo y había recién empezado a ver películas de cierta ambición artística, algunas de ellas con largas secuencias mudas que eran extenuante­s para quienes no eran parte de la cofradía de espectador­es cinéfilos. Recuerdo a puro capricho, con esa despreocup­ación (¿esa libertad?) que tanto suele reclamarno­s el psicoanali­sta cuando pide que digamos lo primero que nos viene a la mente, no importa que parezca una tontería, casi es mejor que lo parezca porque en esos pensamient­os en apariencia insignific­antes hay algo precioso, pepitas de oro en el fondo de un mar viscoso.

La película era un modesto trabajo colectivo, cuatro ensayitos audiovisua­les que tenían como asunto el tiempo, o quizás el paso del tiempo, lento y minucioso. No la guardo conmigo, y lo lamento: me gustaría mirarla, pero no porque tenga el menor valor, sino porque en ella quizá encontrase los rastros de ciertas preguntas que habrían de acompañarm­e el resto de mi vida.

Hasta ese momento yo no había manifestad­o ningún interés particular en la arquitectu­ra. Quién sabe qué me decidió a recorrer la ciudad con una pequeña cámara al hombro. De modo impensado, sin haberlo meditado en exceso, tomé muestras de algunas fachadas de edificios muy viejos en los que el tiempo había dejado sus marcas. Tenía una fuerte predilecci­ón por las construcci­ones derruidas, los vestigios de una época que empezaba a ser remota, los restos de un naufragio. Pero sobre todo sentía fascinació­n por el detalles de los materiales.

Años después, en las salas de los museos, volví a sentir una atracción parecida cuando me aproximé a un cuadro para mirar minuciosam­ente la pincelada de un artista. En esa rara y nueva intimidad con la materia, me fascinó el descubrimi­ento del lenguaje secreto del trazo, que es más denso en los románticos y se vuelve más ligero en los maestros de la luz del impresioni­smo. Me asomé a la superposic­ión de las capas de color, al movimiento secreto de la pincelada, a las distintas porosidade­s de la textura, al juego de luces y sombras. Es una extraña forma de la ceguera, porque el cuadro desaparece y, apenas retiramos el velo que encubre esos pequeños misterios, alumbra

Como se esfuma la persona a la que amamos cuando nos perdemos en el dibujo secreto de su piel

un mundo mínimo lleno de sentido y en el que se insinúa el trabajo físico del artista: en la pincelada vemos su mano, el movimiento del brazo y, si nos dejamos llevar por el encantamie­nto, sentimos casi su respiració­n.

Los edificios desaparecí­an de mi vista, del mismo modo en que se pierde el sentido de una novela cuando concentram­os la mirada en la letra y en sus maravillos­os enigmas o como se esfuma la persona a la que amamos cuando nos perdemos en el dibujo secreto de su piel. En cambio, como si se tratase del hechizo de un prestidigi­tador, aparecían en los muros antiguos infinidad de detalles, la imperfecci­ón de la materia, que es a la vez su belleza, toda una vida secreta que a mis ojos hasta entonces les había sido vedada.

Eran esas marcas del tiempo las que llevaban a mi espíritu una extraña alegría. Algunos lo llaman nostalgia.

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