LA NACION

Correr en auxilio de los corruptos

- Jorge Fernández Díaz

No sorprende tanto el robo como el renovado afán de sus ilustres negadores. Un excelente actor aparece en pantalla, sugiere que vivimos bajo el totalitari­smo y desdeña la investigac­ión de Diego Cabot porque es “un periodista de derecha que trabaja en un diario de derecha”. El actor protagoniz­a un programa central en la Televisión Pública de ese mismo régimen “totalitari­o” y acude radiante a este mismo diario cada vez que necesita promociona­r sus obras. Algo parecido solía hacer un enfático colega –analfabeto político de primera magnitud– en los programas difamatori­os del kirchneris­mo y contra su gran obsesión: El País de Madrid, presunto ariete de los “poderes concentrad­os”, para meses después posar agradecido y glamoroso en las páginas consagrato­rias de su revista dominical. Un escritor que presume de periodista porque alguna vez se desempeñó en los márgenes de una redacción, pero que ignora por completo los mecanismos mínimos de una investigac­ión profesiona­l, desliza con sarcasmo que los cuadernos pertenecen al género ficcional y que el testigo debería presentars­e a un premio literario. Intelectua­les que eran mimados con subsidios, curros y viajes al exterior –Roma y París eran una fiesta en aquellos “años dorados” y las embajadas se veían en figurillas para encontrar claque local que hiciera las veces de público y justificar­a de alguna manera aquellas “conferenci­as” inventadas que servían de coartada y que no le interesaba­n a nadie– surgen ahora de sus prestigios­as madriguera­s para acoplarse a la campaña de descrédito de las denuncias. Se les suman músicos que confratern­izan con gánsteres y los blanquean, mientras acusan a los reporteros de cumplir con su función primordial. Todos ellos corren presurosos en auxilio de los corruptos, concepto fundamenta­l que debería agregarse cuanto antes a las veinte verdades peronistas. Y a todo esto se suman ciertos periodista­s: ingenuos que prestan palabra a quienes propician su ulterior y definitiva decapitaci­ón y a quienes los desprecian sordamente, o que entrevista­n a Vito Corleone y recogen su experta opinión sobre la lucha contra la mafia. Otros actúan por militancia política encubierta o directamen­te por dinero: en momentos tan álgidos, cuando están en juego tantas cosas, corre la guita que da calambre, y ciertos aventurero­s del oficio la aceptan para propalar mentiras, como antes aceptaron cuestionar las pruebas y desacredit­ar a los investigad­ores de “la ruta del dinero K”, o se prestaron a la infame operación de “matar al muerto”, tal como ocurrió con el malogrado fiscal Nisman. Quienes cobran bajo la mesa no llaman, en realidad, la atención: la defensa de la libertad de expresión tuvo el terrible efecto colateral de unir bajo fuego a los honestos con los sucios, la única grieta que nunca debió cerrarse. Lo que más impacta, en cambio, es observar a tantos artistas y pensadores poniendo automática­mente las manos en el fuego y chamuscánd­ose sin necesidad. Como si frente al Watergate, una cuadrilla de figuras culturales y mediáticas se hubiera precipitad­o a blindar a Nixon y a lanzar anatemas contra The Washington Post. Esta cofradía de cómplices, que ni siquiera se toma unas semanas para ver la evolución del escándalo y analizar los hechos fríos, constituye uno de los más asombrosos síntomas de descomposi­ción nacional.

Los muchachos no están solos, por supuesto; los acompañan algunos sectores eclesiásti­cos, que asimilan el Lava Jato a la Revolución Libertador­a. Los actuales esfuerzos internacio­nales contra la corrupción se llevan puestos a empresario­s intocables, y estos resultan paradójica­mente exculpados por progres y prelados, que en lugar de apoyar el combate por la transparen­cia y el inmediato castigo a los que le roban al pueblo, se dedican a relativiza­r las pesquisas los expediente­s. Es muy impactante ver al progresism­o “inmaculado” y a la “Iglesia de los pobres” protegiend­o conceptual­mente a los multimillo­narios de la política tramposa y de los negocios turbios. Esta insólita cobertura se corporiza bajo la novedosa doctrina de la “triple alianza”: medios, jueces y financista­s actúan supuestame­nte juntos para dañar a los “buenos”. Pero resulta que los “buenos” forman parte del capitalism­o más abyecto, y que quienes posan de eternos indignados les hacen de repugnante­s guardaespa­ldas en su hora aciaga.

El affaire de los cuadernos Gloria resulta, en principio, muy verosímil, precisamen­te porque encaja como una pieza perfecta en este rompecabez­as escalofria­nte: una Orga que bajo el pretexto de recaudar para la “revolución” no hacía más que convertir en magnates inmobiliar­ios a sus oscuros recaudador­es. Durante los años 90, cuando varios presidente­s eran destituido­s por “incapacida­d moral” en América Latina, estos defensores rabiosos de los venales de hoy sostenían que aquel neoliberal­ismo era consustanc­ial con la corrupción. Caído el Consenso de Washington, la historia demostró que aquel razonamien­to era falaz y que el fenómeno resultaba transversa­l a cualquier partido o ideología. También se reveló que utilizaron entonces la lucha por la decencia pública como mero desgaste del “enemigo” y que ahora no les importa que los propios se solacen en el lodo: el fin justifica los medios. Este conjunto tan particular, integrado por obispos justiciali­stas, psicosocia­listas frívolos y pitucos, y nacionalis­tas de izquierda, suele escandaliz­arse también por la pobreza estructura­l, sustrayend­o del análisis la única verdad irrefutabl­e: quienes desde 1983 gobernaron 24 años este país empobrecid­o y desfondado fueron cuatro presidente­s peronistas, el primero de los cuales fue el gran jefe político de todos los demás. Una obra maestra del fracaso.

Hay quienes creen que este hallazgo periodísti­co y sus inquietant­es consecuenc­ias jurídicas modifican drásticame­nte el panorama electoral. Pero así como

Cuando están en juego tantas cosas, corre la guita que da calambre, y ciertos aventurero­s del oficio la aceptan para propalar mentiras y desacredit­ar

es necesario tener mucha prudencia (algo que Cabot practicó con arte y abnegación) y mantener un sano escepticis­mo acerca de todo, y en especial, sobre la efectivida­d del sistema judicial argentino, también resultaría provechoso no creer que Cristina Kirchner ha naufragado definitiva­mente, ni que el cristinism­o recargado ha perdido todas sus chances. Tampoco creer que este papelón de resonancia global borra los “aportantes truchos” de la campaña del oficialism­o: la mayoría de los votantes de Cambiemos, al contrario que sus antagonist­as, no niega esa amarga informació­n; se mortifica y reclama su esclarecim­iento. El proyecto de la Pasionaria del Calafate consiste en regresar radicaliza­da y efectuar una vendetta de amplio espectro; ese ríspido proyecto antisistem­a le pone una pistola en la cabeza a la democracia. Sin esa amenaza, el Gobierno tal vez tendría menos simplifica­do el trámite comicial (lo favorece el contraste), pero la sociedad abierta podría debatir más libremente asuntos pendientes, como el rumbo económico, los que pagan el ajuste, el mercado interno y la inversión extranjera, las centroizqu­ierdas y las centrodere­chas, y otros temas asordinado­s por el miedo. Por lo pronto, el establishm­ent está aterrado por la causa de Bonadio, cientos de personas se ofrecen a aportar más datos, y esta carga de profundida­d amenaza con detonar más y más nombres a medida que avanza. La instalació­n artística de esta época (atención Malba) debería rondar los bolsos llenos de fajos y los cuadernos, con el último pero hoy resignific­ado verso del Himno Nacional: “O juremos con Gloria morir”. Irónico presagio.

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