LA NACION

DIARIO ÍNTIMO DEL VIAJE (CON CHICOS) MENOS PENSADO

- Por Ivana Guerchicof­f

Viajar a Mongolia fue un sueño por años, que finalmente pudimos hacer realidad. El mundial de fútbol en Rusia fue la excusa para seguir viajando y llegar hasta este recóndito lugar del globo.

Los viajes convencion­ales nunca fueron nuestra marca registrada, familia y amigos ya están acostumbra­dos,pero esta vuelta el plan era en formato familiar: con nuestros hijos de 1 y 6 años.

Después de estar una semana en Moscú visitando museos, parques, estadios de futbol y viviendo la fiebre mundialist­a, nos tomamos un vuelo hasta Irkurst, a 5185 kilómetros, en el corazón de Siberia, próxima al lago Baikal. La Rusia asiática es un universo paralelo al otro lado de los Ura les: un crisol de culturas, pueblos, tradicione­s, costumbres y religiones unidos por un lenguaje en común, una moneda y el tren más largo del mundo que comunica este inmenso país de 8 husos horarios.

Durante el siglo XIX llegaron a Irkurst muchos artistas, intelectua­les, oficiales y aristócrat­as exiliados durante la Rebelión de Diciembre, contra las políticas del Zar Nicolás I, y la ciudad fue creciendo hasta formar un centro cultural importante en esta lejana región. Para 1900 era apodada la “París de Siberia”.

El tren transiberi­ano tiene parada allí, así que desde ahí nos embarcamos rumbo a Ulan Udé, nuestro último destino en territorio ruso antes de cruzar a Mongolia.

Llegamos a la estación de Irkurst con todo nuestro equipaje, más los niños y el cochecito de Mile. Estábamos sin boletos, lanzándono­s a lo que nos deparase el destino y disfrutand­o cada instante. Una probabilid­ad era que no hubiese más para ese día… pero conseguimo­s y nuestro tren salía ¡en 2 horas!

Si bien fueron (tan sólo) 7 horas de viaje, podemos decir que estuvimos en el Transiberi­ano, disfrutand­o su paso por el lago Baikal, el bosque boreal o taiga, la amabilidad de los pasajeros y en especial, la de nuestro compañero de camarote: Iura.

Oriundo de Uzbekistán, no hablaba inglés ni español, así que nos comunicamo­spor señas y gestos mientras compartimo­s té y galle titas. Así nos enteramos que vivía en Chitá, la parada siguiente a la nuestra. La noche se acercaba, al igual que nuestra parada final. Entonces, Iura nos saludó con un abrazo y Balti respondió con un “¡Spasiva!”.

Ulan Udé nos recibió con mucha actividad en la estación, pero no por eso un caos. Todo era parte de una misma sinfonía, de un mismo movimiento, donde el tren era el instrument­o, el medio de transporte más utilizado en estas remotas zonas para comunicarl­as con Moscú.

Con nuestros bártulos a cuestas y los niños cansados, llegamos al hotel. A las 9 de la noche estaba todo cerrado. Parecía una ciudad fantasma y nos moríamos de hambre.

Terminamos haciendo una “parada técnica” en una farmacia-almacén donde nos encontramo­s con un matrimonio que quedó fascinado al enterarse de donde veníamos. Pagaron nuestra cuenta en señal de hospitalid­ad, incluso le dieron a Milena 100 rublos para que los guarde de recuerdo y nos pidieron sacarse una foto con nosotros. Ahora, éramos los exóticos en una ciudad que permaneció cerrada a los extranjero­s hasta 1991.

Al día siguiente debíamos partir para Mongolia, pero no sin antes ver la famosa cabeza de Lenin de 40 toneladas que corona la plaza de la ciudad y el Monasterio Budista de Ivolginsky. Antes de irnos, rodamos el tambor de madera de uno de sus edificios, pidiendo buenos deseos para nuestra familia y seres queridos.

Vía aérea llegamos a Ulan Bataar. Tuvimos tanta suerte que coincidimo­s con la fiesta nacional más importante del país: el Naadam. Durante tres días todo se “paraliza”: no hay bancos ni actividad pública y el pueblo se dedica a los festejos. Se conmemoran nada menos que los 2227 años de la fundación del Estado Mongos, 812 del Gran Imperio Mongol y los 97 de la Revolución Mongola.

En estos días se llevan a cabo las tres actividade­s más representa­tivas del pueblo: carreras de caballos, lucha mongola y arquería.

La capital nos sorprendió: edificios modernos, mezcla dos con construcci­onesde estilo soviético. también se ven las famosas yurtas dentro de la ciudad. La Plaza de Sukbataar tiene de fondo la imagen de Ghengis Kan y en el centro se encuentra el monumento a caballo de Sukbataar, el padre de la patria moderna, responsabl­e de independiz­ar al pueblo mongol del dominio chino en 1921. También recorrimos el museo de los dinosaurio­s, donde la estrella es el esqueleto del Tarbosauru­s Bata ar.

Fuimos al piso 24 del hotel más alto de la ciudad y contemplam­os una vista única, con el atardecer y las montañas de fondo. Por la noche, la plaza cobraba vida y disfrutamo­s música en vivo con canciones tradiciona­les.

Al día siguiente nos despertamo­s bien temprano, nos pasaba a buscar una 4x4 para llevarnos a presenciar los festejos del Na adamen las afueras de la ciudad. un espectácul­o para la familia donde todos aprovechan para vestirse con sus trajes típicos. La carrera de caballos es de 20km. a campo travieso y los jinetes son niños de entre 8 y 10 años, entrenados desde los 3. También vimos un poco de lucha mongola, donde pierde el primero en tocar el suelo con cualquier parte del cuerpo, excepto pies y manos. Así, los ganadores van pasando de ronda alcanzando distintos rangos: el más bajo es Halcón y el más alto, Gigante, un título que se mantiene de por vida.

Almorzamos comida típica antes de nuestra visita al Parque Nacional Hustai, donde se encuentran los caballos salvajes Takhi, una especie en peligro de extinción.

Al día siguiente, volvimos a subirnos a la van pero en dirección este: fuimos al Parque Nacional Gorkhitere­lj, donde más allá de disfrutar la belleza de la estepa mongol a, visitamose­l monumento ecuestre agheng is Kan. Eselmá salto del mundo (40 metros) y fue construido totalmente en acero inoxidable. En la base hay un museo y se puede ascender hasta un mirador en el cuello del caballo.

Finalmente, regresamos a la capital para disfrutar el resto de la tarde, comprar algunos recuerdos y despedirno­s de este hermoso país.

“en la carrera de caballos, los jinetes son niños de 8 a 10 años, entrenados desde los 3”

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