LA NACION

La actualidad de las novelas interminab­les

- Pedro B. Rey

Se llama Solenoide y en España fue considerad­a una de las novelas del año. La escribió Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), el ganador del último premio Formentor. El escritor rumano, muy celebrado en Europa, es autor entre otros libros de una nouvelle perfecta (Lulu), una torrencial narración de ecos joyceanos (El Levante) y una trilogía, Cegador, estructura­da según la forma de una mariposa. Solenoide llegó a estas costas en estos meses y todavía sigue entre manos de este crítico circunstan­cial. ¿La coartada para demorar tanto su reseña? La novela es minuciosa, de párrafos largos, pero además se extiende durante ochocienta­s páginas. Lleva tiempo.

Solenoide tiene realismo (ahí está la gelidez de la Bucarest comunista de la infancia y adolescenc­ia del personaje) y una nocturnida­d delirante. Su lector ideal debería estar interesado en dos Thomas: Mann y Pynchon, autores en polos opuestos que han compartido la inclinació­n por el tranco largo. El libro de Cărtărescu tal vez no sea para todo el mundo, pero subraya un contrafenó­meno, el que reniega de la supuesta predominan­cia de las fórmulas veloces y brevísimas de hoy. No solo muchos lectores obstinados parecen apostar por la extensión. La literatura industrial de los bestseller­s tiende a la gigantogra­fía (piénsese en los bodoques de Ken Follett), lo mismo que las novelas de fantasy o de vampiros, tan frecuentad­as por los adolescent­es. Incluso la actual adicción a las series de streaming participa de ese deseo de que las cosas duren. Es un viejo reflejo novelístic­o: ya en los días de Dickens, un artista popular como pocos, la gente se reunía en los muelles de Nueva York para que desde la cubierta del barco les adelantara­n, antes de descargar la revista con los nuevos capítulos de su última historia interminab­le, qué había sido de tal o cual personaje.

La longitud viene de lejos y el siglo XIX, con las novelas-río francesas y la tradición masiva rusa (de Guerra y paz a Los hermanos Karamazov), no hizo más que profundiza­r la tendencia. Ni siquiera los que pusieron en crisis el modelo dejaron de lado las grandes magnitudes: James Joyce con Ulises (la aplicación de todas las técnicas narrativas a una trama que sucede en un único día), Marcel Proust con En busca del tiempo perdido (que es algo así como la implosión de la novela psicológic­a por exceso de psicologis­mo) o Robert Musil en El hombre sin atributos (la novela de ideas más inteligent­e de la que se tenga noticia) llevaron esa lógica hasta el límite.

La segunda mitad del siglo XX anunció sonorament­e la muerte de la novela, pero no logró esconder que el género –en su versión tradiciona­l o experiment­al– seguía andando. Fuera de Europa, el boom latinoamer­icano no le escapó a la ambición kilométric­a (Terra Nostra, de Carlos Fuentes, es el ejemplo más categórico). En el Viejo Continente, contra lo que se piensa, también se dieron grandes obras maratónica­s que solo recienteme­nte se han abierto paso entre los lectores en castellano. Suelo fracasar cuando recomiendo Los demonios

(1956), de Heimito von Doderer, una novela vienesa con más de un centenar de personajes. Todo lo contrario a lo que ocurre con Una danza para la música del tiempo

(1951-1975), de Anthony Powell, la serie de doce novelas (agrupadas a su vez en estaciones: primavera, verano, otoño, invierno) que tiene como narrador-testigo a Nicholas Jenkins, y cubre un período que va de finales de la Primera Guerra Mundial hasta principios de los años setenta. Powell recuerda a Proust, pero lo distingue para siempre el tono de comedia inglesa, lleno de humor.

La temeraria extensión de Solenoide, bien mirado, no es hoy necesariam­ente excepciona­l. Roberto Bolaño coronó su obra con la elefantiás­ica 2666. David Foster Wallace, con La broma infinita. Y Los Sorias, de Alberto Laiseca, Donde yo no estaba, de Marcelo Cohen o El absoluto, de Daniel Guebel, prueban que no todo en la Argentina es cuestión de concisión borgeana. La novela (sigamos llamándola así, a pesar de todo) no es una variante de la agrimensur­a, pero en su obsesión por el espacio, puede pensarse, se esconde lo mejor de su futuro.

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