LA NACION

Los millonario­s escándalos del instituto del cine

Es necesario que se profundice la política para sanear el Incaa, protagonis­ta de todo tipo de inequidade­s, excesos y corrupción durante el kirchneris­mo

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Las irregulari­dades halladas en el Incaa son infinitas: compras sin licitacion­es, proveedore­s digitados, contrataci­ones por cifras exorbitant­es y nepotismos de lo más variados

Durante los años del kirchneris­mo, los millonario­s fondos del Instituto de Cine y Artes Audiovisua­les, que provienen de impuestos que se cobran a los medios audiovisua­les, sumados a los que se incluyen en las entradas que paga el público cuando ve alguna película en una sala, se prestaron a todo tipo de inequidade­s, excesos y hechos de corrupción a plena luz del día.

Nombres de productora­s, realizador­es y artistas que se repetían con sospechosa frecuencia, cuantiosos subsidios que se otorgaban a proyectos que nunca llegaban a su fin, películas que sí se estrenaron, pero que tuvieron menos espectador­es que los familiares directos del propio director y fastuosos viajes a los infinitos festivales de cine en hoteles suntuosos para delegacion­es kilométric­as y periodista­s amigos eran moneda corriente y naturaliza­da en épocas recientes.

El Incaa funcionó entonces como otra caja pródiga en billetes que fidelizaba a quienes mejor se adaptaban a los tiempos que corrían: desde proyectos políticame­nte correctos que exaltaban directa o indirectam­ente a aquel régimen populista y también a distintas expresione­s “progresist­as” que, sin ser del todo adictas, no se oponían al “modelo” y aportaban otras miradas convergent­es, como el tema de la pobreza y las problemáti­cas devenidas de la diversidad sexual.

El gobierno de Cambiemos, consciente de la pesada herencia que recibía de ese organismo, buscó en la primera etapa un nombre afín a la industria cinematogr­áfica para poder avanzar en los cambios profundos que debían hacerse con cierto consenso. Como no se consiguier­on en un tiempo prudencial los resultados esperados, se cambió de timonel y entonces hubo mayor resistenci­a desde los sectores involucrad­os. Hasta se llegó a agitar una campaña con conocidas figuras que machacaban con la idea de que el actual gobierno quería destruir al cine local.

Gran sorpresa hubo, pues, cuando el Sindicato de la Industria Cinematogr­áfica Argentina (SICA) informó que en el primer trimestre de este año se registró un récord en el país de 67 rodajes, mientras que el año pasado se estrenaron 220 películas, veinte más que en 2016. Ahora, el Incaa dispuso una nueva normativa para fortalecer la cuota de pantalla del cine nacional.

Al mismo tiempo que se conocían estas buenas noticias, un gerente de la vieja guardia del Incaa se “atrinchera­ba” en su cargo tras haberse denunciado que había consentido irregulari­dades por más de seis millones de pesos.

También sobre las reformas en la Escuela Nacional de Experiment­ación y Realizació­n Cinematogr­áfica (Enerc), que depende del Incaa, la Oficina Anticorrup­ción puso la lupa al detectar que el representa­nte del organismo, Pablo Rovito, que debía supervisar esos trabajos, que le costaban al Estado más de 44 millones de pesos, era, al mismo tiempo, socio activo de las dos empresas a las que se les había adjudicado esa labor.

Las irregulari­dades detectadas son infinitas: compras directas de más de diez vehículos para el programa de CineMóvile­s, que eludió la realizació­n de la licitación correspond­iente y que benefició a un proveedor vinculado a Amado Boudou; el pago de $10 millones, sin licitación, a una agencia de publicidad y una empresa de organizaci­ón de eventos; la contrataci­ón de remises por más de 1.800.000 pesos en un año al mismo proveedor y nepotismos varios de sucesivos titulares del organismo.

Es necesario que esa tarea titánica de depuración continúe y se profundice hasta sanear del todo el Incaa. Para ello, además de la voluntad política de seguir adelante con las investigac­iones correspond­ientes, se hace imprescind­ible que la actual gestión no incurra en acciones desprolija­s ni en nuevos malos ejemplos que hagan pensar en próximas recaídas. En este sentido, un episodio recienteme­nte conocido no ayuda en el nuevo camino emprendido.

“Su gran pato inflable fue un regalo a Mar del Plata”, aseguraba un corto del último festival de cine en esa ciudad sobre la intervenci­ón que hizo el artista plástico Marcos López sobre uno de los dos lobos marinos, íconos marplatens­es, concebidos por José Fioravanti en 1932 y que dan marco a la rambla entre los imponentes edificios del Casino y del Hotel Provincial.

López tuvo la ocurrencia de rodear el cuello de una de estas esculturas con un salvavidas gigante y otros accesorios que armaron un conjunto simpático que invitaba a los paseantes a sacarse fotos allí. La noticia sorprenden­te llegó ocho meses más tarde, cuando se supo que los honorarios de López por ese trabajo ascendiero­n a $300.000. No se cuestiona aquí si esa cifra es excesiva o adecuada, ni tampoco cabe debatir si ese artista cotiza alto o no. Incluso podrá decirse, con alguna razón, que se trata de una cifra insignific­ante para el erario público.

Sin embargo, hay dos circunstan­cias que vuelven grave el episodio. La primera tiene que ver con que la noticia tomó estado público en el mismo momento en que el Gobierno anunciaba que debe hacer un importante recorte el monumental déficit fiscal. La segunda es que el Incaa, que encargó ese trabajo, viene haciendo una esforzada depuración de las malas prácticas que tenía ese organismo en los años del kirchneris­mo, fuente de quebrantos y de graves hechos de corrupción que actualment­e investiga la Justicia. Y esta polémica no parece inscribirs­e en esa línea de mayor mesura y austeridad.

Esperemos que este sea un episodio aislado y que no se repita para que se entienda mejor que la nueva senda encarada va en serio y sin desvíos.

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