En el camino de la dependencia
América Latina es una región que ha perdido históricamente gravitación en el mundo y que parece hoy abocada a divergir cada vez más. Lo primero conduce a la debilidad y lo segundo, a la desintegración: la combinación agudiza la dependencia.
Algunos indicadores –entre muchos disponibles– ejemplifican esa caída. En 1945, cuando se creó la organización de las Naciones Unidas, el peso del voto regional era significativo: de los 51 miembros iniciales 20 eran de América Latina. En la actualidad hay 193 países en la oNU y la dispersión del voto de la región le resta aún más influencia a Latinoamérica como bloque. Datos de la Cepal revelan que la participación latinoamericana en el total de exportaciones mundiales fue del 12% en 1955 y en 2016 cayó a 6%. De acuerdo con la organización Mundial de la Propiedad Intelectual, en 2006 la solicitud de nuevas patentes proveniente de América Latina era del 3% (las de Asia eran el 49,7%), mientras que en 2016 bajó a 2% (las de Asia aumentaron a 64,6%).
Según el Banco Mundial, los gastos en investigación y desarrollo como porcentaje del PBI llegaban al 0,6% para Latinoamérica en 2000 (para Asia oriental y el Pacífico eran de 2,25%) y pasaron al 0,7 en 2014 (para Asia oriental y el Pacífico eran de 2,49). Global Firepower ha confeccionado un índice de poder militar: en 2006, Brasil, México y la Argentina ocupaban, respectivamente, las posiciones 8, 19 y 33; en 2018, Brasil está en el puesto 14, México en el 32 y la Argentina en el 37. En el ranking sobre “poder blando” elaborado en la University of Southern California y la consultora Portland, Brasil se ubicó en el lugar 23 en 2015, en el 24 en 2016 y en el 29 en 2017.
A su turno, las iniciativas de integración de diversa índole están en franco retroceso. Una mezcla de estancamiento, desaliento y fragilidad atraviesa por igual aunque con variada intensidad al Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones, la Alianza del Pacífico, el ALBA, la Celac y la Unasur.
Durante la “marea rosada” de los gobiernos de centroizquierda, el espíritu a favor de más asociación chocó con las limitaciones de cada proyecto interno. La crisis financiera que estalló en 2008 mostró que las opciones nacionales y aisladas prevalecieron sobre las alternativas subregionales y mancomunadas. Dinámicas exógenas como el auge de China reforzaron la primarización de las economías y los incentivos para buscar atajos particulares, así los discursos de unidad fueran la nota predominante desde comienzos del siglo XXI.
Ahora, con el “reflujo neolibe- ral” de los gobiernos de derecha, ante una administración en Washington dispuesta a recuperar una primacía de manera pendenciera y en medio del apogeo de la financiarización, se verifica el desinterés por acciones colectivas y la preferencia por salidas unilaterales. El resultado acumulado ha sido una decreciente integración regional y una apuesta por la lógica del “sálvese quien pueda”, algo que, en el fondo, es grupalmente costoso, aunque exista la ilusión de una mejora individual.
Debilitamiento y desintegración conducen a una mayor dependencia externa, sea de un poder declinante como Estados Unidos o de un poder ascendente como China. El corolario estratégico de eso es el deslizamiento hacia una gradual irrelevancia de América Latina en la política mundial.
Profesor plenario de la Universidad Di Tella