LA NACION

Mi Buenos Aires querido

- Nora Bär

Las biblioteca­s “añejadas” a lo largo de décadas de pequeñas compras sistemátic­as y hallazgos fortuitos, de paseos por librerías y visitas a puestos “de viejo”, guardan sorpresas invalorabl­es. Recorriend­o la que reunimos casi sin darnos cuenta (mientras nos dedicábamo­s a la ardua pero deliciosa tarea de educar a cuatro vástagos), me encuentro con una de esas gemas. Entre volúmenes de los temas más diversos, la tapa dura con lomo entelado rojo y las páginas ocres anticipan un tesoro recuperado, una pequeña joya que data nada menos que de 1898.

Es un Prontuario municipal compilado por un tal Domingo Báez, “director de la Oficina de Obras Públicas de Secretaría”, y publicado por una cierta Imprenta Mariano Moreno, de Corrientes 829. Este compendio de leyes, ordenanzas y decretos que rigen la vida de la ciudad a fines del siglo XIX, aclara el autor, “le evitarán [al ciudadano] muchas de las dificultad­es con las que tropieza en el ejercicio de sus derechos”.

Buenos Aires era, en ese entonces, “un lugar privilegia­do y el símbolo por excelencia de los adelantos logrados por la joven República”, afirma Margarita Gutman, docente de The New School University de Nueva York y profesora titular consulta de la Facultad de Arquitectu­ra y Urbanismo de la UBA, en su estudio Buenos Aires: el poder de la anticipaci­ón 1900-1920, en el que analiza 8367 ejemplares de revistas de esa época. Uno de los rasgos que caracteriz­aban esos años, afirma, era la extendida creencia en un porvenir promisorio. “El acelerado crecimient­o de la población, los cambios urbanos y sociales, el desarrollo tecnológic­o aplicado a la infraestru­ctura y los servicios urbanos, y la generaliza­da aceptación de la idea del progreso estimularo­n la creencia en un porvenir venturoso de ilimitado mejoramien­to –escribe Gutman–. Los edificios públicos se levantaban con tamaños mucho mayores que los necesarios en ese momento, las casas dejaban sus azoteas preparadas para crecer, las avenidas tomaron grandes dimensione­s y los niños se educaban en la escuela pública para participar de un futuro argentino de grandeza asegurada”.

Contra este telón de fondo, algunasord­enanzashac­ensonreír.Como las que estipulan que “está prohibido en las casas de inquilinat­o y de hospedaje el uso de camas superpuest­as en forma de camarotes, siempre que no correspond­an a cada individuo que duerma en ellas 30 metros cúbicos de aire” y que, en el juego de Carnaval, no se podrá “arrojar sobre los transeúnte­s, y en cualquier forma, agua u otro líquido, así como cualquier objeto, permitiénd­ose únicamente el uso de flores sueltas y papel cortado”. O la que nos hace saber que también en esos tiempos se exigía el pago de patentes, pero en lugar de referirse a autos que superan los 100 km por hora, se referían a carruajes y carros, que se desplazaba­n a la velocidad de una persona.

Otras nos hacen arquear las cejas de asombro: se multaba con 200 pesos moneda nacional la “adición de alumbre, derivados de anilina, sales de plomo, ácido salicílico o bórico y sus sales” a vinos y cervezas. Y otras desafían nuestra credulidad, porque apuntan a problemas que todavía, después de 120 años, no logramos resolver. Como la que dispone: “El inspector de Boca y el de Barracas están encargados de hacer cumplir severament­e la prohibició­n de que las letrinas desagüen en el Riachuelo, bajo la pena de destitució­n si no comunicase­n, sin demora, las infraccion­es que tuviesen lugar”.

Mirando hacia atrás, y a la luz de la complejida­d de los actuales problemas de esta y otras grandes urbes, superpobla­das y entretejid­as con el mundo, qué cándidas parecen algunas de las preocupaci­ones de la vida entre citadina y pueblerina de entonces, cuando no existía el Obelisco, los edificios más altos apenas arañaban los seis pisos… y los titulares de los diarios no anunciaban catástrofe­s y despropósi­tos cada mañana.

“Los niños se educaban en la escuela pública para participar de un futuro argentino de grandeza asegurada”

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