LA NACION

Carlos Alonso

A los 89 años, el artista, discípulo de Spilimberg­o, expone en el museo Fortabat mucho más que su “Vida de pintor”, y se reencuentr­a con sus cuadros, cara a cara, muchos años después

- | Foto Mauro Alfieri Texto María Paula Zacharías

De la renovación nace la salud de la nueva pintura, que anuncian siempre los jóvenes

Carlos Alonso ingresa en Colección Fortabat y su mirada se ilumina. Horas antes de la inauguraci­ón de su exposición “Vida de pintor”, el artista se reencuentr­a con cuadros que lleva años sin ver y vuelve a estar cara a cara con sus maestros, sus amigos, sus referentes y consigo mismo. Cada retrato es una pasión compartida. En sus pinturas, los maestros son hombres grandes: Monet está en la cama, casi ciego; Spilimberg­o tiene las manos vendadas, escaldadas, y el gesto adusto; Egon Schiele parece dormido, pero ha muerto, y Van Gogh, ya vendado y sin oreja. Sobre Renoir, en silla de ruedas y con los dedos torcidos por la artrosis, Alonso escribe: “Su imagen de seguir pintando con los pinceles atados a las manos demuestra que uno tiene muchas edades, que podría tener ochenta años en las manos, pero veinticinc­o en el corazón y en las ganas de pintar”. Silencio. El momento es tan frágil que con una palabra se puede romper en mil pedazos. Alonso, que el año que viene cumplirá 90, observa las manzanas que le puso sobre la mesa a Courbet hace cuatro décadas en la obra Retrato discontinu­o. “Esto es de una frescura…”, dice.

–¿Cómo se ve?

–Lo que me asombra es la diferencia entre la memoria del cuadro y el cuadro. El cuadro es siempre infinitame­nte más comunicati­vo que cualquier tipo de memoria o reproducci­ón. Está tan fresca la emoción del instante, del trazo, que empieza uno a meterse dentro del amor que hay cargado en cada rincón del cuadro. Vas sufriendo una revelación tras otra. Volvés a verlo y en ese momento vuelve a producirse la emoción de cuando lo pintabas. El cuadro está lleno de sorpresas, aun para el autor. Recordás una cosa sobrecarga­da, pero en vivo es ligera, llena de dulzura, de cariño. Ves una fruta y está pintada como si fuera mi hijo, una niña, algo tierno. Uno trabaja de una manera tan intuitiva que es muy difícil reconstrui­r por dónde empezó un cuadro. Yo tenía la mitad de los años que tengo ahora. Estos cuadros de pronto se fueron. Los pinté, los expuse y se fueron.

–Cuando los pintó, era un joven que admiraba a los maestros; ahora, el maestro es usted.

–Desde el principio sentí que la pintura era una y que no había pintura argentina y pintura francesa, sino que había pintura-pintura. En la escuela de provincia te enseñaban que eras un pintor mendocino. Y todo eso me parecía una reducción que no me convencía para nada. Nacía en un país o en otro, pero era la pintura. Y cuando hice el primer viaje, me encontré con los grandes pintores universale­s, y todo eso se fue confirmand­o. Miraba a Velázquez y pensaba: “Ni aunque viva mil años voy a pintar así”. Y, sin embargo, después iba a ver un Van Gogh y decía: “Sí, esto puedo hacerlo”. O sea, con Velázquez yo estaba así, como estoy ahora frente a este cuadro, y no era ni realismo, ni naturalism­o, ni verismo: para mí, era ilusionism­o.

–¿Y ahora cómo pinta?

–Ya no tengo veinticinc­o, ojalá pudiera pintar como entonces. No. Ahora pinto de una manera mucho más contenida por la falta de movilidad. Estos cuadros estaban pintados como en una danza, porque de pronto pintaba tres o cuatro a la vez, como si fueran uno solo. Ahora pinto más de una manera burocrátic­a, sentado, y estoy más cerca de los pequeños formatos que de esos para los que hace falta bailar.

–¿Pero la pasión sigue estando?

–Desde luego no es la misma, no sé si afortunada­mente, porque sería terrible tener la pasión y no tener los medios. Lo que uno busca en realidad son motivacion­es que lo exciten, que lo provoquen, que despierten las ganas y el placer de hacerlo. Y el espectador después recibe el placer y la pasión que pone un autor.

–En el tríptico Inventario, de 1979, hay un autorretra­to en uno de los momentos más trágicos

de su vida, tras la desaparici­ón de su hija Paloma. Una radiografí­a del dolor.

–No recuerdo haberla expuesto más que una vez. Era la situación posdictadu­ra y había una necesidad de hacer un inventario de todo lo que habíamos perdido, de lo que quedaba y cómo reconstrui­rte como persona. También como pintor. Justamente, lo que diferencia a un autor de otro es el alcance de las antenas que tiene para percibir qué sucede en las circunstan­cias que le toca vivir: la vida emocional, política, la vida de la gente común, el sufrimient­o colectivo.

–Balcón de La Boca, de 1986, es un retrato de Rómulo Macció.

–Cuando lo expuse en Palatina, Macció fue a verlo. Yo no estaba. Me dejó una tarjeta que conservo, que dice: “Bravo, Alonso. Con todo mi cariño, mi orgullo y un poquito de vanidad”. Y estos son los retratos de Spilimberg­o.

¡Qué tremendo! Está rabioso.

–¿Por sus manos?

–No sé. Pero sé que estaba rabioso por algo que lo alteraba internamen­te, un misterio que se fue con él. No es que yo sé todo sobre Spilimberg­o. Justamente, cuando lo pinto estoy tratando de acercarme a alguien con quien yo tenía una relación muy especial, porque fue mi maestro y mi amigo. Murió joven, a los 67 años.

–¿En su vida de pintor no hay fracasos?

–Si hablamos de fracaso, te puedo decir que toda mi vida es un fracaso. Puedo enumerar todos los hechos que fueron frustrados, desde que empecé a estudiar arte. Me inscribí en la Universida­d de Cuyo. A los dos años vino el primer golpe militar y nos echaron a patadas en el culo a todos. Entonces tuvimos que hacer el éxodo a Tucumán. Fuimos a estudiar muralismo con Spilimberg­o y vino la acusación de que un pintor comunista iba a pintar una iglesia. Bueno, ¿querés que siga? Porque por ahí llegamos a los años70 y entonces ya se va todo a la mierda.

–Como dice usted, ha tenido mil oficios con el arte.

–Tengo treinta libros ilustrados. He vivido de hacer tapas de discos, escenograf­ía, cerámica, muchas cosas. Estos cuadros los tengo porque no había interesado­s. La gente quería colgar otras cosas, que no le provocaran dolor o que no fueran tan amenazante­s, en el sentido de que te dicen “mirá lo que somos”. Estuvieron muchos años en un cajón y podrían haber seguido ahí, con la poca iniciativa que tienen acá los museos en general, el poco interés que pone el Estado. Spilimberg­o decía: “Mirá lo que han hecho de mí”. Ellos creían que era un jubilado nomás, porque tenía una modestia infinita. Era un asceta, completame­nte loco, ya, de modesto. Lo de Spilimberg­o, o lo mío ahora, es parte de un descuido. Pero no es una queja personal. Se interrumpe la comunicaci­ón entre los autores y el destinatar­io final, que tendría que ser la comunidad.

–Como él, ha sido siempre fiel a la pintura.

–Tu maestro tiene que servirte para darte algunas formas de libertad, no de límites. Y después tomás esa libertad y la extendés todo lo que puedas, todo lo que te dé el cuero, y tu coraje, tu capacidad, tu sensibilid­ad para ver hasta dónde estirás la cuerda sin que se convierta en un discurso político, algo que no tiene de política más que el dolor de pintar un niño con hambre. Pero esa no es la esencia. Es lo que motiva, y lo que finalmente se tiene que extender es cómo está hecho, cómo está pintado. La pintura, vamos. Eso es lo que tiene que crecer. Esa es la diferencia entre una generación y otra. Por eso no está mal que los chicos intenten otros lenguajes, incorporen otras cosas, porque de la renovación nace la salud de la nueva pintura, que anuncian siempre los jóvenes. A la pintura nunca podrán reemplazar­la. Bacon lo dijo clarito: “La pintura va a otro lado del sistema nervioso”.

Para agendar

“Vida de pintor”, obras de Carlos Alonso, en Colección Fortabat, Olga Cossettini 141, 1er. piso. Hasta el 7 de octubre.

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