Final para el Marconetti, el edificio que perdió frente al metrobús
Ubicado sobre Paseo Colón al 1500, fue construido en 1929 y pertenece a la Ciudad desde 1985; tiene 11 pisos y la demolición comenzó hace un mes
Cubierto de andamios, triste y gris, el edificio Marconetti comienza a desaparecer. Parece un alfil adelantado sobre la traza de la avenida Paseo Colón al 1500, justo frente al Parque Lezama. Un mamotreto enfundado en media sombra, con edificios bajos a cada lado que lo hacen parecer más alto de lo que es. Ya no se ve la famosa publicidad de Cinzano del lado derecho. Hace un mes comenzaron a demolerlo, a pico y masa, para extender el metrobús del Bajo hasta La Boca.
El “edificio de los artistas” es del gobierno porteño desde 1985 y hasta hace poco estaba ocupado por 15 familias, a las que el Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC) les ofreció créditos para retirarse, con acusaciones de usurpación y órdenes de desalojo de por medio. Una vez deshabitado, se comenzó la demolición.
Fue construido en 1929 por la familia Marconetti, propietaria de la fábrica de pastas Santa Clara, que se ubicaba detrás del edificio (y que sigue existiendo y no se demolerá). En 1936, la firma familiar producía 6600 bolsas diarias de harina en su molino. En los primeros años, el edificio albergó el consulado de Grecia y a magnates. En los 70 supo ser el refugio de la cultura under porteña. Por sus 11 pisos pasaron músicos, periodistas, actores y escritores. Y también se vivieron días oscuros, como el del secuestro –y posterior desaparición– de Cristina Morandini, hermana de Norma, exsenadora nacional por Córdoba.
En uno de los pisos, media docena de obreros palean escombros en lo que parece una escena posterremoto. El suelo está cubierto de montículos de laja, del techo cuelgan cables y desaparecieron casi todas las aberturas. A lo lejos aún se puede ver un pedacito de vitreaux.
En una mañana lluviosa de agosto, la humedad se mezcla con el polvo y genera una atmósfera densa. El acceso de la planta baja está rodeado de puertas y ventanas ya retiradas.
María Belén Simón, de la Dirección General de Infraestructura del Transporte, anticipó que las abertu- ras, rejas y pisos serían reutilizados.
A los 11 pisos se puede acceder, casi por última vez, por la bella escalera de mármol de Carrara. El edificio parece una escena de guerra, pero conserva detalles de materiales nobles de otra época: pisos de calcáreo y pinotea, ascensor de hierro negro, molduras, vitreaux. Y curiosidades de construcciones viejas, como el sistema de conductos de ventilación que desemboca en la terraza o los incineradores en cada rellano.
A lo largo de los departamentos van apareciendo objetos entre los escombros. Una vieja foto de alguien haciendo taekwondo, un CD, hojas de un libro, una tapa de luz. Resabios de las vidas que transcurrieron dentro de las habitaciones. El piso de madera desapareció y ahora el suelo tiene pases en losas: agujeros por los que los obreros arrojan cuidadosamente los escombros.
En el último piso, se demuele el tanque de agua. Desde ahí la vista es privilegiada: se ven el Parque Lezama, el Hospital Argerich, las cúpulas azules de la iglesia ortodoxa rusa. Hacia atrás, el Río de la Plata. En el cuarto piso está la conexión con el edificio de la fábrica, actualmente en desuso.
Los obreros demuelen dentro de cada departamento y lo hacen de forma manual porque así parece indicar la normativa de la zona. La idea es dejar el edificio como una carcasa vacía para la semana que viene y empezar a derribar la estructura, desde el último piso hacia abajo, según explicó Marina Vega, la inspectora de la obra. Son 4500 metros de superficie total, por lo que la obra llevará cinco meses. La lleva adelante la empresa Demoliciones Mitre y costará unos $15 millones.
Lucila Lahaye , jubilada, pasea sus perros por el Parque Lezama. Reconoce que no está al tanto de la historia del edificio, pero piensa que si ya se fue toda la gente que lo habitaba, al menos la obra va a servir para aliviar el tránsito. “Se hace un embudo en esta zona en hora pico”, dijo. En tanto, Sandra Sian, otra vecina, considera una pena que en la Argentina no se conserven los edificios históricos, o “aunque sea sus fachadas”.