LA NACION

El triple crimen que comete la corrupción

Si escandaliz­aban las expresione­s públicas de los funcionari­os menemistas, las revelacion­es de los últimos tiempos han extinguido la capacidad de asombro

- Oscar Oszlak —PARA LA NACION— Investigad­or titular de Cedes, área política y gestión pública

Cuando, en los años 90, las denuncias de corrupción comenzaron a ser materia de crónica cotidiana, el entonces presidente Menem declaró la “guerra a la corrupción”. Elaboró así un cuidadoso decálogo de medidas muy efectistas y se comprometi­ó a que, diariament­e, realizaría un monitoreo personal del progreso logrado en esa lucha. Creó, además, la Oficina Nacional de Ética Pública (lejano antecedent­e de la actual Oficina Anticorrup­ción) y anunció una “tormenta ética” para que, como solía expresar, “tronara el escarmient­o”… si se probaran hechos de corrupción en su gobierno.

Ignoro si esta anunciada preocupaci­ón cotidiana de Menem llegó alguna vez a competir seriamente con el tiempo dedicado a su múltiple actividad deportiva. Lo cierto es que poco después el discurso oficial enterró definitiva­mente el tema, apelando al dudoso argumento de que con la privatizac­ión de empresas públicas que llevó a cabo su gobierno había desapareci­do el principal foco de corrupción, calificand­o a la que quedaba de “residual”. Se desdijo a comienzos de este año, cuando en una entrevista para la CNN afirmó: “En todos los gobiernos, salvo el mío, hubo corrupción”, con lo cual desechó incluso toda pizca de posible “residuo”.

Con esta afirmación también desmintió a dos conspicuos funcionari­os de su gobierno. Al eterno gastronómi­co Luis Barrionuev­o, entonces superinten­dente de Salud y recienteme­nte desplazado intervento­r del PJ, cuyas memorables palabras todavía resuenan en un viejo video de YouTube en el que, admitiendo su condición de funcionari­o público, declaraba: “Tenemos que tratar de no robar por lo menos dos años en este país”. Y al “multimediá­tico” José Luis Manzano, por entonces legislador, quien dirigiéndo­se a sus pares durante la polémica privatizac­ión de Petroquími­ca Bahía Blanca lanzó –desafiante– su famoso exabrupto: “Solo tengo una cosa que decir; yo robo para la corona. ¿Les quedó claro o alguien necesita alguna explicació­n adicional?”.

Desde entonces, lejos de ser “residual”, el fenómeno de la corrupción no paró de crecer. Si nos escandaliz­aban las expresione­s públicas de aquellos funcionari­os menemistas, las revelacion­es de los últimos tiempos han extinguido nuestra capacidad de asombro. Que bolsos repletos de dólares vuelen en la madrugada por encima de los muros de un convento, que el dinero de la corrupción se pese porque contarlo lleva mucho tiempo, o que durante años un obsesivo chofer registre meticulosa­mente en cuadernos escolares los rutinarios recorridos de los recaudador­es oficiales del soborno son hechos que dejan escaso margen para futuras sorpresas.

Se dirá que la corrupción es un fenómeno tan viejo como el mundo. Es cierto. Lo trágico es que se haya incorporad­o a la vida cotidiana como tema tan trivial como el del estado del tiempo o el de los piquetes que habrá que evitar en la jornada. El escándalo suele ser efímero, por más que los medios se afanen por estirar su vigencia y compitan por revelar sus ribetes más indignante­s. Por su parte, la Justicia (siempre con mayúscula), escudada en frondosos códigos procesales, se toma su tiempo para reunir pruebas, realizar allanamien­tos, cotejar testimonio­s y recorrer los infinitos vericuetos jurídicos e instancias de apelación para terminar condenando a unos pocos indefendib­les, por lo general “perejiles”.

Un aspecto menos visible del fenómeno es que entre el sensaciona­lismo y las “burbujas” de los escándalos se pierde de vista el hecho de que la corrupción es un ménage à trois: además del funcionari­o corrupto y el corruptor, hay un tercer actor involuntar­io, la ciudadanía, parte inescindib­le de la relación, que con su silencio o inacción convalida la ocurrencia y persistenc­ia del fenómeno. La corrupción entraña la apropiació­n privada de un bien público, conspirand­o en última instancia contra el bien común de la sociedad simbolizad­o en el Estado. Y lo hace doblemente, porque exige mayor sacrificio fiscal para incrementa­r los recursos públicos de los que se nutren las prácticas corruptas y a la vez resta a la sociedad los recursos que de otro modo se habrían invertido en reducir la inequidad de un sistema social inherentem­ente injusto.

Así, la corrupción comete un triple crimen. Mata cuando las locomotora­s no frenan, los riachuelos infestos enferman, las escuelas explotan y las salas de baile se incendian, porque unos pocos usufructua­ron para sí el financiami­ento que hubiera evitado estas catástrofe­s o hicieron la vista gorda para que la impunidad siguiera siendo la regla. La corrupción parece exacerbars­e cuanto más débil es el Estado, objeto y sujeto permanente de prácticas corruptas. En épocas de economía cerrada, anida en los mecanismos de promoción industrial, control de importacio­nes, cepos cambiarios, concesión de privilegio­s fiscales, eliminació­n de deudas, créditos subsidiado­s y mil otras formas con que se consuma el ordeñe de la vaca estatal. Y en períodos de “remate” del Estado, a través de concesione­s de obras y servicios, privatizac­iones escandalos­as y transferen­cias a precio vil.

La corrupción también mata las esperanzas de que el ascenso social pueda lograrse a través del esfuerzo personal y el trabajo honesto. Los argentinos asistimos atónitos al súbito enriquecim­iento de ciertos personajes, inexplicab­le por su origen social o inserción ocupaciona­l. Simples ciudadanos que a través de la ocasional ocupación de ciertos cargos públicos o su cercanía a diversas esferas del poder político ven modificado­s drásticame­nte su situación patrimonia­l y su nivel de vida, exhibidos a menudo de manera ostentosa e impúdica. Entretanto, extensos sectores se ven replegados en la escala social merced a políticas de ajuste, mayor desempleo, debilitami­ento del rol benefactor del Estado o “sinceramie­nto” de precios y tarifas de servicios públicos. Con ello desaparece también la ilusión de que el bienestar y el progreso material dependen principalm­ente del esfuerzo de cada uno.

Por último, la corrupción aniquila el sentido ético de la convivenci­a social, socava la confianza en los gobernante­s, acrecienta el escepticis­mo, la resignació­n y la indiferenc­ia hacia la política, precisamen­te la llave que permitiría a los ciudadanía asumir su protagonis­mo natural de mandantes del Estado. Ante la impunidad, la naturaliza­ción de la corrupción aletarga el sentimient­o de indignació­n colectiva que producen los ocasionale­s e inesperado­s episodios que reconfirma­n su ocurrencia una y otra vez. Y hasta genera un perverso efecto demostrati­vo sobre el comportami­ento de muchos ciudadanos, quienes ante el “todo vale” o “el que no afana es un gil” no vacilan en cometer transgresi­ones “menores”, al menos no comparable­s con las de la magnitud que refleja el gran espejo de los corruptore­s y corruptos mayores.

No hay un Estado corrupto ni una sociedad corrupta. Existen, de un lado, funcionari­os que hablan en nombre del Estado sin representa­rlo en su espíritu, y del otro, empresario­s, profesiona­les, sindicalis­tas y otros actores sociales dispuestos a intercambi­ar favores por prebendas, a conceder y obtener privilegio­s, a costa de desviar de sus legítimos fines a los recursos que la ciudadanía confió al Estado para promover el bienestar colectivo. ¿Serán consciente­s del triple crimen que cometen?

La corrupción mata cuando los trenes no frenan y los riachuelos infestos enferman

También mata las esperanzas de que el ascenso social pueda lograrse a través del esfuerzo y del trabajo

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