LA NACION

Alejandra y millones de mujeres

- Luciana Mantero

Alejandra estaba segura de que iba a lograr todo lo que se propusiera, siempre. Hablaba de “desplegar el potencial”, usaba el adjetivo “potente”, el sustantivo “potencia”. Siempre supo que quería tener hijos, pero lo dejaba para más adelante.

A los 39, cuando entendió que era algo a lo que tenía que darle un lugar en su vida, conoció a Juan. A los dos meses quedó embarazada. Se alegró de que fuera tan pronto, aunque en el fondo ya lo sabía: las mujeres de su familia eran fuertes y sanas. Pero en la semana nueve, cuando estaban de vacaciones, empezó con pérdidas. El embarazo se había detenido.

“¿Cómo? Esto no les pasa a las mujeres fuertes y sanas”, se dijo. Era la primera grieta en su piso de hormigón. Las noches siguientes las contraccio­nes la fueron asaltando hasta que expulsó el embrión. Atravesó aquel dolor físico y emocional, revuelto por su perplejida­d.

Dejaron pasar un par de meses y volvieron a buscar. Al poco tiempo, descubrió que otra vez estaba embarazada. Pero en la semana nueve, otra vez apareciero­n las pérdidas. Esos días recaló en la casa de su abuela, madre de ocho hijos, matriarca de una gran familia, quien le dijo como quien reta a un niño obstinado: “Bueno, Alejandra, si lo perdés, volvés a intentarlo”.

Y Alejandra pensó: “¡Qué dura es mi abuela! ¡Qué rígida!”. Para ella no era lo mismo perderlo o no. Pero con el tiempo entendió que lo que su abuela le estaba proponiend­o era una manera más práctica de vivir el proceso de la pérdida de un embarazo. “Por un lado –dice Alejandra–, significa aceptar que estás vulnerable, escucharte que querés llorar, que necesitás contención, que no es un proceso fácil. Pero también es pensar que lo han vivido millones de mujeres, que podés seguir adelante, que no te vas a inundar y a hundir en esa experienci­a. Si escucháram­os más historias de mujeres –sigue–, si habláramos más de nuestras pérdidas, podríamos suavizar el miedo, el desconcier­to, tener un marco de contención para comprender el proceso de la vida. Dejar de pensarlo con omnipotenc­ia y entenderlo como algo más impredecib­le, como un misterio, también como un milagro. Pensar la maternidad como algo mucho más largo y difícil que la fecundació­n, que el test positivo”.

Al tiempo, el test casero volvió a dar positivo. Pero en la semana ocho el embarazo volvió a detenerse. “Cuando lo expulses, intentá recoger el embrión y ponerlo en frasco con formol, así lo analizamos”, le dijo su médica. Lo hicieron con su marido. El resultado fue “no concluyent­e”. El nivel de intensidad de aquella experienci­a los revolcó como un tsunami.

Una nueva médica, “veinte mil” estudios, y al mismo tiempo Alejandra se sumergió en espacios que le hacían bien. Se fue unos días a un retiro de yoga. Hacía rato que había empezado a sentir que la llegada de una vida estaba más allá de su control.

“Entendí –dice ahora– que tenía que vivir los embarazos que pasaron de una forma luminosa, no desde las sombras ni desde el miedo. Que la maternidad está llena de misterios. Que unir dos mundos sigue siendo algo mágico. Y entonces sentí que esas tres pérdidas no eran una amenaza; que eran tres enormes ilusiones que me habían hecho crecer”. Una semana después quedó embarazada. El embrión prosperó día a día, mes a mes, hasta ser Benicio.

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