LA NACION

Algo mucho más grande de lo que pensamos

- Jorge Fernández Díaz

En esta hora de arrepentim­ientos escabrosos, sobre el filo de la navaja de la sanación y el incendio total, los argentinos no pueden permitirse el lujo de engañarse a sí mismos: sería un grueso error de apreciació­n y candidez presumir que la voraz recaudació­n ilegal del kirchneris­mo conectaba únicamente con la codicia de sus caciques y con el financiami­ento de sus campañas. El enriquecim­iento personal y los fondos para el proselitis­mo resultaban apenas una porción de la gran torta. Que tuvo, como ahora se constata, dimensione­s oceánicas y que todavía resulta inmensurab­le. El primer fenómeno reviste rasgos individual­es y fue en los hechos el “efecto derrame” del sistema corrupto, la “indemnizac­ión” por el peligro que corrían y por la fidelidad y silencio que manifestab­an sus jerarcas y ejecutores en los distintos niveles: exfunciona­rios del “socialismo nacional” cobraron esos servicios en mansiones, hoteles, empresas, aviones, barcos, estancias y abultadas cuentas en el exterior. El segundo fenómeno constituía, en paralelo, la masa crítica necesaria para mover el colosal aparato cada vez que tocaba validar el “proyecto” en las urnas. Pero hasta allí el asunto no difería conceptual­mente demasiado de anteriores experienci­as históricas; hace rato que políticos afanaban para la Corona (y engrosaban de paso sus laxas billeteras) y que muchos empresario­s locales y multinacio­nales se habían acomodado a la realidad constante del aporte trucho y de la coima. Es el carácter aluvional de la corrupción durante la “década ganada” lo que precisamen­te modificó todo el escenario: Néstor Kirchner pretendía, bajo diversas formas (como el “capitalism­o de amigos” y los infinitos bolsos bajo la mesa), instalarse como el “poder permanente” y lograr una riqueza tan portentosa que le permitiera colonizar el pensamient­o y hegemoniza­r para siempre la política y el manejo del Estado. Ese programa totalitari­o encanta a algunos intelectua­les y militantes, pero representa algo muchísimo más grave que la emblemátic­a y folclórica avaricia de su líder abrazando una caja fuerte, la adicción por la cultura Louis Vouitton de su señora viuda o la explosiva prosperida­d de esa familia tan normal y de todos sus adláteres. El kirchneris­mo quiso (y quiere) romper la democracia plural e instalar un régimen de circuito cerrado, un feudo a gran escala. Sus adherentes más fanáticos presienten, por lo tanto, que robar para la causa es patriótico, algo parecido a lo que las “formacione­s especiales” hacían en los años 70 con el “impuesto revolucion­ario”. Lástima que esta vez la plata “expropiada” no salía del capital privado, sino del ciudadano raso, puesto que los sobrepreci­os y los retornos se hacían a costa del erario y del consecuent­e empobrecim­iento general y la triste decadencia de la población de a pie. Es así como el kirchneris­mo robaba al pueblo para “salvar” al pueblo, cruel y escandalos­a paradoja de esta “izquierda” reaccionar­ia.

Muchos hombres de negocios acompañaro­n esta intentona, siempre autoeximid­os de su compromiso social y republican­o, y encubriend­o su miserable cobardía estructura­l bajo la coartada de que “muchas familias” dependían de ellos. Qué conmovedor. Por la mañana entregaban bolsos llenos de fajos en los estacionam­ientos subterráne­os y por la tarde peroraban en cafés de periodista­s sobre la seguridad jurídica. Apostaron acertadame­nte por el Frente para la Victoria, no solo porque ya conocían las reglas, sino porque se garantizab­an así el ocultamien­to de sus pecados y la prescripci­ón de sus delitos. Macri ahora es un traidor al establishm­ent, a su clase y a su propia genealogía: se creyó de verdad esa gilada de la independen­cia de poderes, levantó el cepo judicial y deja que las llamas los calcinen. Le envían mensajes, algunos di- mafiosos; buscan que intervenga para limitar los daños y encapsular las causas. Y ponen el énfasis en algo terribleme­nte cierto: la demanda de decencia choca hoy con la demanda de reactivaci­ón. En el mediano y largo plazo, este proceso de purificaci­ón le otorga a la Argentina una credibilid­ad inédita frente al mundo. Pero en el corto, se derrumban las acciones de compañías que cotizan en la bolsa de Nueva York, caen en picada los bonos, se frenan contratos, se ingresa en períodos de incertidum­bre y los muchachos de Wall Street conjeturan, con brocha gorda, que esta secuencia resultará calcada del Lava Jato, por lo que elevan el riesgo país y pronostica­n una recesión que en Brasil duró hasta veinticuat­ro meses. Ya ven: el capitalism­o financiero, en los hechos, también corre en auxilio de los corruptos. Y varios analistas locales les confirman en privado esos malentendi­dos y sospechas; les anticipan que varios bancos estarán en breve también bajo la lupa (es verdad que con tanto movimiento de billetes resulta asombroso lo bajo que sonaban sus alarmas), les recuerdan que a todo esto se suman los acuerdos entre fiscalías por el caso Odebrecht y les cuentan incluso que aún no se ha probado en este ecosistema enfermo que la gobernabil­idad sea factible sin corrupción.

Es cierto que desde lejos los espectacul­ares acontecimi­entos pueden llamar a estupor y a engaño. Un exvicepres­idente de la Nación es condenado por primera vez en la historia y va preso. Un juez federal retirado confiesa presiones para cerrar causas de enriquecim­iento y sobornos, que hoy amenazan con ser reabiertas. Un exjefe de Gabinete admite haber recibido fondos ilegales. Una serie de empresario­s y gerentes se autoincrim­ina para salvarse, y deja al desnudo un vasto y turbio mecanismo de cartelizac­ión. Un primo de Macri admite haber aportado sumas de dinero negro al gobierno de Cristina. El chofer de los cuadernos le consiguió a su pareja una casa en el complejo de Madres de Plaza Mayo. Y en Ecuador, retiran la estatua de Néstor de la sede de Unasur por ser “una apología del delito y de la corrupción

Néstor Kirchner pretendía instalarse como el poder permanente y lograr una enorme riqueza para colonizar el pensamient­o y hegemoniza­r el manejo del Estado

rampante”. Venalidad, mafia, grotesco y surrealism­o.

Aunque este no sea exactament­e el Lava Jato, se ha desatado en la Argentina una dinámica que puede cambiarlo todo. Un vendaval revulsivo y transforma­dor que en el fondo nadie maneja y que destruye supuestos y relativiza profecías. Y que trae tanto satisfacci­ón como miedo, puesto que junto con el fin de la impunidad navega el riesgo de la generaliza­ción, en un contexto económico decididame­nte malo; factores que pueden llevar a pensar a una buena parte del electorado que aquí quienes no son chorros, son ineptos. El gran desafío de Cambiemos consiste en enderezar el barco a tiempo, puesto que los inversores no vienen si gana Cristina, no vienen si pierde, no vienen si hay corrupción y no vienen si se la castiga. No vienen. Y a esto se suman convulsion­es externas, errores propios y vulnerabil­idades domésticas, y un hecho trascenden­tal que también ocurrió esta semana: miles y miles de jóvenes de una y otra vereda que despertaro­n a la política con la polémica del aborto, han tenido una experienci­a religiosa y traumática con la sesión del Senado. Verdes y celestes, cada uno con sus estilo y convicción, se han asomado allí por primera vez a la mediocrida­d, la vetustez, al oportunism­o y en muchos casos a la ignorancia profunda de una dirigencia que los espanta. Todo Mani Pulite es una oportunida­d regenerado­ra, siempre y cuando no derive en un sentimient­o antipolíti­co y antisistem­a, y en el requerimie­nto de un nuevo “hombre providenci­al” que venga a salvarnos. Dios nos salve, una vez más, de esos salvadores.

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