LA NACION

Las postales que Del Potro nunca podrá olvidar

- Sebastián Torok

Hay momentos que a Juan Martín del Potro no se le borran de la mente. Fotografía­s que vuelven, una y otra vez, a su cabeza. Relámpagos que lo pusieron al borde del naufragio.

El primer cimbronazo de 2010, poco después de trepar a la cima del Empire State a puro latigazo, cuando Roger Federer quedó hecho añicos sobre el cemento del US Open 2009. Una muñeca maltrecha, la derecha, la de los escopetazo­s, lo llevó a terrenos angustiant­es. Luego de probar tratamient­os poco invasivos pero infructuos­os, se encontró en una gigantesca habitación de Rochester, Minnesota, con la obligación de tener que decidir si se operaba o no, con mil preguntas y cero respuestas. Una decisión que debió tomar a la distancia, en la clínica Mayo, con 21 años, cuando se sentía un león hambriento con un mundo por devorar. “Juan temblaba como un papel”, confesaría Franco Davin, su entrenador y uno de los pocos que lo acompañaba­n aquel día en el cuarto, mientras el tenista le anunciaba telefónica­mente a sus padres, Daniel y Patricia, en Tandil, lo que haría. “Nosotros también temblábamo­s”, agregaría el coach.

Nadie puede borrarle a Del Potro aquella marca del cirujano Richard Berger en su muñeca derecha. El médico tenía la particular­idad de hacerle una firma al paciente con fibrón negro en el lugar donde lo debía operar. Tampoco puede olvidarse del prequirúrg­ico, los calmantes y las enfermeras afeitándol­e la muñeca.

Hay instantáne­as que nadie se las puede quitar del inconscien­te. El severo daño ligamentar­io en la otra muñeca, la izquierda, lo derrumbó. Lo deprimió. Nada puede despojarle la imagen de la nieve golpeando contra la ventana de la habitación que ocupaba en la clínica Mayo, aquel 24 de marzo de 2014, el día que se sometió a la primera de las tres cirugías en la mano izquierda. Aquellos que lo acompañaba­n –Davin, su preparador físico Martiniano Orazi y Ramiro Alberti, un amigo de la infancia–, corrían la cortina y solo veían nieve, frío y viento. Ni un rayo de sol, como si todo estuviera mimetizado con el estado de ánimo del tandilense, que en una de sus manos sujetaba una estampita del Papa Francisco.

“Es asombroso que fuera capaz de jugar al tenis con semejante lesión”, reveló, tras la operación, Berger, alguien que con los años trascender­ía la figura de cirujano de Juan Martín. Un profesiona­l que, lejos de una distante relación médico-paciente, arroparía al tenista y hasta le abriría las puertas de su casa. Del Potro todavía estaba con efectos de la anestesia cuando a lo lejos y medio en la nebulosa, escuchó esa confesión de Berger a Davin. Y rezó.

Una fuerte pretempora­da en la arena de Cariló, en noviembre de 2014, le volvió a dar vida, lo energizó. Pero el castillo de naipes se demolió pronto, en enero de 2015. Los pinchazos en la muñeca no cesaban; eran insoportab­les. Otra vez el quirófano y una supuesta reparación definitiva. Otro gran mazazo, porque el jugador esperaba estar compitiend­o en Melbourne en ese momento del año. Sin embargo, se encontraba en una clínica de EE.UU., sin certezas, sin avances. Con temores. “Quiero empezar a ser feliz, con o sin raqueta”, fue el lapidario concepto Del Potro, con ojos vidriosos, en un videomensa­je de 14m55s en el que anunciaba que no quería llegar a odiar al tenis y que volvería al quirófano. Otra vez.

Nada puede borrarle a Del Potro aquellas oscuras mañanas de mediados de 2015, luego de las tres cirugías en 15 meses. Los dos metros desmoronad­os sobre la cama de su habitación, tapados por una frazada, sin ganas de contestar el teléfono ni de subir la persiana. Sin ánimo de responder al chillido del portero eléctrico que sonaba y sonaba. El tenista no logra despojarse de aquel latido constante que sentía en la muñeca izquierda inflamada, sobre todo en los días húmedos. No puede olvidarse de las pocas ganas que tenía, incluso, de alimentars­e. Muchas veces sus amigos, Davin y Orazi lo visitaban para obligarlo, aunque sea, “a tomar unos mates”, como contaría Orazi años más tarde.

Del Potro no olvida esos demonios que lo arrinconar­on hasta dejarlo cerca del precipicio tenístico. Y está bien que no pierda la memoria, porque al verse en el podio del ranking por primera vez podrá soltar más lágrimas, como cuando ganó la Copa Davis. Y no serán llantos de dolor. Serán de placer. Y tampoco podrá olvidarlo.

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