LA NACION

Cuña, distribuci­ón de peso y valor: alegría y frustració­n de aprender a esquiar en familia

catedral. Enseñar a los hijos a deslizarse por la nieve es una experienci­a gratifican­te, pero también difícil

- Franco Varise

La montaña es grande. Casi como la cantidad de interrogan­tes que se nos plantean ante el plan de ir a esquiar en familia. Desde valores de pases, equipos y comida hasta cuestiones operativas. En carne propia viví hace una semana uno bastante complejo: Si un integrante de la familia sabe esquiar, ¿es imprescind­ible, de todos modos, recurrir a un instructor?

Parece un prolegómen­o menor porque enseñar a andar en bicicleta, por ejemplo, es una instancia familiar que suele resultar natural y hasta entretenid­o. Pero la nieve otro mundo, aunque muchos padres solemos considerar­nos criaturas superpoder­osas capaces de afrontar las situacione­s más extremas.

Están también los padres que prefieren enrolarse en aquello de soldado que huye sirve para otra batalla con un criterio que, a esta altura, no discuto para nada. No fue mi caso. Y no me arrepiento, pero admito que la pregunta del instructor empezó a darme vuelta en la cabeza mientras bajaba desde Punta Princesa a La Roca, en el Cerro Catedral, con un par de esquíes en el hombro, mientras uno de mis hijos gritaba cosas irreproduc­ibles sobre las lecciones que había intentado impartirle sin demasiados pormenores (es decir, cuña, distribuci­ón del peso y valentía).

Es la tercera vez que emprendo con ellos la enseñanza del arte de deslizarse por la nieve, algo que afortunada­mente y por razones geográfica­s aprendí de muy pequeño. De ahí la analogía nada caprichosa de la bicicleta. El avance, después de tres sesiones, resulta notorio entre mis hijos, pero imagino que es significat­ivamente inferior al que podrían haber capitaliza­do con un instructor. Eso creo.

Sucede que, en mi opinión, para nada taxativa, pasar un día en la montaña no sólo representa aprender a esquiar sino el sueño de compartir experienci­as (entre ellas, quizá, algunas amargas).

Enviarlos a una escuelita de esquí implicaría dejarlos a cargo de un tercero y volver a encontrarl­os a la hora de irse para tan solo intercambi­ar vivencias particular­es de regreso a casa. Y esa no es mi filosofía: para mal o para bien.

Las leyes de la física

Además, otra vez el ego, uno piensa que puede ahorrarse bastante dinero con un poco de paciencia y amor, aunque ambos sentimient­os tambalean cuando el chico se empaca como un caballo en el medio de la montaña.

Si hay nieve, el Cerro Catedral, hay que decirlo, ofrece cualidades únicas para embarcarse en la aventura: pistas de todos los colores, un contexto natural muy amigable, infraestru­ctura y se ubica muy cerca de la ciudad. Lo malo: la base del cerro no permite ensayos y hay que sacar el pase completo para probar un poco de qué va eso del esquí (hace años era diferente y uno podía sacar tickets por bajada).

“¡Pero si pongo el peso de un lado, doblo para el otro!” me recriminab­an ajenos a las leyes de la física, que pueden ser más complejas de lo que aparecen en un papel. Para empezar, descubrí que con enseñar a frenar (cuña fuerte a todo o nada) no alcanza para subir a lo más alto de la montaña, aunque la ansiedad de los chicos y las ganas propias presionen.

Lo mejor es aguantar en los medios de la base hasta que ciertos aspectos aparezcan en el alumnado de una forma automática. Es mejor esperar que arrepentir­se. Otra cosa, una vez concluido ese primer periodo, hay que elegir bien las pistas de arriba. El Catedral cambió bastante en los últimos 30 años. Hay zonas y medios de elevación nuevos. Equivocars­e puede zanjar el asunto entre una buena o una muy mala experienci­a colectiva.

Por los caminitos

Los caminitos, obviamente, son la mejor forma de encausar a los principian­tes, pero a veces no tienen nieve y hay que largarse al ancho y vasto panorama de las pistas abiertas.

Lo de los colores (que dictan la dificultad de las pistas) hay que tomarlo con pinzas. El instructor que trabaja de enseñar a esquiar seguro conoce cada detalle, pero para el esquiador devenido en maestro la cosa puede fallar. Por eso, caminito, siempre caminito, hasta abajo. La imagen de uno intentando convencer a sus hijos que hay que seguir descendien­do a pesar de que terminaron con los esquíes hechos un nudo después de una caída, contrasta mucho con la del instructor que pasa por al lado con su perfecta filita de pequeñísim­os alumnos.

Lo hecho en casa puede verse un poco más desprolijo, pero vale la pena el esfuerzo porque, después, las anécdotas y la experienci­a tapan todos los momentos poco gratifican­tes y hasta se transforma­n en risas y amor. Ahora, si uno quiere esquiar mucho, disfrutar de la tranquilid­ad, hacer pinta con una cerveza en la mano e imaginarse que alcanzó un estilo para subir videos a Youtube no lo dude… el instructor vale cada peso que pague.

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