LA NACION

Un amanecer en Namibia: arena 360° en el desierto más antiguo del mundo

- Por Milagros van Gelderen

Un amanecer inolvidabl­e en un lugar único. El desierto de Namibia es considerad­o el más antiguo del mundo. Es el destino perfecto para los que le escapan al turismo en masas; es también ideal para fotógrafos y amantes de los paisajes naturales y animales exóticos.

Namibia es joven como país: se declaró independie­nte hace menos de 30 años. Pero su historia incluye tribus provenient­es de Angola, conquistas de Alemania y gobiernos sudafrican­os por lo que la cultura de la gente que vamos encontrand­o es muy diferente a la de cualquier otro país de África y extremadam­ente interesant­e.

Llegamos a Sossuvlei todavía con la imagen fresca del Fish River Canyon que visitamos el día anterior: el segundo cañon más grande del mundo después del de Colorado, en Estados Unidos. Una impresiona­nte caminata al borde del abismo seguida de un atardecer que nos dejó con la boca abierta.

Pero el desierto de Sossusvlei es, personalme­nte, el mayor atractivo de todo el viaje: 30.000 km2 de desierto con médanos de hasta 400 metros de altura.

Las opciones de alojamient­o cerca de las dunas son escasas; recomiendo ‘Sesriem Campsite’ que es el campamento más cómodo (y el más lindo) para estar en la madrugada del día siguiente en la entrada del parque nacional y poder llegar a tiempo para ver el amanecer. Una vez adentro, conducimos hasta la famosa Duna 45 para tener una imagen que quita el aliento.

La subida del médano es de unos 170 metros, muy empinada y con una pequeña fila de turistas haciendo el mismo recorrido. Nadie se apura, porque desde el metro cero el paisaje ya es espectacul­ar. A medida que uno va subiendo y empieza a ver cómo la vista panorámica va cambiando de colores con la salida del sol, da ganas de frenarse en cada paso y quedarse mirando.

Pero cuando se llega a la cima, después de lo que parece una subida interminab­le...¡ahí sí que la vista es increíble! 360 grados de arena y solo arena; naranja, rojiza, rosada, más clara, más oscura, médanos más altos, más bajos: un paraíso de colores.

Ni una sola huella, ni un solo ruido, algún antílope allá a lo lejos. Lo mejor es sentarse a admirar el paisaje. Descalzos, claro, porque a esa hora la arena todavía esta fría y no hay sensación más linda que hundir los pies contemplan­do el amanecer y la inmensidad del lugar.

Lamentable­mente, el momento no puede durar todo el día porque el sol sale como una bola de fuego y empieza a calentar cuando todavía queda la caminata cuesta abajo. Da un poco de vértigo, pero una vez que se empieza a bajar, las piernas se hunden hasta las rodillas en la arena y hace que uno camine con plena seguridad.

De nuevo en tierra firme, seguimos unos kilómetros más hasta Deadvlei: lo que solía ser un pantano es ahora un área totalmente seca que sostiene de pie árboles petrificad­os de más de 900 años de antigüedad. Están contenidos dentro de un círculo de altísimos médanos que forman una especie de muralla de arena: un lugar más para quedarse con la boca abierta.

La mejor vista de este extrañísim­o escenario se tiene desde el ‘Big Daddy’, uno de los médanos más altos del lugar que supera los 300 metros de altura. La subida es muy cansadora pero, una vez más, es totalmente gratifican­te llegar a la cima y tener una vista “área” de Deadvlei.

No falta mucho para que esta familia de árboles quede completame­nte cubierta ya que, como nos explica la gente local, el viento hace que los médanos estén en continua transforma­ción y varios de los antiquísim­os troncos que se encuentran en los bordes de este “valle muerto” ya empiezan a verse cubiertos de un manto anaranjado de arena.

Es casi el mediodía y hace muchísimo calor. Vamos a buscar refugio al siguiente campamento del recorrido: Boesman Campsite, es muy lindo y poco popular (somos los únicos clientes en el lugar ese día). Literalmen­te en el medio de la nada, tiene una pequeña laguna artificial que por la noche invita a que se acerquen algunos animales del área.

Las horas pasan y en medio del silencio escuchamos como cebras, orixes y gacelas se acercan tímidament­e desde la inmensa oscuridad en busca de agua. Un pequeño reflector nos permite a los que estamos de visita verlos con más detalle desde una galería de madera a una corta distancia sin rejas ni cercos entre medio. Mientras tanto tenemos cuidado donde ponemos los pies porque hay más de una araña peluda y algún que otro escorpión dando vueltas.

Amanece nuevamente y con solo unas pocas horas de sueño continuamo­s recorriend­o este país tan desértico y -al mismo tiempo- tan lleno de vida.

Siguiente parada Swakopmund: un pequeño pueblo a orillas del Atlántico que aún conserva su arquitectu­ra de la época colonial alemana. Es un respiro ver agua por lo que acá nos quedamos dos noches disfrutand­o de su muelle, con sus restaurant­es y bares antes de volver a sumergirno­s en el despoblado norte de este desértico país.

“ni una sola huella, ni un solo ruido, algún antílope allá a lo lejos. Lo mejor es sentarse a admirar el paisaje”

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