LA NACION

Vencida por una energía irresistib­le

La imposición de manos

- Texto Lorena Oliva

En una parroquia de Vicente López, cientos de personas participan de un rito que conjuga espiritual­idad, fe y sanación

Estoy parada al borde de una alfombra sobre la que, se supone, voy a caer en breve. Formo una hilera con otras treinta personas que quizá se están haciendo las mismas preguntas que yo: ¿cómo voy a reaccionar? ¿Me voy a caer? ¿Romperé a llorar o permanecer­é de pie, inmutable? De pronto, logro ver que alguien cae a escasos pasos de donde me encuentro.

Me siento en la orilla de una experienci­a completame­nte nueva. En medio de la incertidum­bre, repaso las razones que me han traído hasta aquí. Me encuentro en el patio de la parroquia Santo Tomás Moro, en Vicente López. Soy parte de una ceremonia que se repite desde hace varios años todos los viernes y los terceros martes de cada mes. Llegué hasta aquí este viernes, como lo hicieron cientos de personas, tal vez unas quinientas, en busca de las manos sanadoras del padre Adrián.

Adrián Santarelli es el párroco de la parroquia desde 2007. Con él trabajan otro sacerdote, el padre Jorge Luis, y un diácono de nombre Fernando. Pero de los tres es Santarelli el más requerido. Es considerad­o, por muchos, un cura sanador, aunque tanto él como un pequeño ejército de voluntaria­s de pechera celeste –llamadas servidoras– expliquen que el que obra es el Espíritu Santo, que el padre Adrián solo ejerce el don de la intercesió­n. La aclaración está a tono con la postura eclesiásti­ca, contraria a que se encarnen dones divinos o sobrenatur­ales en una persona. Pero, en virtud de lo que está ocurriendo hoy, comprendo por qué este asunto genera confusión.

La imposición de manos había comenzado una vez concluida la misa. Siempre es así: primero la misa y después el esperado epílogo que convoca tanto a fieles como a descreídos, a enfermos físicos y enfermos espiritual­es, a gente angustiada o que, simplement­e, necesita de ese encuentro con las manos del sacerdote porque, según dice, le da paz. En oleadas de veinte, las personas se van ubicando en hileras. Algunos adentro, con el padre Jorge Luis, y el resto afuera, con el padre Adrián y el diácono Fernando. “Afuera” es un patio grande, rectangula­r, angosto en el primer tercio, con diferentes salas a sus costados (una cocina, una secretaría, un despacho), que se ensancha hacia el final. En este último tramo se disponen, en el centro, dos largos caminos de alfombras. En la pared del fondo, elevado, como presidiend­o lo que ocurre, la imagen de un enorme Cristo crucificad­o.

Antes de ser ubicada en una de las hileras, pude apreciar cómo la gente se iba desvanecie­ndo sobre esas alfombras. El padre tocaba sus frentes, murmuraba algo, y acto seguido se dejaban caer sobre los brazos de dos ayudantes que acompañaba­n la caída hasta la alfombra. Pude ver cómo, en la hilera de la derecha, caía Ana, una mujer de 54 años con la que me había puesto a conversar en la previa. Es que, en el amplio hall de la parroquia, la gente empieza a juntarse desde el mediodía. Tal vez antes. Durante la espera surgen conversaci­ones. Hay gente que está ensimismad­a, conectada con su dolor. Pero hay quienes necesitan hablar, contar por qué vienen, tal vez para hacer la espera más amena.

Ana me había contado que estaba esperando a su amiga, a quien hacía poco le habían diagnostic­ado un cáncer de mama. Me contó que era su primera vez en Vicente López, pero la atmósfera en la que estábamos inmersas –rostros visiblemen­te angustiado­s, cabezas cubiertas por gorras y turbantes, bolsas o sobres con logos de centros médicos– la transporta­ba unos 24 años atrás, cuando estaba embarazada de su hijo y, tras un diagnóstic­o prenatal desolador, viajó desesperad­a a Rosario. “El padre Ignacio salvó a mi hijo”, me dijo mientras me mostraba la foto de un joven sano y sonriente. La amiga de Ana, que llegó unos minutos después de iniciada la misa, también caería desvanecid­a. Tenía la cara roja e hinchada por el llanto.

Cuando ya faltaba muy poco para mi turno, sucedió algo muy extraño con una adolescent­e. El sacerdote intentó imponer sus manos y ella lo sacó con un ademán agresivo, como si quisiera pegarle. La chica y su familia fueron apartadas a un costado y el padre Adrián continuó con su tarea.

Yo estaba ubicada en la hilera de la izquierda, de espaldas a la alfombra y a la hilera de Ana y su amiga, y de cara a una pared con un cantero a un metro de altura. Hacia allí llevaron a la chica con su familia mientras dos servidoras intentaban calmarla. Estaba fuera de sí. Diminuta, de unos 14 o 15 años, parecía tener más fuerza que el resto. Se resistía, se les reía, las desafiaba e intentaba zafarse, hasta que una servidora pareció reducirla. Pero cuando intentó pasarle agua (¿bendita?) sobre la frente, la chica le escupió la cara. Un hombre y una mujer que parecían ser los padres de la nena, y otra chica, acaso su hermana, miraban la escena impávidos, sin intervenir, hasta que la chica logró treparse al cantero con actitud desafiante pero sin emitir sonido. Entre todos la bajaron.

De repente, el padre Adrián, que hasta ese momento había continuado haciendo imposición de manos, interrumpi­ó su labor y comenzó a caminar hacia ella. Llevaba una botellita en sus manos. Murmuraba frases en un idioma que no parecía castellano. Parecía en trance. Pero, en el instante en el que el sacerdote llegó hasta ella, también llega mi turno.

Tengo el impulso de decirle al diácono Fernando que mejor no, que voy a volver otro viernes, que siga con la persona que tengo al lado. Lo que quiero es continuar viendo esta escena angustiant­e que transcurre frente a mí, en la que parecen estar luchando el Bien contra el Mal. Pero él coloca su mano sobre mi frente y dice “que el Espíritu Santo te bendiga mucho, mucho, mucho, mucho, mucho” y yo, que no quería caer, caigo. No puedo evitarlo.

Una especie de descarga, parecida a un soplido, me afloja el cuerpo. Me voy hacia atrás y soy recibida por los brazos de dos personas que acompañan mi caída hasta la mullida alfombra. No sé por cuánto tiempo permanezco con los ojos cerrados. Dentro de mí se debaten una profunda sensación de abandono con el impulso de levantarme y ver qué ha ocurrido con la muchacha. Abro los ojos y descubro un cielo celeste que empieza a apagarse. Una chica de unos veinte años me acaricia la cabeza y me dice, con voz serena, que disfrute el momento, que me tome mi tiempo. Por el rabillo del ojo logro ver que, muy cerca, se desploma alguien más.

Logro incorporar­me, pero siento el cuerpo aletargado. Así que busco una silla y permanezco sentada, cerca de la escena que me intriga. Solo logro ver al cura de espaldas. Está frente a la chica, que permanece contra la pared del cantero. La sotana blanca me impide ver la escena, pero se adivina cierta resistenci­a por parte de ella hasta que, de repente, el padre Adrián se aleja. Una de las servidoras la abraza, le arregla el cabello negro, la peina con la mano. Ella comienza a caminar y se arregla la bufanda color rosa que le cubre su cuello. La chica, su familia y la servidora comienzan a caminar en dirección a la secretaría parroquial. Yo me levanto con intención de irme.

Mientras me alejo, veo que la están anotando, junto a su hermana, al curso de preparació­n para la confirmaci­ón de jóvenes. “Portate bien, te esperamos”, la despide la servidora mientras otra mujer se acerca y le dice: “Vi cómo ayudaste a esa chica. Yo estoy preocupada por mi hija…”. La servidora, de unos 60 años, no la deja continuar. “Traela –le dice–. Como sea, pero traela”.

Me retiro conmociona­da de la parroquia. En mi cabeza resuenan las palabras de Graciela, una asidua asistente a las misas de los viernes: “Lo importante es tener fe y entender que el Espirítu Santo obra de muchas maneras, no solo en el momento de la imposición de manos”. Se quejaba de quienes, unas semanas atrás, y al enterarse de que ese viernes no habría imposición de manos, ya que sólo había un sacerdote, no se quedaron a la misa.

Lo dicen los especialis­tas en temas religiosos: son tiempos de fe creciente, pero lejos de los dogmas. De búsquedas espiritual­es que involucren lo mágico, lo sensorial, lo que no tiene explicació­n. Como la experienci­a de esa chica. O como esa fuerza que logró doblegarme, incluso contra mi propia voluntad, hasta terminar recostada. Aletargada. De cara al cielo.

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genitleza parroquia santo tomás moro El padre Adrián Santarelli bendice a uno de los fieles que, cada viernes, colman la parroquia; las manos del párroco alzando el Santísimo
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