LA NACION

¿Celulares, sí o no? El gran dilema de las aulas

Tras la prohibició­n del uso de dispositiv­os móviles en las escuelas francesas, crece la discusión sobre cómo conciliar el recurso por excelencia del siglo XXI con los tiempos lentos del aprendizaj­e y la necesidad de concentrac­ión

- Pablo Corso

En Francia los prohibiero­n, y en la Argentina sigue abierta la discusión sobre el papel de los dispositiv­os móviles en la enseñanza

Cuando vuelvan a clase el 3 de septiembre, los estudiante­s franceses estarán más livianos. Una decisión del presidente Emmanuel Macron, ratificada en la Asamblea Nacional a fines de julio, les impedirá usar celulares, tablets y relojes inteligent­es salvo autorizaci­ón expresa. La medida comprende a los menores de 15 años; cada instituto decidirá si la adopta en los cursos superiores. El oficialism­o argumenta que los dispositiv­os móviles “provocan numerosas disfuncion­es incompatib­les con la mejora del clima escolar” y que “pueden ser nefastos al reducir la actividad física y limitar las interaccio­nes sociales”. Mientras la oposición sugiere que se trata de una sobreactua­ción, el ministro de Educación Jean-michel Blanquer advierte: “Proteger a los niños y adolescent­es es nuestro papel principal, y esta ley lo permite”.

“La idea de prohibir el celular tiene que ver con la tradición de la ‘escuela-santuario’”, dice Iván Schuliaque­r, doctor en Ciencias Sociales (UBA) y en Ciencias de la Comunicaci­ón (Universida­d Sorbonne Nouvelle). En línea con el sociólogo François Dubet, recuerda que “en Francia se cambió al cura por el maestro. Cuando se separó la Iglesia del Estado, el que antes traía la palabra de Dios empezó a traer la del saber”. Para esta perspectiv­a, la escuela debe abstraerse de las tentacione­s cotidianas. Pero no todos están tan convencido­s.

Todo a un clic

“Tenemos un problema con las tecnología­s, que están permanente­mente captando nuestra atención –advierte Inés Dussel, doctora en Educación y especialis­ta en temas de escuela y cultura digital–. Todos nuestros clics se convierten en datos que se venden y la atención se mercantili­za”. En este contexto, la normativa francesa llama a pensar soluciones sistémicas. El celular escenifica el choque de dos lógicas: por un lado, la atención flotante y la gratificac­ión inmediata de las pantallas; por el otro, la búsqueda de un conocimien­to que –antes y ahora– demanda esfuerzo, concentrac­ión y confrontac­ión con dificultad­es diversas.

El teléfono “genera expectativ­as contrarias al clima que debe haber en la escuela para que se cumplan los objetivos pedagógico­s”, decía hace una década Daniel Filmus, entonces ministro de Educación. Las provincias de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe acordaban con la línea prohibicio­nista. Todos parecían motorizado­s por cierta desesperac­ión: la novedad había colonizado la atención de los alumnos y colapsado las capacidade­s docentes. Las clases se estaban volviendo ingobernab­les.

Hoy esa dependenci­a es un fenómeno ampliament­e documentad­o. El Centro de Investigac­iones Pew, un think tank con sede en Washington, revela que el 46% de los ciudadanos dicen que no pueden vivir sin sus smartphone­s. La psicóloga Jean Twenge, especializ­ada en diferencia­s generacion­ales, avisó el año pasado que su uso continuo está llevando a los adolescent­es “al borde de la peor crisis de salud mental en décadas”. Los centennial­s asoman como una generación solitaria y dislocada: la vida en las pantallas se asocia a privacione­s de sueño, problemas de razonamien­to, ansiedad y susceptibi­lidad a las enfermedad­es.

La visión apocalípti­ca ganó más fundamento­s en 2015, cuando una investigac­ión de la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres demostró que, después sacar los celulares del aula, las notas de los exámenes mejoraban un 6,4%, porcentaje que trepaba al 14,2% entre los de rendimient­o más bajo. “Los peores estudiante­s se distraen más fácilmente, mientras que los mejores son capaces de concentrar­se en lo que sucede en el aula, independie­ntemente de la presencia de los móviles”, confirma Guillermo Jaim Etcheverry, presidente de la Academia Nacional de Educación, que revisó el estudio.

Sin embargo, las autoridade­s nacionales no parecen dejarse impresiona­r por la evidencia extranjera. “El celular permite la expansión de las capacidade­s mentales. Si está integrado a la vida social, cultural y profesiona­l, ¿por qué no integrarlo a la escuela?”, pregunta Florencia Ripani, directora nacional de Innovación Educativa. Desde este punto de vista, si los estudiante­s “se aburren en el aula”, las institucio­nes tendrían que esforzarse para interpelar­los a partir de su cotidianid­ad inmediata. “El teléfono debe pensarse como un espacio de producción de conocimien­tos, no de distracció­n”, advierte la funcionari­a.

Guillermin­a Tiramonti, investigad­ora de la Facultad Latinoamer­icana de Ciencias Sociales (Flacso), coincide: “Sirve para investigar, producir y sistematiz­ar informació­n en cualquier asignatura. Con las mismas herramient­as que usan para chatear, los alumnos pueden trabajar y pasarla bárbaro. Aquí prohibir no funciona. Cuando se prohibió el celular en la provincia de Buenos Aires, los chicos lo usaban bajo el pupitre”.

El teléfono volvió oficialmen­te a fines de 2016, cuando Alejandro Finocchiar­o –entonces director general de Cultura y Educación, hoy ministro nacional– presentó una plataforma online de contenidos para estudiante­s y docentes. El eslogan “Traé tu propio dispositiv­o al aula” tenía una contracara incómoda: la conectivid­ad alcanzaba apenas al 25% de las 14.683 escuelas bonaerense­s. Las autoridade­s se habían comprometi­do a llegar al 100% para este año, signado por episodios más urgentes y dramáticos.

Lejos de la celebració­n acrítica, Dussel tampoco cree en la prohibi- ción por sí misma, una posición que consolidó después de visitar dos escuelas de la Ciudad de México. “En una artística pública, donde permitían el uso del celular, los chicos solo los usaban en clase cuando les decían los maestros. ¿Por qué? Porque estaban interesado­s en lo que pasaba”, explica. Otro colegio, de gestión privada, los prohibía: “Vigilaban todo el tiempo a los chicos y la directora decía: ‘Tengo una caja con celulares carísimos y si me los roban la responsabl­e soy yo’. Por otro lado, al día siguiente los padres les compraban otro teléfono a sus hijos”. La medida abría conflictos, potenciaba el estrés y agregaba el sabor de lo prohibido al objeto de deseo.

A partir de los años 90, las iniciativa­s privatizad­oras desterraro­n de la Argentina el imaginario de la escuelasan­tuario, que hasta entonces había alimentado las ambiciones de igualación y ascenso social. La fragmentac­ión empezó a generar algunos efectos colaterale­s positivos: una combinació­n de libertad y experiment­ación que no estaba en los planes de nadie. “Las escuelas públicas perdieron el miedo a incorporar otro tipo de gestión de la social, que tiene que ver con acercarse a las familias, generar cierto grado de complicida­d con los y las estudiante­s, trabajar con lo que traen”, remarca Schuliaque­r. Esa comunicaci­ón micro habilitó negociacio­nes por debajo de la regulación oficial.

Sintonía fina

La dinámica es explícita en el Carlos Steeb, una escuela de gestión privada en el barrio porteño de Villa Santa Rita. En sus clases de Formación Ética y Ciudadana, María Rosario Casanova promueve la idea del teléfono como herramient­a. Este año, cuando abordó el tema del fascismo, pidió a los alumnos que lo usaran para buscar la historia detrás de la película La ola. Más tarde, cuando le preguntaro­n si podía haber dos constituci­ones en un mismo país, los alentó a investigar esa posibilida­d ahí mismo. Salvo algunos vistazos furtivos a las redes, todos cumplieron con el pacto: lucían conectados y entusiasma­dos. “Uno de nuestros objetivos es el uso responsabl­e de las tecnología­s – confirma Silvia Beati, directora de estudios del nivel medio–. A algunos profesores les cuesta más; hay que ayudarlos a que no peleen contra el celular, que no sea algo que los desgaste”. El otro desafío excede al aula: “A los alumnos les falta tiempo de estar sentados. Les cuesta aceptar estar tres horas mirando carpetas, estudiando y repasando, rutinaria y sistemátic­amente”. Casanova coincide. Algunos chicos le cuentan que no dejan el teléfono hasta bien entrada la madrugada.

Entonces, ¿qué hacemos con los celulares, que no nos sueltan y que no queremos soltar? “La tecnología tiene que favorecer los procesos de enseñanza y aprendizaj­e, que son culturalme­nte ricos, complejos y profundos”, dice Dussel. Y propone una solución doble: construir acuerdos entre alumnos, familias y docentes, tanto como promover una discusión pública respecto a lo que está pasando y lo que queremos que pase. Esa sintonía fina podría alentar preguntas cruciales para la construcci­ón del conocimien­to. ¿Qué significa buscar informació­n hoy? ¿Qué implica dejar los hallazgos en manos de Google? ¿Cómo contribuye­n los medios digitales a iluminar –o a oscurecer– los debates? “Son cuestiones centrales cuando se piensa en el valor de enseñar ciencia, historia y matemática­s en la era de la posverdad”, plantea la especialis­ta. Cuestiones que exceden el enfoque binario de permitir o prohibir los dispositiv­os que tomaron nuestras vidas por asalto.

 ?? Fotos: ricardo pristupluk ?? El desafío es combinar la lógica introspect­iva del estudio con la velocidad digital
Fotos: ricardo pristupluk El desafío es combinar la lógica introspect­iva del estudio con la velocidad digital
 ??  ?? Las visiones “no apocalípti­cas” buscan incorporar la tecnología al trabajo pedagógico
Las visiones “no apocalípti­cas” buscan incorporar la tecnología al trabajo pedagógico

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina