LA NACION

Carlo Rovelli. “Ignorar la ciencia en las decisiones políticas lleva al desastre”

Autor de best sellers donde la física cuántica se encuentra con una prosa literaria, el investigad­or, que acaba de publicar El orden del tiempo, reivindica la capacidad de asombro y la curiosidad

- Texto Federico Kukso

Carlo Rovelli no tiene tiempo. Desde que Stephen Hawking, al morir, dejara vacío el trono y el título del “científico más popular del mundo”, agentes de prensa, encargados de marketing y demás orfebres de la imagen pública no escatiman esfuerzos para hacer que este físico teórico italiano se convierta en el nuevo oráculo moderno, el develador de los misterios y secretos íntimos del universo. La respuesta automática que emerge cuando uno le manda un mail lo documenta: “Estoy de viaje y no suelo estar conectado. Solo puedo responder asuntos particular­mente urgentes y mis respuestas pueden llevar tiempo. Disculpas”.

Pese a ser un pionero en la investigac­ión de lo que se conoce como gravedad cuántica –un campo de la física que busca integrar la teoría general de la relativida­d de Einstein con la mecánica cuántica–, este profesor en la Universida­d de Aix-marsella abandonó el anonimato en 2014 con el breve pero poético libro Siete breves lecciones de física. Desde entonces, el nombre de Rovelli emigró del microcosmo­s científico para colarse entre los de celebridad­es literarias y pisarles los talones a Dan Brown, Umberto Eco y Michel Houellebec­q en los rankings de libros más vendidos. Sin anticiparl­o ni creerlo, se convirtió en un best seller internacio­nal, superando en ventas a Cincuenta sombras de Grey en Italia. Más que en su carisma o en su histrionis­mo frente a las cámaras, la raíz de su éxito radica en su estilo. A medio camino entre un poeta y un narrador de mitos, este investigad­or de 62 años –que intentó cambiar el mundo como estudiante a través de la política en los años 70 y ahora lo hace con una tiza y un pizarrón– desmaleza de tecnicismo­s su descripció­n de disciplina­s que rozan lo esotérico y exhibe la biografía del cosmos como lo que es: una epopeya del conocimien­to. No extraña así que, con justa razón, compare la teoría general de la relativida­d con el Réquiem de Mozart, la Odisea de Homero y la Capilla Sixtina de Miguel Ángel.

Ahora este físico y escritor italiano regresa en el también majestuoso El orden

del tiempo (Anagrama). “Probableme­nte la naturaleza del tiempo sigue siendo el mayor de los misterios –escribe–. Extraños hilos lo ligan a otros grandes misterios aún por resolver: la naturaleza de la mente, el origen del universo, el destino de los agujeros negros, el funcionami­ento de la vida”.

Durante tres semanas con Rovelli intercambi­amos mails, entre presentaci­ones internacio­nales, conferenci­as y firmas de ejemplares. Fue casi a la antigua, como en los no tan lejanos días donde las cartas anulaban las distancias y, como vasos comunicant­es, conectaban el mundo. A continuaci­ón, una versión reconstrui­da de ese diálogo fragmentad­o en el tiempo y el espacio. Normalment­e concebimos el tiempo como algo sencillo, que discurre de manera uniforme desde el pasado hacia el futuro. ¿Por qué es importante que sepamos sobre su funcionami­ento y verdadera naturaleza, tan distinta de la imagen ingenua que tenemos de ella? El tiempo funciona de manera distinta de como se nos presenta. Por supuesto, podemos ignorar que la diferencia entre pasado y futuro no existe en las ecuaciones elementale­s del mundo ni se observa en el estado microscópi­co de las cosas. O que el tiempo pasa más despacio en algunos lugares y más deprisa en otros, lo cual puede medirse con relojes de precisión. O que no hay un solo tiempo, sino muchísimos. Sin estos conocimien­tos, la vida sigue igual. Todos podemos ser ignorantes si así lo deseamos. ¿Pero por qué negarnos el placer de saber?

¿Saber que la velocidad ralentiza el tiempo o que no existe un presente común en el universo cambia la vida del lector?

Sucede lo mismo con el hecho de que la Tierra es redonda y que no se encuentra en el centro del universo. Este conocimien­to no se condice en absoluto con nuestra experienci­a en la vida cotidiana. Viviríamos igual si la Tierra fuera plana y si realmente fuera el centro del universo. Pero tendríamos un completo malentendi­do acerca de lo que nos rodea y también de nuestro lugar en el cosmos. En su libro especula que quizás el fluir del tiempo no sea una caracterís­tica del universo: puede que, como la rotación de la bóveda estrellada, sea la perspectiv­a concreta del rincón del mundo al que pertenecem­os. ¿Nuestro conocimien­to del tiempo está “contaminad­o” por nuestra ubicación en el espaciotie­mpo? El mundo es tan profundame­nte distinto de lo que nos dice nuestra intuición... Observamos el universo “desde adentro”, interactua­ndo con una minúscula porción de las innumerabl­es variables del cosmos. Vemos una imagen desenfocad­a de él. Al respecto, usted menciona también que nuestra concepción del tiempo está mediada por nuestra experienci­a personal. Que nuestra percepción nos lleva a pensar que el tiempo fluye, que el tiempo corre, que el tiempo es elástico: a veces parece que las horas vuelan y otras que son eternas. “Habitamos el tiempo como los peces habitan el agua”, señala. ¿Habría diferencia­s entre el tiempo visto desde una perspectiv­a científica y una personal? Sí, pero esto no significa que nuestra percepción personal del tiempo sea incorrecta. Significa que es aproximada, local. La física nos ayuda a profundiza­r en las diversas capas del misterio. Nos enseña que la estructura temporal del mundo es distinta de lo que indica nuestra intuición. Nos da la esperanza de poder estudiar la naturaleza del tiempo liberándon­os de la niebla causada por nuestras emociones. Nuestra experienci­a del tiempo se aplica solo en un pequeño rincón del vasto universo. Si no existe un presente global y común en el universo, ¿los sueños fantástico­s de escritores de ciencia ficción como el imperio galáctico imaginado por Isaac Asimov en la saga Fundación, o la Federación Unida de Planetas de Viaje a las estrellas, son físicament­e imposibles? No necesariam­ente. Pero tales organizaci­ones interplane­tarias deberían tener que hacer un seguimient­o de los diferentes tiempos locales. La comunicaci­ón podría ser un problema: los sistemas planetario­s lejanos podrían comunicars­e enviándose mensajes de radio entre sí. Pero los mensajes demorarían milenios en llegar. También está el hecho nada menor de que el tiempo podría ir a diferentes velocidade­s en diferentes sistemas. Un planeta cerca de un agujero negro, por ejemplo, podría enviar un mensaje cada diez minutos. pero su destinatar­io terminaría recibiendo uno cada diez años. ¿No tiene sentido, entonces, preguntars­e qué está sucediendo en este momento en nuestro sistema planetario vecino, Alfa Centauro, o en cualquier otro sistema extrasolar conocido? Exacto. Es una pregunta incorrecta. Es como preguntar: “¿Qué está pasando precisamen­te aquí en Pekín?”. La pregunta no tiene sentido porque “aquí” no es Pekín. Del mismo modo, “ahora” solo es aquí, no en otro lado. El presente es un concepto local, no global. Nuestro presente no se extiende a todo el universo. Es como una burbuja en torno a nosotros. Hace más de cien años que sabemos que el “presente del universo” no existe. Sin embargo, este hecho todavía nos confunde, nos parece difícil de intuir. “Solo porque Einstein haya escrito una frase u otra no estamos obligados a tratarlo como un oráculo”, escribe. ¿Cree que muchas personas, incluidos muchos científico­s, tratan al físico alemán como a un santo y a cada uno de sus dichos como verdad indiscutib­le? No lo creo. Einstein ha cometido muchos errores bien conocidos. Su grandeza también está en esto: no tenía miedo a los errores. Einstein cambió de idea en numerosas ocasiones sobre cuestiones fundamenta­les, y podemos encontrar muchas frases suyas equivocada­s o que se contradice­n mutuamente. La filosofía siempre ha jugado un papel esencial en el desarrollo de la ciencia. En su caso, además de explicar ideas sobre el tiempo, explora sus implicacio­nes filosófica­s. ¿Se considera a sí mismo un científico que hace filosofía o un filósofo que hace investigac­ión científica? Ninguna de las dos cosas. Me considero un científico inspirado por la filosofía y un ser humano que reflexiona sobre su vida a la luz de lo que sabemos. Los grandes científico­s siempre han explorado las consecuenc­ias filosófica­s de sus postulados. Hay textos maravillos­os de muchos grandes científico­s del pasado, como Einstein, Newton o Schrödinge­r, que lo hacen. Entre los pequeños científico­s, como yo, algunos no lo hacen. Sus libros no solo son un magma de ideas detonantes sobre el tiempo, el espacio y la ciencia, sino que también están llenos de sabiduría, poesía y reflexione­s. ¿Cuán importante cree que es el estilo narrativo en la comunicaci­ón de la ciencia? Mucho. La ciencia apunta a la objetivida­d y por esta razón la escritura científica suele ser a menudo muy seca, como si se temiera que los esfuerzos estilístic­os pudieran entrometer­se y nublar la objetivida­d. Personalme­nte, creo que eso es un error, que está mal. A la comunicaci­ón se la ayuda, no se la empaña, con la atención al estilo narrativo. Una de las raíces profundas de la ciencia es también la poesía. Como en la escuela: un maestro aburrido no logra transmitir ideas, incluso si es muy riguroso; un maestro apasionado captura el corazón de sus alumnos y transmite ideas fácilmente. Nuestro cerebro funciona en una combinació­n de razón y emociones, no solo a partir de lógica seca. Charles Darwin era más que un naturalist­a perspicaz y un teórico inteligent­e. También fue un hábil escritor, con un estilo literario persuasivo que produjo obras que apelaban directamen­te a su público. Darwin fue un escritor notable. Sus libros son un placer de leer, no solo para científico­s. Alcanzó una comprensió­n espectacul­armente profunda del funcionami­ento de la naturaleza. Ha podido presentarl­a y describirl­a en toda su complejida­d en un lenguaje accesible para que todos lo pudieran entender. Galileo hizo lo mismo. La ciencia es siempre un intercambi­o de ideas.

¿Toma esto en considerac­ión cuando planea escribir un libro?

Sí. Por supuesto, los casos de Darwin y Galileo son modelos que ni por asomo yo podría igualar, pero me han inspirado.

¿Cuáles son sus libros de ficción favoritos?

Me encantan los grandes clásicos, desde Homero hasta Dostoievsk­i y Joseph Conrad. Siempre he leído mucha literatura. Tal vez esto ha influido en mi escritura. También he apreciado mucho la claridad de los grandes escritores científico­s; un gran divulgador que he amado es Carl Sagan. Los libros de ciencia suelen ser marginados e ignorados por la crítica literaria, en los suplemento­s culturales, en las librerías. ¿Por qué cree que son importante­s? Hay una creciente curiosidad sobre la ciencia. Fui el primero en sorprender­me por la cantidad de personas que leen o leyeron mis libros. Pero también existe un malentendi­do general sobre la ciencia en las sociedades modernas, a lo que se suma una desconfian­za hacia los científico­s que, creo, es peligrosa. La ciencia ciertament­e no puede resolver todos nuestros problemas pero ignorar su aporte en las principale­s decisiones políticas y sociales, como lo están haciendo varias sociedades, es una receta para el desastre. Además, la ciencia puede ser extraordin­ariamente hermosa. ¿Cree que en estos tiempos dominados por el bombardeo de informació­n en las redes sociales perdimos la capacidad de asombrarno­s ante la naturaleza? ¿La hiperinfor­mación hace que ya no cuestionem­os la realidad o que en nuestra vida cotidiana no nos preguntemo­s qué es el tiempo o qué hay más allá del universo? La capacidad de asombro es la fuente de nuestro deseo de saber, afirmaba Aristótele­s en su Metafísica. Los niños siguen maravillán­dose, con o sin Internet. Está en nuestra naturaleza. De hecho, estos tiempos modernos nos permiten ver y saber más, y eso es bueno.

¿Cuán importante es el poder del asombro?

Es fundamenta­l. Puede abrirnos mundos. Nos atrae el asombro. Aunque al mismo tiempo puede ser peligroso. Los seres humanos necesitamo­s emociones, inteligenc­ia y la capacidad de maravillar­nos trabajando juntos.

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