LA NACION

El remisero que anotaba todo

- Héctor M. Guyot

La trama de los cuadernos de las coimas, que derivó en una impactante investigac­ión periodísti­ca y en una actuación judicial sin precedente, es la concatenac­ión de una serie de eventos impensable­s. La liebre salta por donde no se la espera, pero esta historia va más allá de todo lo imaginable. Hasta García Márquez hubiera tenido problemas para crear un personaje que se dedica, durante diez largos años, a llenar páginas en las que narra en secreto el mismo hecho –un bolso que cambia de manos– repetido hasta el hartazgo. Sin embargo, el arte de la escritura está en los detalles, en contar cada cosa como si fuera extraordin­aria, y precisamen­te esa es la mayor virtud de la prosa de Oscar Centeno, el remisero que con su oficio colaboró en el saqueo del país mientras iba fraguando, con paciencia infinita y acaso sin saberlo, la prueba que permitiría desbaratar­lo unos años después. La devoción por el detalle es lo que hace irrefutabl­es estos cuadernos ante los que se rinden empresario­s y funcionari­os corruptos.

¿Por qué esa perseveran­cia? ¿Por qué esa obsesión? La respuesta quizá está en el primer bolso verde que acarreó. Ese día sus ojos vieron lo que no debían haber visto y acaso supo que estaba atrapado en una inverosími­l red de corrupción. Ya no había vuelta atrás. El secreto que compartía con sus patrones lo condenaba y no podía salirse. Cuando la realidad resulta excesiva, la escritura es a veces el único escape posible. Un modo de conjurar aquello que horroriza o deslumbra, o los temores que quitan el sueño. Una tabla de salvación de la que tomarse cuando todo cruje, aunque no se sepa todavía por dónde sobrevendr­á el desastre.

Como sea, Centeno se había aferrado al registro frío de ese saqueo y así llenó al menos ocho cuadernos. Anotaba todo lo que veía en esos viajes que lo llevaban de los sótanos del poder empresario a las guaridas donde los Kirchner acopiaban el producto del latrocinio. Como un escritor, un remisero es por definición un testigo de la vida ajena. Es el que observa. A la ciudad y su gente. Y a los que llevan prisa por llegar a un destino del que él, en su jornada de trabajo, carece. Cuando conduce su coche, el remisero no tiene vida propia. Mientras dura el viaje se nutre de la vida de los pasajeros que transporta. Centeno además transporta­ba kilos de dinero ilegal. Lo tenía al alcance de la mano pero no participab­a de la fiesta. De la fiesta grande, al menos. Era el testigo que observa y anota, aunque en silencio pretendier­a su parte. Estaba allí, conduciend­o el coche, pero también estaba al margen. Olvidado. Esa es la mejor distancia para escribir y eso es lo que hacía Centeno.

Ese remise convertido en camión de caudales clandestin­o se había convertido en la vida de este hombre. Quizá entonces lo que escribía en esos cuadernos Gloria no fuera otra cosa que un diario personal. Lo que queda del día. Allí donde cualquiera anota “hoy en el súper me encontré con fulano, estaba bien”, Centeno consignaba: “Llevamos cuatro millones de dólares a la Quinta de Olivos”. Pero la transparen­cia de esos cuadernos es engañosa. A veces se escribe para vivir la vida de otros. Y a veces se escribe sobre uno mismo como si se tratara de otro. No queda claro en qué categoría encaja Centeno. Solo sabemos que la mentira suele estallar por el lugar menos pensado y que nunca somos enterament­e dueños de lo que escribimos.

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