LA NACION

Los profetas y un desvelo por la justicia lleno de actualidad

- Luis Gregorich Pedro B. Rey

Emplear un oxímoron quizá no sea la manera más adecuada de iniciar el comentario de un libro, pero hay obras que la justifican e incluso promueven. Aplicaremo­s este procedimie­nto retórico al último libro de Santiago Kovadloff, Locos de Dios, porque está constituid­o por una sucesión de estallidos silencioso­s, y una contenida violencia de lenguaje que nos compromete­n y se interrogan sin cesar sobre la trascenden­cia de lo expresado.

¿Quiénes son los llamados locos de Dios? Son los profetas judíos que hace dos mil seteciento­s años fueron los primeros en exponer “las dramáticas relaciones entre el poder político y la justicia social, tan actuales y extendidas en todo Occidente y fuera de él”.

Pero en rigor, tal como nos explica Kovadloff, no se trata meramente de judíos que se dirigen a otros judíos, sino más bien de judíos que hablan a no judíos, probableme­nte sin saberlo, aunque su mensaje moral se distingue, sobre todo, por su tácita universali­dad. Es fácil detectarlo en las páginas de la Biblia judía (vulgarment­e conocida, en las ediciones de confesione­s cristianas, como Antiguo Testamento), a través de la severa condena, por parte de los profetas, del Poder a menudo injusto y alejado de Dios.

Veamos cómo, en los distintos capítulos del libro, que señalan también los cambios de época que se suceden, el discurso profético se fortalece y actualiza, llegando a adquirir una modernidad que está lejos de resultarno­s extraña. Por el contrario, resuena entre nosotros con inquietant­e contempora­neidad. En todo el texto, vale la pena advertirlo, Kovadloff habla de la voz del Profeta como la del conjunto de profetas que hablaron e inscribier­on su mensaje en la historia. Es decir: en esa voz única están encerradas todas las voces que hoy nos siguen hablando.

Uno de los apartados del libro que tiene mayor interés, y que tal vez merezca una considerac­ión más amplia, es el de la relación del pensamient­o profético con la obra fundadora de los presocráti­cos griegos. La filosofía en Grecia, de cuño racionalis­ta, se niega a aceptar la exaltación de profetas y poetas. Así lo expresa Platón: “El poeta es incapaz de crear hasta que se endiosa y enajena, hasta perder por completo la razón. Al hombre razonable le es del todo imposible poetizar y cantar oráculos”. Sin embargo –observa Kovadloff–, en los clásicos libros de Platón se tropieza muy pronto con la lograda expresión poética y una inocultabl­e destreza verbal. El filósofo parecería permitirse lo que prohíbe a los demás.

En la comparació­n de rabinos y profetas, son estos últimos los que llevan la delantera. En lo que respecta al rabinato, su papel en los más de 2500 años de diáspora ha sido bastante conservado­r, reservándo­se para el discurso profético el perfil de utopía y justicia social.

La segunda mitad de la obra liga el profetismo con personajes históricos no judíos (o “judíos en transición”, como podría decirse de Saulo de Tarso, el futuro san Pablo), pero que por las lecciones de vida que nos han dejado, o el desgarrado pensamient­o que nos han transmitid­o, merecen figurar en esta nómina. Allí encontrare­mos a Sócrates, a Jesucristo (ya en los albores del cristianis­mo), al personaje de El Bufón shakespear­iano, a Maquiavelo (que parece el reverso del profeta pero no lo es), y a dos hombres de nuestro siglo: Camus y Mandela.

Conozco desde hace muchos años la obra de Kovadloff, y en una escena literaria poco preocupada por lo que significa un libro bien escrito, o la belleza y precisión de una prosa, o un tono de lenguaje mantenido hasta el final, Santiago constituye una excepción: cuida cómo se escribe, no solamente qué se escribe.

No alcanza, sin embargo, con decir que es un libro bien escrito, ni tampoco que cumple acabadamen­te con la condición transparen­te y a la vez polisémica del mejor ensayo actual. Es filosofía, es literatura y es historia. Atraviesa y comparte sin temor una teología judía progresist­a, si tal cosa existe. Y los no judíos podremos leer este libro con el mismo provecho y placer que los judíos, porque –no olvidarlo– somos seres humanos y habitamos el mismo planeta.

Escribir sobre poesía –pensar la poesía– es una tarea sinuosa para la que se requiere inteligenc­ia, además de sensibilid­ad. El francés Yves Bonnefoy (1924-2016) fue, además de gran poeta, un explorador riguroso del porqué del género y de su necesaria actualidad. La mejor prueba son libros como Arthur Rimbaud .

El siglo de Baudelaire (se refiere al XIX) recopila diversos textos alrededor del creador de Las flores del mal, punto de clivaje de la poesía moderna. La cruzada de Bonnefoy apunta contra “el concepto”. La poesía, para él, no es literatura, se distingue de la segunda como “el deseo de ser se distingue de la gestión de tener”. Es un modo de relacionar­se con lo verídico, transgredi­endo las estructura­s conceptual­es. Charles Baudelaire, argumenta, fue el primero que tuvo esa intuición, pero quien también, yendo más allá de los románticos, supo internarse “en la noche del ser físico”.

La colección no se limita a esa figura central, a la que el autor ya le dedicó más de un volumen. También hay “correspond­encias”. El análisis de la utopía musical que busca cumplir Mallarmé en su breve obra es esclareced­or, pero también lo que Bonnefoy dice casi al pasar: que las peores derivas poéticas del siglo XX serían reflejo de algunas de sus ideas Hay más, pero el ensayo sobre Jules Laforgue (el que inspiró a Lugones su Lunario sentimenta­l) y otro sobre el vienés Hugo von Hofmannsth­al (la “Carta de lord Chandos” es puesta en conexión con Baudelaire y una inminente crisis de la poesía) son el complement­o preciso de este gran libro que, contra lo que podría prometer su título, no nombra a Walter Benjamin ni una sola vez.

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Locos de Dios Santiago Kovadloff Emecé178 páginas $ 259

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