LA NACION

No matarás, no robarás

- Texto Sergio Suppo

“Ningúnjust­ificativon­osvuelve inocentes. No hay ‘causas’ ni ‘ideales’ que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata de asumir ese acto esencialme­nte irredimibl­e, la responsabi­lidad inaudita de haber causado intenciona­lmente la muerte de un ser humano”. Escritas por el filósofo Oscar del Barco al promediar la década pasada, esas palabras forman parte de un texto que provocó un debate significat­ivo, pero acotado al ambiente intelectua­l sobre la violencia política en los años 60 y 70. Conocida como “No matarás”, la carta que escribió este exmilitant­e de izquierda a la revista La Intemperie fue a la vez un acto de contrición sobre el uso de la violencia y una descripció­n del fenomenal fracaso de la política en esa época. Esa desgracia consistió en asumir que la muerte era una solución, la solución. Graciela Fernández Meijide acierta cuando dice que su generación le dejó a la siguiente esa herencia de bandos que se mataron sin haber después admitido semejante desastre como un error. Peor, hubo quienes desde el poder, durante la década kirchneris­ta, llegaron a reivindica­r aquella violencia.

Al amparo de una convalidac­ión social más o menos explícita, la generación política siguiente, bajo una democracia sin interrupci­ones, construyó otro legado: la corrupción como sistema. En los 90, los robos desde el poder fueron presentado­s como parte de las transgresi­ones del menemismo, que, se creía, incluían una apuesta por la modernizac­ión. Una fracción importante del electorado privilegió una cierta comodidad económica y asumió el “roba pero hace”.

Entonces, como en el kirchneris­mo, los contratos con retornos, las licitacion­es con coimas y los funcionari­os enriquecid­os no fueron un secreto. También en esa época comenzó un reparto de dinero en negro entre jueces y legislador­es a cambio de fallos y leyes. Los votantes que consagraro­n a Carlos Menem y al matrimonio Kirchner sabían que lo que tanto les fascinaba incluía bendecir la corrupción. Allá, en los 90, bajo la bandera de la modernidad. Más acá, con la ilusión de la distribuci­ón de la riqueza.

Es bajo ese paraguas que llegaron a desarrolla­rse dos justificac­iones que todavía hoy perduran y son utilizadas en estas mismas horas como argumento de defensa.

La política dice que para llegar y mantenerse en el poder se necesita mucho dinero. ¿Es acaso una casualidad que durante décadas nunca lleguen a ninguna parte los debates para aplicar leyes que transparen­ten los fondos electorale­s? Los contratist­as del Estado, desde su vereda pero en la misma calle compartida por la política, responden que para que sus empresas funcionen siempre debieron pagar sobornos. ¿Quién pide la coima? ¿Quién la ofrece? Cambian los nombres, los estilos y las formas, pero nunca el fondo. Es todavía difícil saber si el cambio de gobierno en 2015 expresa al menos en una parte un rechazo al robo como dogma político. Esa historia está todavía por escribirse.

Tal vez haya algo tan malo como matar y como robar. Celebrarlo y no arrepentir­se.

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