LA NACION

El mito de la economía colaborati­va

- Gonzalo del Castillo

Fue hacia mediados del siglo XIX que, con su promesa de garantizar el desarrollo sin fin del hombre guiado por el conocimien­to y la libertad, la fe en la razón –es decir, en el hombre– desplazó a la fe religiosa, cuyo objeto claramente lo trasciende.

Ha transcurri­do más de un siglo y la promesa permanece incumplida. Pero las civilizaci­ones necesitan siempre de un objeto de fe en el cual sustentars­e para avanzar. Y hoy, ante la evidencia de nuestros fracasos y limitacion­es, la fe en la razón deja el lugar a un nuevo credo que no solo se descentral­iza del hombre sino que pone su esperanza, justamente, en la deshumaniz­ación de su objeto: la tecnología.

Lo que la razón, la política y las institucio­nes humanas no lograron solucionar se espera ahora que lo resuelvan algoritmos y plataforma­s tecnológic­as que, sirviéndos­e del giro copernican­o que representa internet, prometen fomentar los lazos comunitari­os, hacer más confiables y eficientes las interaccio­nes humanas, reducir nuestros impactos ambientale­s y generar mucho más valor económico.

Traducido al campo de los negocios, nacen empresas que –bajo el paraguas conceptual de la economía colaborati­va– se sirven de la nube para poner en contacto clientes con proveedore­s de servicios para realizar transaccio­nes en el mundo real. Desde contratar personal para la limpieza del hogar hasta alquilar departamen­tos o compartir un trayecto en coche, todo puede ser realizado y monitoread­o con la eficiencia que brinda la tecnología digital.

De esta manera, empresas emblemátic­as como Uber o Airbnb desembarca­n en las ciudades con el avasallami­ento propio de quienes se reconocen como encarnacio­nes del ideal de progreso: más seguras, más confiables, más económicas y, sobre todo, más eficientes. De igual modo, gracias a sus plataforma­s que eliminan a los intermedia­rios, auguran la transmutac­ión del oprimido empleado en emprendedo­r, y de los individuos aislados en comunidade­s solidarias y colaborati­vas. El bullicio desesperad­o de los taxistas contra Uber no sería más que los estertores del pasado que continúa resistiénd­ose al futuro.

Pero vivimos en la era del rendimient­o, bajo cuyo imperio, la colaboraci­ón y el trabajo se funden y confunden, aunque lo hagan al calor del concepto aparenteme­nte solidario de economía colaborati­va.

Y acaso sea ese el meollo del problema. La colaboraci­ón, entendida en su pureza, no persigue benefi- cios económicos. Sobre todo, a nivel comunitari­o, se la ejerce desinteres­adamente, obteniendo satisfacci­ón en el ayudar o servir al otro. Su fin es altruista. No egoísta. De esta colaboraci­ón surgen los verdaderos lazos sociales, la confianza, la solidarida­d y el sentimient­o profundo de comunidad.

Pero más allá de lo conceptual, la promesa de la economía colaborati­va como creadora de emprendedo­res libres, bien pagos y aparenteme­nte felices no resiste un análisis minucioso. En la corta historia desde su nacimiento hasta el dominio de los mercados globales, somos testigos de cómo este concepto termina siendo la meca de unas pocas y panópticas empresas, impulsadas y financiada­s por capitales de riesgo internacio­nales y sostenidas, fundamenta­lmente, en oligopólic­as plataforma­s tecnológic­as. Al alcanzar su punto máximo, se convierten en organizaci­ones que hacen todo lo contrario de lo que pregona el concepto sobre el que dicen fundarse: bajo la falacia de lo “colaborati­vo”, se termina construyen­do una economía más concentrad­a, egoísta y precarizad­a. Con muy pocas grandes empresas que logran rendimient­os astronómic­os y crecientes, gracias a un modelo de costos fijos constantes y costos marginales inexistent­es. Es decir, concentran los beneficios y distribuye­n los riesgos.

Pero, eso sí, mucho más eficientes y por lo tanto bendecidas por el dogma de la fe tecnológic­a y digital. Una fe que, acompañand­o el espíritu de la época, solo persigue la eficiencia y el rendimient­o, en detrimento de otras formas de desarrollo de la vida humana.

Tanto usuarios como “emprendedo­res” que conducen sus autos o alquilan sus casas –y ceden una porción creciente de sus ingresos a empresas transnacio­nales que a menudo buscan eludir responsabi­lidades locales, maximizar ganancias y monopoliza­r informació­n– pueden creerse parte del progreso –guiado por la tecnología– hacia la liberación del hombre y el despertar de nuevas formas de colaboraci­ón y solidarida­d. Ignoran que son, en cambio, actores esenciales en un proceso que reafirma justamente lo contrario: una creciente tendencia al egoísmo y a la atomizació­n de la sociedad que constriñe dramáticam­ente los espacios para la acción comunitari­a.

Politólogo. Fundador del Movimiento Agua y Juventud y director del Centro de Sustentabi­lidad-CeSus

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