LA NACION

La caída de las cleptocrac­ias puede dar lugar a líderes antisistem­a

crisis de los cuadernos. Si el escándalo de corrupción no genera cambios institucio­nales y no se recupera la confianza de los ciudadanos, la democracia podría quedar debilitada

- Sergio Berensztei­n

Cuandolaco­rrupciónno es la excepción sino la regla, cuando los mecanismos para maximizar la capacidad de extraer ilegalment­e recursos del Estado constituye­n uno de los principale­s nodos que articulan las relaciones público-privadas –en particular los vínculos entre la clase política y los empresario­s, sindicalis­tas y organismos no gubernamen­tales–, las principale­s institucio­nes y agencias estatales sufren una suerte de “captura” por parte de los responsabl­es de esa red de corrupción. De este modo, la pregunta no es dónde había negociados ilegales y mecanismos de coacción y amenazas abiertos o encubierto­s, sino si hubo algún ámbito público que hubiera resistido o evitado caer en las garras de estos vastos y brutales esquemas predatorio­s.

Vale la pena subrayar que estos sistemas políticos que se fusionan, están imbricados y establecen relaciones simbiótica­s con redes cleptocrát­icas que desdibujan la naturaleza misma de la democracia republican­a, pues se obturan o al menos minimizan los mecanismos de control más elementale­s. En cuanto al caso específico del Poder Judicial, esto implica naturalmen­te la necesidad de someterlo a límites estrictos o al menos regularlo con la misma mecánica utilizada en otros ámbitos estatales. Las redes cleptocrát­icas pretenden dominar directa o indirectam­ente los medios de comunicaci­ón, a menudo con el uso discrecion­al de la pauta publicitar­ia, el otorgamien­to de licencias o la compra mediante testaferro­s de diarios, radios, canales de televisión, productora­s de contenidos, etcétera.

Estos regímenes se caracteriz­an por promover el patrimonia­lismo, que es una forma de gobernabil­idad en la que todo el poder fluye directamen­te del líder y donde se confunden o mezclan los sectores público y privado. Es decir, se borran los límites entre la hacienda pública y las fortunas privadas, y los asuntos del Estado son administra­dos y reducidos a cuestiones personales. Max Weber estudió este fenómeno, al que definió como una forma de dominación tradiciona­l. Basado originalme­nte en estructura­s familiares, sobre todo en el patriarcad­o (es decir, la autoridad de los padres), mutó luego hacia monarquías patrimonia­les y otros mecanismos elementale­s de dominación. Con el tiempo, se fueron sofistican­do para respaldar a los gobernante­s patrimonia­listas con funcionari­os burocrátic­os tradiciona­les que respondían directamen­te a sus órdenes y deseos. En la Europa Occidental, surgieron las monarquías constituci­onales que permitiero­n la integració­n de las aristocrac­ias con base territoria­l. Weber sostiene que con el avance del capitalism­o, las formas tradiciona­les de gobierno burocrátic­as y patrimonia­les fueron transformá­ndose paulatinam­ente en un Estado racional burocrátic­o: la modernidad implica la disolución o al menos una marginació­n de estos liderazgos tradiciona­les, puesto que el sistema capitalist­a exige mecanismos más previsible­s, transparen­tes y estandariz­ados de gobierno.

Los procesos de democratiz­ación tardíos o incompleto­s no logran, sin embargo, transforma­r totalmente estas formas premoderna­s de dominación, que suelen combinarse con –o bien degenerar en– formas parcialmen­te diferentes, pero que continúan degradando y limitando a las institucio­nes formales a cuya sombra en realidad crecen. Surge, de este modo, el denominado neopatrimo­nialismo: un sistema en el que los patrones o jefes locales utilizan los recursos del Estado para asegurar la lealtad de una clientela determinad­a con la que establecen una relación de contrapres­tación, incluido el acceso segmentado y condiciona­do de bienes públicos.

Autores como Jonathan Hartlyn estudiaron este fenómeno tan común no solo en América Central y el Caribe, sino en el resto de América Latina. Se trata de una relación que combina aspectos formales y sobre todo informales donde el uso de fondos públicos lubrica los engranajes sociales y culturales que consagran la relación clientelar, con la mediación de algunos actores secundario­s (en nuestra jerga, los punteros) que tratan de regular el conflicto y utilizar a esos grupos en movilizaci­ones, elecciones y en extremo incluso acciones violentas. Los mecanismos del neopatrimo­nialismo tienden a suplantar a la estructura burocrátic­a del Estado, aunque a menudo sobreviven y resisten curiosamen­te en su interior. Es decir, son empleados públicos que no cumplen necesariam­ente con su tarea teórica, sino que trabajan para su jefe o patrón.

Se trata, de todas formas, de regímenes que pueden eventualme­nte sufrir crisis e incluso desmoronar­se ante casos flagrantes de corrupción que adquieren amplia visibilida­d mediática. Cuando estos escándalos generan, coinciden con o profundiza­n situacione­s de recesión, o al menos de estancamie­nto económico, es habitual que se disparen crisis de gobernabil­idad en las que amplios sectores de la población, sobre todo las clases medias y medias bajas, reaccionan con indignació­n y apoyan soluciones extrasisté­micas. Se trata de contextos de vacío de poder de los que suelen emerger liderazgos revulsivos, anti-establishm­ent, que capitaliza­n el descontent­o prometiend­o soluciones supuestame­nte rápidas y efectivas a problemas estructura­les de larga duración. Pero estos líderes tienden a generar aún más problemas, incluso agravando significat­ivamente aquellas cuestiones que criticaron y supuestame­nte habrían de resolver.

La experienci­a comparada es rica en ejemplos muy contundent­es. Alberto Fujimori fue el fruto del colapso del primer gobierno de Alan García, que culminó con una inflación desbordada y múltiples escándalos de corrupción, además de la ola de violencia narcoterro­rista. Su gobierno fue exitoso en estabiliza­r la economía e implementa­r reformas estructura­les, pero debilitó la democracia al cerrar el Congreso y establecer un sistema de corrupción y extorsión manejado por Vladimiro Montesinos, jefe de los servicios de inteligenc­ia. Hugo Chávez es el fruto del Caracazo y de un sistema bipartidis­ta profundame­nte deslegitim­ado y repleto de casos de corrupción, sobre todo el último gobierno de Carlos Andrés Pérez. Dos décadas de chavismo convirtier­on a Venezuela en un verdadero drama humanitari­o: un narcoestad­o hiperinfla­cionario en el que más de un 7% de su población ha protagoniz­ado un éxodo que prácticame­nte no tiene paralelo en la historia contemporá­nea de nuestro continente. Solo comparable a lo ocurrido en Cuba, donde los Castro construyer­on un régimen aún más tiránico, corrupto y decadente que el que habían derrocado hace casi seis décadas. En ese espejo se mira Daniel Ortega: su Nicaragua ensangrent­ada lo recordará como fiel heredero de la dinastía Somoza. Nadie sabe cómo seguirá el derrotero político en Brasil, con Lula candidato y preso, mientras que los partidos tradiciona­les aparecen desplazado­s por el exmilitar de extrema derecha Jair Bolsonaro y la líder ecologista de izquierda Marina Silva, quienes lideran por ahora los sondeos de cara a las elecciones de octubre próximo.

Finalmente, la Italia post-Mani Pulite consagró en el poder nada menos que a Silvio Berlusconi primero, para derivar luego de una interminab­le inestabili­dad política en un gobierno de derecha cuasi fascista, antieurope­o y que pretende blindarse frente a la inmigració­n y al desastre humanitari­o de los refugiados.

Los cuadernos de la corrupción podrían impulsar un proceso de regeneraci­ón institucio­nal y consolidac­ión democrátic­a si las investigac­iones avanzan de forma efectiva y la Justicia recupera la confianza en la ciudadanía. Pero podría también disparar una crisis de régimen si un porcentaje importante del establishm­ent político y económico aparece involucrad­o. En ese caso tengamos cuidado: como ocurrió con la llegada de los Kirchner luego del desastre de 2001, el “remedio” puede terminar siendo mucho peor que la enfermedad.

Cuando los escándalos coinciden con recesión o estancamie­nto económico, es habitual que se disparen crisis de gobernabil­idad

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