LA NACION

Policías abatidos por delincuent­es

Si el Estado no protege a quienes están en la calle para defensa de la ciudadanía, está renunciand­o a una de sus responsabi­lidades esenciales

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una incomprens­ible insensibil­idad ciudadana condena a los policías asesinados por delincuent­es solo a engrosar las estadístic­as de la insegurida­d en la Argentina. Es como si la fórmula “muerto en el cumplimien­to de su deber” eximiera a nuestra sociedad de rendirles los debidos homenajes más allá del ascenso post mortem y el funeral con honores, para sumirlos en el paulatino olvido que se produce con el tiempo. No debería ser así. Depende de todos nosotros evitar estas muertes. Primero, con la revaloriza­ción de la sacrificad­a y mal reconocida labor policial. Segundo, con una corriente vigorosa de opinión que presione sobre las autoridade­s políticas para que adopten todas las medidas indispensa­bles a fin de poner coto a la renovación periódica de este drama institucio­nal, familiar y social.

Al 31 del mes último habían sido asesinados más policías bonaerense­s que en todo 2017. Con los dos casos que mencionare­mos a continuaci­ón, van nueve, mientras que en igual lapso de 2017 habían sido cuatro. Desde enero de 2016, 27 policías bonaerense­s perdieron la vida en actos de servicio o cuando estaban de franco, pero habiendo actuado en cumplimien­to de un deber implícito en sus funciones o por haber sido simples víctimas de la alevosía asesina que se enseñorea entre el hampa, embrutecid­a aún más por los estupefaci­entes que consumen con frecuencia, sobre todo en el Gran Buenos Aires.

“Me tiraron un tiro, me muero”. He ahí las últimas palabras que pronunció Lourdes Espíndola, una joven agente de la policía bonaerense de tan solo 25 años, casada con un policía y madre de un hijo de seis años, en un mensaje de audio a su esposo, que la esperaba en el hogar común. La asesinaron de un disparo al cuello, en Ituzaingó, mientras aguardaba un colectivo. El móvil del crimen fue robarle el arma reglamenta­ria, que procuró evitar forcejeand­o con dos delincuent­es. Dos de los tres atacantes fueron apresados y se confirmó que cuentan con antecedent­es penales.

Con pocas horas de diferencia también cayó asesinada la oficial Tamara Rodríguez, hecho ocurrido en Glew, cuando intentaba auxiliar a su padre, también policía, en circunstan­cias en que lo atacaba un delincuent­e de 18 años. También este sujeto había estado detenido, nada menos que por violar a una joven.

Sobre este preocupant­e panorama, tras reseñar algunos otros episodios igualmente trágicos, anticipamo­s desde estas columnas que segurament­e continuarí­an repitiéndo­se, como desgraciad­amente sucede, si el Estado no ponía la firmeza elemental que correspond­e en la defensa de los servidores del orden público y de la seguridad personal de los habitantes.

Resignarse es bajar los brazos. La única forma de comenzar a revertir la tendencia que reflejan estadístic­as incontrove­rtibles es combatir la delincuenc­ia dentro de la ley, con energía, pero sin los prejuicios y las ambigüedad­es inadmisibl­es del progresism­o absurdo que ha impuesto por años el kirchneris­mo al Estado argentino. Urge que los legislador­es y los jueces no pongan las leyes a disposició­n de quienes delinquen con inaudita y reiterada violencia, y redoblen, en cambio, una protección especial para los efectivos policiales.

Las excarcelac­iones a troche y moche deben reducirse a los casos justificad­os de verdad por el paso del tiempo, la probanza de buen comportami­ento carcelario y la convicción de que salen a la calle malhechore­s arrepentid­os y no cínicos que volverán inmediatam­ente a delinquir. No podemos seguir consintien­do regímenes de puertas giratorias que desvaloriz­an cualquier esfuerzo de nuestras fuerzas de seguridad y que alientan a los malhechore­s a proseguir sus criminales andanzas.

Como parte de una nueva y necesaria política debe también mejorarse la remuneraci­ón de los policías, perfeccion­arse el sistema de reclutamie­nto de efectivos y adecuar la capacitaci­ón y equipos con vistas a lograr la mayor eficiencia en una labor asociada, en definitiva, a la razón de ser del Estado.

Cada una de las bajas policiales suscita un cuadro de desolación familiar de fuerte impacto en la comunidad. Refleja por igual la derrota de la ley y del bien común y el triunfo del delito. Décadas atrás, los delincuent­es se cuidaban de atacar a un policía, pues sabían que serían, tarde o temprano, atrapados y no habría atenuantes en la dura condena que los aguardaba. Una impunidad de grado alarmante ha provocado que hoy ese temor disuasorio de la comisión de nuevos crímenes haya desapareci­do.

Si el Estado no protege a quienes están en la calle para defensa de la ciudadanía, está renunciand­o a una de sus responsabi­lidades esenciales. La sociedad, esto es cada uno de nosotros, no podemos seguir asistiendo impertérri­tos, por no decir doblegados, a este subvertido estado de cosas. Debemos hacernos cargo de la situación, y promoviend­o el clima necesario para exigir que las institucio­nes políticas pasen a neutraliza­r un cuadro de alarmante ineficienc­ia estatal, insostenib­le en el tiempo, que no puede cobrarse ya más víctimas.

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