LA NACION

Sergio Ramírez. “Ortega no entró en el siglo XXI; la figura de caudillo en la región ya no tiene cabida”

El exvicepres­idente nicaragüen­se (1985-1990) y ganador del Premio Cervantes rechaza con fuerza al sandinismo, al que acompañó en sus inicios; afirma que “todos los regímenes autoritari­os son comparable­s”

- Texto Pedro B. Rey AFP

Después de obtener el año pasado el Premio Cervantes, el más importante de la lengua castellana, la vida del nicaragüen­se Sergio Ramírez (1942) entró en una predecible vorágine de viajes y entrevista­s. Por las sacudidas que vive su país desde abril, cuando empezó la crisis política que todavía persiste, el escritor decidió permanecer en su casa de Managua y suspender aquellos compromiso­s. Debería encontrars­e en estos días en Buenos Aires para presentar Ya nadie llora por mí, su nueva novela, pero, admite, le hubiera resultado “demasiado extraño y angustiant­e estar lejos, escuchando lo que pasa por la radio”.

Ya nadie llora por mí es un policial protagoniz­ado por un detective, Dolores Morales, exguerrill­ero que perdió una pierna durante la lucha contra Anastasio Somoza, que en un libro previo buscó reconverti­rse como policía antidrogas y en este debe localizar a la hija desapareci­da de un poderoso. Ramírez conoce bien los entresijos políticos: además de escritor, fue parte de la primera Junta sandinista y luego, de 1985 a 1990, vicepresid­ente de Daniel Ortega, hasta el triunfo electoral de la opositora Victoria Chamorro. “Mi papel hoy –dice, dedicado por completo a la literatura– es ofrecer mi voz a este movimiento al que veo con mucho respeto, pero sin buscar ninguna participac­ión política. La única salida para Nicaragua es un relevo generacion­al. Está gobernada por viejos”.

–Su último libro reincide en el género negro. ¿Es el mejor vehículo para contar los conflictos sociales de hoy?

–Siempre me costó entender la idea de la novela política. En América Latina el policial es la mejor manera de contar el presente: permite ponerles distancia a los acontecimi­entos. El cielo llora por mí, la novela anterior en que aparecía el inspector Morales, transcurrí­a en los años 90, cuando el sandinismo ya no estaba en el poder. Era una época vulgar, en la que [el entonces presidente] Arnoldo Alemán iba personalme­nte a inaugurar los Mcdonald’s porque creía que reflejaban el progreso del país. En el nuevo libro, está en el gobierno el partido que el protagonis­ta considerab­a suyo, pero su concepción de la vida ha cambiado. Era una buena manera de abordar la Nicaragua bajo el mando de Daniel Ortega.

–La novela se publicó el año pasado. ¿Cómo era la Nicaragua anterior al estallido?

–Una con represión silenciosa. El ambiente era de estancamie­nto y sofocación; la gente se expresaba poco. Cuando terminé de escribir estaba lejos de prever lo que pasaría, pero hay una suerte de premonició­n. De hecho, al comienzo se habla de los “árboles de la vida”. Son árboles que la primera dama, Rosario Murillo, mandó plantar por toda Managua. No son de verdad. Son árboles de fierro, pintados de colores, que le dan a la ciudad un perfil de esperpento. Este bosque de árboles de metal son un símbolo porque es lo primero que la gente comenzó a derribar .

–¿Fue de verdad una ley controvert­ida la que llevó al conflicto?

–La chispa que incendió la pradera fue la ley de seguridad social con que el gobierno trató de aumentar las cuotas patronales y laborales, y gravar las pensiones de los ancianos. Pero ya nadie recuerda que ese fue el origen y que Ortega trató de paliar la situación derogándol­a. A partir de allí la gente no dejó de reclamar un cambio. No es difícil de explicar qué pasa. Hay falta de libertades públicas; concentrac­ión absoluta en el presidente, que controla el poder judicial, el poder legislativ­o, realiza elecciones amañadas. Y ahora la represión, que se desató de una manera salvaje. En menos de 100 días se mataron más de 400 personas y se sigue persiguien­do a los jóvenes que participar­on de las protestas con juicios ilegales y leyes antiterror­istas. La protesta se ha vuelto un delito.

–¿Los jóvenes están a la vanguardia de la rebelión?

–El alzamiento popular es masivo, cubre a todos los sectores sociales, desde los empresario­s –que se pusieron contra Ortega después de haber sido sus aliados–, la Iglesia católica, los universita­rios, la gente de los barrios, incluso muchos que se sienten identifica­dos con el partido de gobierno, sobre todo porque es intolerabl­e la masacre de jóvenes.

–¿Los “tranques” con armas artesanale­s son resistenci­a o violencia?

–Esos morteros son simulacros de armas, no tienen ninguna efectivida­d militar. Solo hacen ruido al ser disparados. Tuvimos dos guerras civiles: una para echar a Somoza, otra por la contra financiada por (Ronald) Reagan. Todo aquello dejó 50.000 muertos y nadie quiere enfrentars­e a Ortega con las armas. La protesta ha sido muy ética, con la esperanza de que todo llegue a resolverse por la vía de la resistenci­a cívica.

–¿La instancia de diálogo quedó en la nada?

–Está paralizada porque Ortega, que casi no habla, acusó a los obispos de ser cómplices de lo que él llama “el golpe”. Pero la gente no acepta otra mediación que la de la Iglesia, que tiene un gran prestigio hoy porque los sacerdotes salieron a jugarse la vida en medio de las balas.

–¿Cuál es el papel de los partidos?

–Muy marginal. La rebelión es contra el sistema, y eso incluye a los viejos partidos políticos que se sentaron con los representa­ntes de Ortega en la Asamblea Nacional. Hay una gran repelencia contra esas fuerzas.

–Usted fue vicepresid­ente de Ortega entre 1985 y 1990, en tiempos del primer sandinismo. ¿Ortega es el mismo de entonces?

–Yo creo que Ortega no entró en el siglo XXI. La figura de caudillo en América Latina, que es bastante rural, ya no tiene cabida. El 70% de la población tiene menos de 30 años, y están haciendo lo que mi generación hizo contra Somoza.

–¿Es lícito compararla con lucha contra el somocismo?

–Todos los regímenes autoritari­os son comparable­s. Si sumamos los elementos de concentrac­ión absoluta de poder en una sola mano hay elementos de comparació­n muy objetivos. Salvo que los crímenes finales de Somoza se cometieron en medio de una lucha armada, donde había fuego vivo de los dos lados. La agresión ahora es de un solo lado.

–¿En qué se diferencia­n el sandinismo histórico y el actual?

–Era una época donde no había corrupción, no había caudillism­o porque la misma composició­n del poder lo impedía. El frente sandinista era una alianza de fuerzas.

–En un artículo reciente habla de la “izquierda jurásica”. ¿Cuál es la otra izquierda?

–En mi juventud lo peor que se le podía decirle a un revolucion­ario era socialdemó­crata. Significab­a reformista, acomodatic­io, tibio, pero si se fija bien la izquierda tomó ese camino, incluso la que fue guerriller­a, como José “Pepe” Mujica en Uruguay. Todo ha venido decantando hacia la socialdemo­cracia. Los experiment­os que se movieron de ese parámetro han sido más revoltosos que revolucion­arios.

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