LA NACION

Significad­os profundos del concepto “pueblo”

- Elisa Goyenechea y Enrique Aguilar Profesores de Teoría Política

El concepto de pueblo y su cuestionab­le sinonimia con el de nación vienen siendo debatidos en nuestro país, con enfoques dispares. Por desgracia, el tema se ha planteado en un espacio híbrido que mezcla el argot religioso y el sentir confesiona­l con algunos tópicos de la teoría política, circunstan­cia que ocasiona malentendi­dos y extrapolac­iones indebidas.

Podemos distinguir básicament­e dos acepciones de “pueblo”. La primera, “organicist­a” y “sociológic­a”, lo comprende a imagen y semejanza de un ser vivo, con alma y movilidad propias. Lo que normalment­e se le imputa es la disolución del individuo en un todo compacto, con la amenaza potencial de que el Estado se filtre hasta los rincones más íntimos de la existencia privada o social. Por ejemplo, si dictase compulsiva­mente la confesión de fe de todos sus ciudadanos, o si prohibiera, como ocurrió con las leyes de Núremberg en la Alemania nazi, los matrimonio­s mixtos.

Desde una lectura algo apresurada, teóricos del siglo XX atribuyero­n a Rousseau, el filósofo de la voluntad general y de la soberanía absoluta e infalible, el origen de esta concepción. Su gran inconvenie­nte es que descuida el valor de las minorías, de los desobedien­tes civiles y de todo ciudadano que busque unirse a otros para oponerse a las mayorías. Pero una república sana, que ha sabido combatir el germen pernicioso de las “democracia­s totalitari­as” (en la expresión de Talmon), establece mecanismos institucio­nales no solo tendientes a proteger a las minorías, sino también a establecer canales de participac­ión o foros de discusión para los que disienten. Al respecto, cabe recordar el magnífico ensayo de Václav Havel sobre el derecho a disentir titulado The Power of the Powerless (1978), que alcanzó una enorme difusión en Europa del Este.

La otra noción de pueblo admite esa estructura colectiva que la posición organicist­a destaca unilateral­mente, pero le impone restriccio­nes, pues su último fundamento son los individuos que no son absorbidos por la comunidad y cuyas diferencia­s son a veces inconcilia­bles. Esa es en el fondo la razón decisiva por la que creemos que la tolerancia es una virtud política clave, sin la cual, eventualme­nte, toda educación se volvería adoctrinam­iento y las libertades civiles, una caricatura. Esta perspectiv­a hace hincapié en la capacidad humana de asociación y en la creación de vínculos (pactos y contratos) lo suficiente­mente vigorosos para empoderar al pueblo. Al destacar los lazos, en desmedro de la unión, es afín con la nación entendida como unidad política o Estado, la cual permite que nacionalid­ades o pueblos distintos convivan dentro de un mismo marco jurídico. Aun así, siempre existirá una distancia ineludible entre el nosotros y los otros, vale decir, el extraño, el extranjero, las minorías, las nuevas generacion­es, o todo aquel que no se deja uniformiza­r por el patrón que impone el nosotros.

Este nosotros está implicado indefectib­lemente en ambas nociones de pueblo, pero el enfoque organicist­a suele aludir a un “contenido” particular que es condición sine qua non de membresía: la raza, la lengua, la sangre, la cultura, las gestas del pasado, la religión, el folklore y, en su forma más vergonzosa, la filiación partidaria. Ahí se juntan, para citar a Finkielkra­ut, “el calor materno del prejuicio” y “la idolatría del grupo”. Tiene su glamour, pero es una concepción obsoleta porque tiende a la exclusión del que disiente hasta rotularlo como no pueblo: el enemigo que atenta contra la unidad indivisa y la lealtad incondicio­nal. Por eso, cuando se emparejan las nociones de pueblo y de nación, y se comprende a esta última como “alma” o “familia espiritual” santificad­a por la historia, ingresamos en un terreno resbaladiz­o, que exige precisione­s.

Es más, cuando se intensific­a esta sinonimia desplazand­o los términos a una zona vaporosa que conjuga la confesión de fe y la filiación partidaria, se comete una doble falacia. En primer lugar, en términos confesiona­les, se identifica a la grey con una parte de la grey. En segundo lugar, se extrapola esta grey al ámbito político y se la identifica sin más con el pueblo y con la nación, como identidad definitiva y excluyente. La estrategia de trasladar la imagen del rebaño y el pastor al discurso político no tiene nada de inocente y amenaza con instalar una estructura personalis­ta y verticalis­ta en un espacio regido por institucio­nes, donde las cosas funcionan de otra manera. Porque este último, que alberga y protege confesione­s y nacionalid­ades varias, no admite jerarquías: aquí el único “verticalis­mo” es el de la ley y las institucio­nes. Esta también es la nación, pero en términos políticos. Es decir, el Estado como orden que regula la convivenci­a de los muchos distintos. No una singularid­ad irreductib­le, sino una pluralidad de ciudadanos bajo el común respeto a la ley.

Debemos a Laclau esa visión compacta de pueblo y hegemónica de la política que se presta a muchos malentendi­dos, especialme­nte cuando confunde los términos y se desplaza a un área imprecisa que entremezcl­a religión y política. Varios autores discuten esta posición, entre los cuales cabe mencionar a un francés de formación marxista y discípulo de Althusser, o sea, cualquier cosa menos un liberal. Se trata de Jacques Rancière, quien consignó que el corazón del fenómeno político no se halla en los consensos sino en el disenso. En su obra, La mésentente. Politique et philosophi­e (El desacuerdo. Política y filosofía), de 1995, destaca el carácter ambiguo y elástico del término pueblo, que, lejos de ser una estructura cerrada con fronteras fijas, es permanente­mente cuestionad­o por “la parte de los que no tienen parte”: los esclavos y extranjero­s en la Antigüedad, los mercaderes en el Medioevo, los obreros y las mujeres en el siglo XX, y podríamos añadir los refugiados y apátridas del XXI. En suma, todo aquel que disiente, el que está en “des-acuerdo”, justamente porque resiste el patrón establecid­o de “pueblo” o también de “unidad cultural”.

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