LA NACION

Una falla inesperada, algo de suspenso y un rescate

- Ariel Torres @arieltorre­s Más informació­n El lector encontrará una versión más extensa de La compu en lanacion.com/tecnología

Quien más, quien menos, todos tenemos un berretín. Para lectores que no son de la Argentina o Uruguay, un berretín es una suerte de fijación, de capricho recurrente, de manía. Bueno, no es raro que uno de los míos se relacione con la electrónic­a.

Lo que me pasa se emparienta con una práctica muy difundida entre los automovili­stas. Dicho simple, me cuesta dar de baja un equipo. Para que una máquina vaya a reciclado tiene que haberse incendiado tras caer de un piso 100 durante un huracán categoría F5.

Me fascinan las nuevas tecnología­s. Mi berretín no tiene que ver con eso. Diría que es más bien un asunto económico, relacionad­o con otra de mis obsesiones: detesto el derroche. Y si un equipo todavía funciona, descartarl­o me parece un pecado.

Pues bien, esa notebook Inspiron 1545 (Dell), con unos 10 años de servicio y pesada como una locomotora, parecía haber llegado al final del camino. Su disco interno era tan lento que podías ver un capítulo de tu serie favorita antes de que arrancara el sistema. Imposible.

Ya me había rendido ante la evidencia –y eso que me cuesta– cuando otra Dell, una Latitude delgadita y veloz, se apagó una noche con el indicador de batería titilando en un bonito color naranja. Y, simplement­e, nunca más volvió a arrancar. Con batería, sin batería, era lo mismo.

Como era tarde, estaba trabajando y no me encontraba para caprichito­s, fui a buscar la Inspiron. La Latitude estaba ahí, inerte, sobre la mesa, mientras la veterana se tomaba su tiempo para arrancar. Entonces se me ocurrió una idea. Si todo el problema de la Inspiron era el disco duro, y si en la Latitude había un disco de estado sólido (SSD, por sus siglas en inglés), esbelto y rápido, ¿por qué no donarle ese SSD a la vieja notebook y ver qué pasaba?

Del mismo modo que aquel consigue un accesorio para poder hacer andar de nuevo su clásico Torino rojo, se me fijó la idea de reemplazar el horrible y lento disco de la Inspiron por el SSD de su pariente más joven. Para mi asombro, pude conseguir con un llamado el adaptador de SATA (el conector de los discos mecánicos) a MSATA (mini-sata, el que usan los SSD).

Recuerdo que llegué a casa a las

18.20 con el adaptador. A las 19 tenía una reunión a media cuadra. A las

18.25 empecé a desarmar la occisa Latitude. Nunca la había abierto, pero a las 18.30 tenía su SSD sobre la mesa. Excelente. A continuaci­ón, saqué el disco de la Inspiron (dos tornillos) y ahí me encontré con el primer inconvenie­nte. Como suele ocurrir, los discos mecánicos entran justos en una bahía, que los guía hasta el conector, escondido allá en el fondo.

Y nunca más volvió a arrancar. Con batería, sin batería, era lo mismo

Al cuarto o quinto intento me di cuenta de que sin ayuda no iba a lograrlo. Corrí a mi caja de herramient­as y traje una pinza de punta larga y, no me pregunten cómo, a las 18.38 tenía el SSD conectado mediante el adaptador a la vieja notebook. Le conecté un pendrive con el instalador de Ubuntu 18.04 (el último) y, aunque me esperaba algo más complicado, a las siete menos diez de la tarde, la noble máquina no solo había arrancado con un Linux cero kilómetro, sino que ahora volaba. Medí la velocidad. Grosso modo, la transferen­cia de datos había pasado de 50 MB por segundo a 255. La uso para escribir. Nunca falló. La batería todavía tira. Y es robusta y confiable. Como un Torino, pero con turbocarga­dor.

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