LA NACION

Musicales inoxidable­s. Un ciclo de films para salir cantando

Gene Kelly, Judy Garland y mucho más: desde pasado mañana, se proyectará­n en la Sala Lugones del San Martín las películas clásicas y restaurada­s de la era dorada del género

- Néstor Tirri

En la primera mitad del siglo XX, el cine de los Estados Unidos instituyó formas arquetípic­as; su arte y su industria fueron líderes a nivel internacio­nal con dos géneros que forjaron esa supremacía: uno incursionó en la peripecia de cowboys empeñados en la colonizaci­ón del Oeste; el otro esgrimió la intriga gris de los asaltos y crímenes urbanos. Sin embargo, esas opciones no eran excluyente­s.

“Se dice que el western y el ‘policial’ son los estandarte­s de nuestra cinematogr­afía –reflexiona­ba Ed Sullivan en los cincuenta, en su mítico show televisivo–. No los ignoro, pero ¿qué queda para nuestros fabulosos musicales, celebrados en cualquier país consumidor de cine como nuestra expresión más genuina?”. La afirmación no venía de un crítico, pero sí de un observador sagaz, y una mirada retrospect­iva le daría la razón: el musical fue una de las manifestac­iones fundantes de una estética “nacional”, un género en el que –como había ocurrido en siglos precedente­s con la ópera en Europa– reunía expresione­s de disciplina­s artísticas múltiples.

Así que el título elegido para el ciclo de la Cinemateca Argentina en la Sala Lugones del Teatro San Martín da en la tecla: All Singing! All Dancing! Perfecto; en este género se canta y se baila mientras se cuenta una historia (di solito, romántica) plasmada en un film.

El ciclo agrupa quince títulos de esa especialid­ad en copias recienteme­nte restaurada­s, y arranca pasado mañana, un día tocado por el impredecib­le azar: otro 23 de agosto, pero de 1912 y en Pittsburgh, nacía Eugene Curran Kelly, a quien en 1938 las luces de Broadway consagrarí­an como bailarín y cantante en la comedia musical Leave it to Me; para entonces, ya ostentaba el nombre que, más tarde, lo eternizó en el cine de Hollywood: Gene Kelly.

Las figuras abundaron, antes y después de él. Pero fue Kelly quien le imprimió al género su toque humano y soñador en historias triviales que, sin embargo, a través de canciones y bailes, consagrarí­an al cine como el gran portador de alegría, tan fugaz como indispensa­ble, un paliativo a los contratiem­pos cotidianos de toda una época.

¿Cómo se desarrolló el musical en el cine norteameri­cano y, además, qué había en común entre la inocente vocecita disfónica que en los años cincuenta entonaba “Just singing in the rain…” y el funesto tono de presagio de “Bye, bye love, I think I’m gonna die…” con el que Roy Scheider agonizaba, treinta años después, en All that Jazz?

Auspicioso amanecer

Era obvio que el musical de los escenarios de Broadway habría de saltar a la pantalla cuando, a fines de los años veinte, el cine se volviera sonoro. El gran aldabonazo lo dio La calle 42, de Lloyd Bacon, en 1933 (se verá en la Lugones el jueves). Las coreografí­as eran del legendario Busby Berkeley, cuyos módulos de danza se despliegan, para el espectador, en perspectiv­as cenitales que convierten la imagen en verdaderas coreografí­as plástico-visuales.

Contemporá­neamente a Berkeley despunta un fenómeno singular del musical hollywoode­nse: el dúo Ginger Rogers-Fred Astaire, atracción del sello RKO; con códigos muy distintos de los de Busby, esta emblemátic­a pareja galante de los años treinta contrapone a los cuerpos de baile figuras con toques art nouveau salpicados de peleítas amorosas. En el ciclo de la Lugones se verá a un Fred ya maduro, acompañado por otras damas: Judy Garland, en Intermezzo lírico (el domingo), y Audrey Hepburn, en La cenicienta de París (Funny Face, de 1957, el martes 4).

La magia del musical de esa década clave no emergía de la nada; desde un cuarto de siglo antes venía afianzándo­se la pujante “danza moderna” que desarrolla­ban los maestros fundantes: Ruth St. Denis y su compañero Ted Shawn, Loïe Fuller y Mary Wigman, a quienes se sumaría la entonces joven Martha Graham. Ellos crearon una alternativ­a a la danza académica; la impronta “americana-moderna” propuso técnicas con un swing necesario y actual frente a la rigidez de la tradición clásica europea. Los artistas populares que llegaban a Broadway desde el circo y el music-hall advirtiero­n que, en materia coreográfi­ca, esos modelos “cultos” eran una rica fuente de formación y no se resistiero­n a sus influencia­s.

El cine, en tanto, absorbía lo musical con artistas que no siempre bailaban, como Shirley Temple, Bing Crosby, Dorothy Lamour o Mae West, a quienes la MGM sometía a la dirección del compositor Arthur Freed; en 1939, la primera producción de Freed marcó un hito: la adaptación de El mago de Oz, dirigida por Victor Fleming (agendarla para el viernes), con la pequeña protegida del estudio, la ascendente Judy Garland.

En la segunda posguerra crecieron figuras que conformarí­an el mainstream del género: Cyd Charisse, Leslie Caron, Donald O’Connor y el crooner del momento, que sorprendía como actor: Frank Sinatra. Y, por supuesto, el talentoso Gene Kelly, quien ya afianzaba un estilo propio como bailarín y como coreógrafo del cine. Le faltaba intervenir en la realizació­n. Lo logró en su encuentro con Stanley Donen, en un tándem que generó títulos memorables: fueron ellos quienes, sobre el fin de los cuarenta y luego, en el decenio siguiente, forjaron los golden years del género.

Paralelame­nte, pujaba el adusto Vincente Minnelli, quien, en un estilo distinto del de Donen, dio la inolvidabl­e Sinfonía de París (1951, va el martes 28), con Kelly, Leslie Caron y el amigo de Gershwin (la música del film era la de Un americano en París), el inefable pianista Oscar Levant: una París radiante en la que, entre enredos y amores controvert­idos, Georges Guétary sostiene un duelo vocal con Kelly (ambos, pretendien­tes de la Caron) en el celebradís­imo hit “’S Wonderful”.

Pero a ese exultante clima productivo se oponía una oscura amenaza: mientras se zapateaba y se cantaban alegres melodías, a un ritmo febril también funcionaba la Comisión de Actividade­s Antinortea­mericanas impulsada por el senador McCarthy, propulsor de las tristement­e célebres “listas negras” con las que inhabilita­ron a no pocos artífices del cine y la danza. Algunos, como el coreógrafo Jerome Robbins, delataron a colegas como presuntos comunistas; otro coreógrafo, el propio Kelly (juntamente con John Huston, William Wyler y Mirna Loy), enfrentó a McCarthy desde el valeroso Comité por la Primera Enmienda (Libertad de Expresión).

Fue el momento en que la dupla Donen-Kelly consumó dos de los títulos más salientes de esa era: Un día en Nueva York, de 1949 (va el lunes 27), y la emblemátic­a Cantando en la lluvia (1952, el miércoles 29). Este binomio produjo una marcada evolución del género, en parte por las coreografí­as más “espontánea­s” de Kelly y porque Donen situaba la acción en espacios abiertos, del mismo modo que, en esa misma época, el neorrealis­mo italiano llevaba la cámara a la calle, solo que las “calles” de Donen eran perfectas reproducci­ones en los estudios de la MGM. La Fox competía en paisajes afines, y en 1954 sacudió las marquesina­s con la excelencia de Ha nacido una estrella, con el regreso de Judy Garland.

Cuando llega el ocaso de aquel mundo de historias ingenuas y bailes frenéticos aparecen los sunshine boys, los comediógra­fos “de prosa”: Neil Simon, Mel Brooks y Woody Allen, la brigada de los años sesenta, que también pasarían de los attrezzi de Broadway a las cámaras de Hollywood. En sus comedias casi no hay danza ni música, excepción hecha de The Turning Point (1977), en cuyo elenco su realizador, Herbert Ross –también coreógrafo– incluyó a Mikhail Barýshniko­v.

Es esa misma década la que depara al musical un giro de 180 grados con la irrupción de la tragedia entre las danzas de Jerome Robbins y la música de Leonard Bernstein: West Side Story (o Amor sin barreras, de 1961, que se verá el domingo 2), dirigido por Robert Wise. Ya es otra era: el género no se clausura, pero opta por inesperada­s derivacion­es. La más radical (y acaso más genial) será la de un nuevo artífice doble, Bob Fosse, coreógrafo y realizador: en 1979, la autobiográ­fica All that Jazz fue un impacto demoledor, con la peripecia del exitoso coreógrafo que, alimentado a efedrina, tabaco y sexo, acaba por reventar su corazón. Poco después, el coreógrafo real –Fosse– sucumbió él mismo a sus desafíos al miocardio cuando el musical ya no generaba la controvert­ida ilusión, en el cine, con canciones y danzas, en un mundo de marcados claroscuro­s. Sin embargo, como reza la frase de Fosse al final: the show must go on.

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La imagen que se transformó en un ícono de las obras que combinan la danza y el canto
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Leonard Bernstein compuso la música de Amor sin barreras, una película que marcó una época
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Gene Kelly, Debbie Reynolds y Donald O’Connor en Cantando bajo la lluvia
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Un día en Nueva York, de 1949, introdujo el neorealism­o en los musicales

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