LA NACION

Un sueño con alas: el primer año de los futuros bailarines del Teatro Colón Cumplir un deseo

- Constanza Bertolini

Milagros, Valentín, Agostina, Ailín, dan un salto y aparecen en pantalla gigante. No son estrellas de cine: son promesas del ballet. Un nuevo documental, que se estrenará en septiembre, se dedica a contar un hito en la breve pero intensa historia de los chicos que sueñan con ser bailarines: el ingreso al primer año de la carrera de danza del Teatro Colón. Desde el comienzo, la película los muestra con un número en el pecho frente a la mirada exigente de una larga mesa examinador­a en las pruebas para entrar al Instituto Superior de Arte (ISA), y los sigue durante ese primer año hasta la función que, en diciembre, los llevará a pisar el escenario mayor al que puede aspirar un artista en el país. Además de adquirir el abecé de la técnica clásica, en esos meses, aprenden música y francés. “Je m’appelle Fiona” –practica una nena en cámara–. “Et toi?” Pero en Un año de danza hay mucho más de lo que aparece en primer plano; el film de Cecilia Miljiker deja planteada la irrupción de una vocación que tiene alas y cómo ese primer éxito –superar el examen– impacta en la infancia: la familia, el colegio, los amigos, las rutinas, la alimentaci­ón, todo se baraja y da de nuevo en la vida de un pequeño bailarín.

Desde 1960, el ISA forma con simbólica garantía de excelencia a cantantes, músicos y bailarines que idealmente nutrirán los cuerpos estables del teatro, aunque no sea esta una consecuenc­ia directa. Julio Bocca, Maximilian­o Guerra e Iñaki Urlezaga; Paloma Herrera, Marianela Núñez y Ludmila Pagliero, por nombrar un puñado de figuras de diferentes generacion­es, crecieron en esas aulas antes de conquistar el mundo. También la gran mayoría de los integrante­s de la compañía oficial pasaron por las manos de los maestros formadores de la casa. Muchos ya no están y el desafío, como ocurre también fuera del Colón, es mantener el nivel de los docentes para sostener la calidad de los artistas.

Entre diez y quince chicos ingresan al primer año de la carrera de Danza cada temporada; en 2018, ese número representó el 11% de los aspirantes que rindieron los exámenes que comienzan a tomarse en octubre. Tras una primera evaluación física, en noviembre y diciembre se miden otros objetivos: ejercicios específico­s en la barra, condicione­s rítmicas, improvisac­ión. Muchos intentan pasar los filtros más de una vez, hasta lograrlo, siempre que su edad se ajuste a los requisitos: entre 8 y 11 años, para las mujeres, y de 9 a 12, para los varones. Si bien no hay estadístic­as que permitan analizar la evolución de la carrera de los alumnos ni comparar promocione­s, Marcelo Birman, director musical que desde enero está al frente del ISA, cuenta a la nacion que trabajan en el procesamie­nto de datos sobre ingresos, egresos y reinserció­n, con el fin, también, de apuntar a un sistema de becas. Vale el ejemplo ilustrativ­o que en el documental –que se rodó entre finales de 2014 y comienzos de 2016– comenta Luciano García: de su camada solamente egresaron dos además de él, quien es hoy un profesiona­l en las filas del Ballet Estable.

Los doce de Milagros Perrella quedaron inmortaliz­ados por la cámara: su grupo de amigos le canta que los cumplas feliz junto a una barra en el salón. A su fiesta de quince asisten muchos de los niños de esa escena, aunque ya no sigan todos juntos ni sean tan niños. Algunos, como Mili –que por sus aptitudes ha llegado a cursar dos años en uno y ya está en sexto–, siguen en la escuela del Colón; pero otros, por diferentes razones, no pudieron o no quisieron continuar en la ruta. Es el caso del carismátic­o Juan Martín di Bene, que había venido a la gran ciudad con la complicida­d y en compañía de su abuela Martha para cumplir su sueño. “El día que me decís nos volvemos a Venado Tuerto, preparamos las valijas”, le prometió ella, antes de embarcarse en la misión. Fue cuando iba por el tercer año del ISA cuando Juan dijo que extrañaba, que quería terminar el colegio con sus amigos en Santa Fe y, aunque no abandonó la danza (sigue tomando clases mientras piensa si lo suyo es el teatro, el baile o el cine), quiso volver a casa. “Los del Colón no lo podían creer –recuerda Martha Actis– y yo lloré tres o cuatro días seguidos, pero él estaba feliz, feliz de volver”. Ahora tiene 16 y terminará la secundaria el año que viene.

“¿Qué es lo que más te llamó la atención después de más de 80 horas de grabación?” Miljiker, la directora del film, no duda. “El cansancio que veía en los chicos cada mediodía”. Las clases empiezan a las 7.30, para lo cual los alumnos tienen que madrugar, más o menos, según el viaje que les tome llegar hasta el centro porteño. Y a las 12, cuando suena el timbre, lo que termina es apenas la primera parte de un rally diario: los que asisten a la escuela de manera regular corren para llegar al turno tarde y, a la salida, la mayoría irá con su profesor de danzas particular a continuar la faena. Bien entrada la noche, ducha mediante, se abren los cuadernos para ponerse a estudiar.

“Te cambia absolutame­nte todo: desde levantarte muy temprano hasta aprender a manejarte con independen­cia –reflexiona ahora Agostina Lomba Sabatini, con 16 años a estrenar–. El primer año iba a una escuela normal y después ya empecé a estudiar sola. Nunca lo sentí como una carga, porque no es una obligación, y aunque es cierto que te volvés madura, no creo que se trate de ‘perder la niñez’”. Ella, como muchos otros, hace el secundario en el Sistema de Educación a Distancia del Ejército (Seadea). “Un día le dieron un texto de Borges y le preguntaro­n qué le había parecido. Me di cuenta de que la hacían leer para pensar y me gustó”, comparte Laura, su mamá, que como buena psicóloga analiza un factor social que se juega en la experienci­a de estos chicos de vocación precoz: “Su vida y la mayoría de lo que hacen pasa por la danza, por eso establecen grupos de mucha pertenenci­a; son amigos muy amigos”.

Si para nadie es fácil el camino, para Agos, que en el film aparece varias veces al borde del llanto de la emoción por haber logrado finalmente entrar al Colón en su segundo intento, tampoco lo es. Dos temporadas más tarde se lesionó la cadera, la operaron y se rehabilitó, pero duran-

largos meses tuvo que “aprender de mirar” y hasta repetir el año. “Fue un momento difícil. Conocí más sobre mi cuerpo y ahora sé mejor cómo cuidarlo, desde el calentamie­nto hasta la alimentaci­ón”, dice la joven bailarina, a la que le gustaría comenzar una carrera profesiona­l en el Estable como antesala al Royal Ballet de Londres.

Repetir el año es una posibilida­d que, ya sea por razones académicas o de salud, está contemplad­a solamente una vez, y no parecería una variable tan extraordin­aria. También Valentín Di Giorgio Minico, el chiquito de flequillo en la película, atravesó ese trago amargo. Tenía fresca la experienci­a de su hermano mayor, Luciano, que volvió a hacer tercero. “Si querés seguir, vamos”, le dijo su mamá, Silvia, maestra de danza y preparador­a, además, de otros niños que entraron al ISA. Ella puede mirar estos casos con un plus de experienci­a por sobre la famosa tolerancia a la frustració­n con la que deben lidiar padres e hijos. “Empiezan con mucha expectativ­a –advierte– y hay que tener constancia y paciencia. Ingresar a la escuela del Colón es como ser tocado por una varita mágica, aunque a ellos les parece algo normal, porque no ven aún que están en un lugar de privilegio. Antes de que entren, les mostré a mis hijos otras opciones y nunca dejaron de ir a un cumple ni de comer una Tita. Los acompaño como mamá”.

Queda claro que es fundamenta­l el rol de la familia en este proceso. En Las bailarinas no hablan, novela de raíces autobiográ­ficas que publicó Florencia Werchowsky –una nena rionegrina tiene el anhelo de ser bailarina del Colón y viaja a Buenos Aires para cumplirlo–, se retrata a esas madres que pasan horas en la puerta del teatro y que viven la metamorfos­is profunda de sus hijos como si fuera la propia. O “un objetivo de equipo”. Algo parecido le quedó resonando a Paloma Herrera después de ver Un año de

danza en una función privada que se organizó para sus protagonis­tas. “¡Qué importante­s son los padres y la contención que ellos brindan!”, exclama la directora del Ballet Estable, y enseguida distingue: “Ellos tienen que acompañar, pero sin meterse”, y una vez más da testimonio con su ejemplo. “Mi familia me apoyó de la forma adecuada; no funcionan esos padres que quieren vivir la vida de los bailarines. Me shockea verlo, pero está bien, hay que mostrarlo”.

De frente a la pantalla, la exfigura del American Ballet de Nueva York recordó experienci­as que la “marcaron a fuego” en sus años de formación, y destaca “el valor de la enseñanza gratuita y accesible para todos”, no sin un dejo de nostalgia. “Tuve la increíble dicha de hacer el instituto cuando estaba adentro el teatro. Era chiquita y esas escaleras enormes que tenía que subir para ir al aula del cuarto piso me quedaron grabadas. En esa época entrar al Colón era ‘entrar al Colón’ de verdad. Una experienci­a muy única”.

Tras el máster plan edilicio que atravesó al teatro en la primera década de este siglo, el ISA pasó por varias mudanzas. Ya no están más en La Casona que se ve en el film, sino en un flamante edificio vidriado de nueve pisos sobre la avenida Corrientes al 1600, que Birman adelanta que se inaugurará oficialmen­te pronto. Del sexto al noveno piso son para Danza y los alumnos de los años superiores de la carrera pasan prácticame­nte la mitad del tiempo en el propio teatro.

De todos los caminos que se abren a la hora de elegir cómo seguir, Ailín Zafra Vignola, una de las más chicas en el documental, tomó la senda internacio­nal. Ya con 14 cumplidos, transcurri­ó un año y medio desde que se mudó a Joinville, en Santa Catarina, para continuar los estudios en el Bolshoi de Brasil, sede del coloso de Moscú. “Entramos en 2016 y en 2017 empezó la escuela, que es método Vaganova puro, muy exite gente”, dice Viviana, mamá y exbailarin­a, quien confirmó el buen nivel que el Colón le dio a su hija cuando en medio de unas vacaciones se probó en la escuela rusa y quedó. En el Bolshoi, cuenta, les dan almuerzo, asistencia médica, indumentar­ia y viáticos. Y por la tarde asisten a una escuela pública vecina, con la que trabajan de forma mancomunad­a.

Un aspecto –el de la educación– nada tangencial en la vida del bailarín, sobre el que Julio Bocca había intentado avanzar sin éxito con un proyecto de escuela integral para artistas que ofreciera una solución a las rutinas agotadoras de estos chicos, que a veces terminan en deserción. Al respecto, la primera bailarina Nadia Muzyca, que a esta altura podría recorrer con los ojos cerrados la ruta Quilmes-Teatro Colón, alza la voz con su buen consejo: “Terminé el secundario en una nocturna. Fue una experienci­a genial salir un poco del mundo de las bailarinas. Mi compañera de banco era enfermera, había un taxista, toda gente que la luchaba y que quería estudiar. Como yo, que era grande, pero iba llorando cada vez que había prueba de Matemática. Para mí es fundamenta­l transmitir que los bailarines terminen sus estudios. Las nenas bailarinas y las madres a veces se confunden un poco”.

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1 1. La segunda fue la vencida en la historia de Agostina Lomba Sabatini, que finalmente con el 115 pasó el exigente examen para ingresar al ISA en 2015 2. Milagros Perrella ya está en 6° año 3. Clase de técnica clásica: el pan de cada día 4. Un ensayo en las salas del teatro donde los estudiante­s interactúa­n con profesiona­les del Ballet Estable. 5. En camarines, antes de salir a escena
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Cecilia miljiker/un año de danza 5
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