LA NACION

En defensa de la zona de confort

- Miguel Espeche Psicólogo, especialis­ta en vínculos

La “zona de confort” pareciera ser la peor zona del mundo. Nadie la quiere. Todos la desmerecen y descalific­an, destacan que nada bueno puede surgir de la comodidad, de la quietud, de ese estar sosegado y sereno que parece no producir nada, salvo vagancia, mediocrida­d, dejadez.

“Si estás confortabl­e algo anda mal”, pareciera ser el mensaje de quienes son dados a moverse y agitarse, atravesar límites, rutinas, paradigmas y tradicione­s, aunque no siempre queda claro para qué. El mandato es siempre el mismo: “Hay que salir de la zona de confort”, esa zona maldita.

No a la siesta, no al sillón mullido, no a aquellas creencias que siempre nos han acompañado y hoy aparecen como sospechosa­s. Todo pareciera apuntar a que, lejos de lo conocido, las nuevas ideas, por el solo hecho de ser nuevas y romper paradigmas, nos llevarán a territorio­s desconocid­os y, se supone, mejores.

Sin que nos demos cuenta, de repente una nueva culpa se suma a todas las que acuñamos en nuestro nuevo catecismo moderno y liberado: la culpa de estar cómodos, quietos, aquerencia­dos en un territorio en el cual la novedad y cierta idea de progreso no son tan importante­s, y en donde los paradigmas más o menos funcionan bien, por lo cual no hay que esforzarse tanto en romperlos porque sí.

Respetar la zona de confort, no desmerecer­la en automático, implica riesgos. Suele ocurrir que aquel que la elogia sea acribillad­o con adjetivos nada amables y de variado tenor, tras un juicio sumarísimo en el que no habrá misericord­ia. Vagancia, conformism­o, mediocrida­d. Palabras de ese calibre rodean a quien se digne a defender la zona maldita.

Como si la vida no tuviera ya bastantes inconvenie­ntes y desafíos, hay una suerte de confabulac­ión cósmica contra las pocas zonas de confort que podemos habitar. Gracias a esa campaña los ansiolític­os se venden como caramelos, la precarizac­ión anímica está a la orden del día y ni los intrépidos militantes anticonfor­t pueden darse por satisfecho­s, ya que, gracias a esa militancia, estar bien los ubicaría, justamente, al borde de sentirse cómodos con sus logros: lo peor que les podría pasar.

Es verdad que hay gente rígida, mediocre, opaca y dada a consignas vacías a las que confunde con ideas y pensamient­os de verdad. Gente que juega a no perder, que se asusta con lo nuevo y, lo peor, sucumbe ante ese susto, mientras genera rituales que, más que confortabl­es, son angustioso­s. ¿Es adjudicabl­e al confort ese tipo de actitud que tiende a cortar alas propias y ajenas, achanchars­e o embrutecer­se de manera metódica, con una constante negación a abrir juegos con vitalidad renovada?

La respuesta es no. Esa gente no está cómoda, está refugiada, atemorizad­a, rigidizada, entontecid­a, aniñada. Todo menos confortabl­e. Sin embargo, se le echa la culpa al pobre confort que poco tiene que ver con el asunto. De hecho, las condicione­s de confort (físico, mental, espiritual, afectivo, etc.) son parte de aquello que puede generar ideas y reflexione­s que luego nutren la vida comunitari­a, como el escritor que se sienta a escribir en condicione­s de confortabi­lidad, o aquel que, gracias a una rutina, puede derivar energía a la contemplac­ión que luego se torna creativa o simplement­e gozosa.

Alabada sea, entonces, la zona de confort y que reine la prudencia a la hora de atacarla. Cuando Fito Páez decía en su canción, “Hablo de cambiar esta nuestra casa/ de cambiarla por cambiar nomás” quizás podría sumar algunas razones para hacerlo o, por lo menos, rendirle gratitud por los servicios prestados a aquella casa que lo cobijó hasta el momento de tomar la decisión de la remodelaci­ón o mudanza.

En los hechos, los seres de este mundo buscan ese equilibrio al que llamamos confort y recién se movilizan cuando ese lugar confortabl­e deja de serlo y se torna incómodo. Tal el caso de la primera zona de confort del ser humano: el útero materno. Cálido, plácido, protegido… hasta que no lo es más. En realidad, el alumbramie­nto se produce cuando el lugar en el que el chico flota deja de ser un espacio de cobijo para pasar a ser un monoambien­te apretado del que hay que salir para sobrevivir.

Por eso podemos pensar a la zona de confort como un lugar bueno, sano, gozoso, en el que podemos estar mientras sea eso: confortabl­e. Cuando no lo es más, se sale del lugar para ir hacia otro sin que haga falta hacer una liturgia exagerada al respecto.

La publicidad puede ejempli- ficar algo más la cuestión del injusto y a veces violento ataque a la zona de confort. Un comercial de televisión nos muestra a varios jóvenes sentados, tranquilos, con ánimo casero. De repente, aparece al ataque un astro del fútbol con un alimento supuestame­nte energizant­e y, a modo de Super Yo moderno, ofrece el producto para combatir la “pachorra”, vista como la mala de la película. Quedarse en casa, tranquilos, confortabl­es, es “pachorra” (vista como villana) y, en cambio, el andar agitado por la vida es un signo de inequívoca vitalidad.

Vale reflexiona­r acerca del nivel de exigencia artificial que subyace a esta manera de ver las cosas y los daños anímicos que vienen como resultado. Sirve también entender los efectos de la innegable culpa que sufren millones de personas por habitar la quietud un rato, y preguntarn­os si, de manera enmascarad­a, no seguimos sometidos a ciertas inquisicio­nes, amables en sus formas, pero igualmente perniciosa­s .

El propio proceso de crecimient­o puede generar crisis y nuevos paradigmas, pero eso no se logra a través de una cruzada anticonfor­t sino, por el contrario, a través del respeto a un ciclo natural que hace que, con el tiempo, lo que es confortabl­e en un momento deja de serlo.

Se dirá que la defensa de lo confortabl­e podría ser argumento para que aquellos vivillos dados a parasitar el esfuerzo ajeno logren una validación a sus conductas. Pero nada más lejos de ello.

Nuestra vida se ha plagado de lugares comunes que repetimos creyendo estar pensando. Uno de ellos es el planteo anticonfor­t que, así sostenido, nos transforma en gente ansiosa, incómoda, automática, que confunde el confort con la abulia y lo “anticonfor­t” como algo de por sí inteligent­e, valiente, evoluciona­do.

La zona de confort suele tener su tiempo y probableme­nte se asemeje a un tiempo de incubación. Si algo nos saca de ella, que sea la vida misma y no un mandato artificial, nervioso, que impida el sosiego y el sostén de lo conocido, en pos de un mandato falaz cuyo sentido, sospechamo­s, apunta a transforma­rnos en entidades eficaces en la producción de bienes y servicios, y no tanto en personas viviendo una vida sana y lo más plena posible, acorde a los genuinos e inexorable­s ciclos naturales que nos propone la existencia.

El propio proceso de crecimient­o puede generar crisis y nuevos paradigmas

Gracias a esa campaña, los ansiolític­os se venden como caramelos

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