Por la transparencia y el desarrollo
En su famosa y recordada película, el director italiano Ettore Scola refleja la falta de valores, de ética moral y de reglas de comportamiento de una sociedad. Los “sucios, feos y malos” esta vez andan de camisa y sin corbata, y hasta que no fueron denunciados, muchos se llamaron empresarios socialmente responsables.
¿Qué es la responsabilidad social empresaria? Simple, la obligación de las empresas de “reconocer, aceptar y responder a las consecuencias de su propio comportamiento” según el Banco Mundial. ¿Y qué tiene que ver la responsabilidad social empresaria con los cuadernos de Centeno y con la corrupción estructural?
Muchas de las empresas involucradas en el “club de la obra pública” han firmado la iniciativa de Naciones Unidas llamada el Pacto Global, que pretende integrar la responsabilidad social empresaria como parte del negocio. Uno de sus cuatro ejes es la corrupción, donde se acuerda que “las empresas deben trabajar en contra de la corrupción en todas sus formas, incluidos la extorsión y el soborno”. Las empresas no solo se comprometen a cumplir, sino que también sus presidentes envían en forma anual un reporte describiendo detalladamente los avances logrados a las oficinas de Naciones Unidas en Nueva York.
Que quede claro: el dinero de la corrupción se lo quedan los empresarios, los funcionarios estatales y los políticos, y lo pierde el Estado y, por lo tanto, la sociedad, restándole oportunidades a la inversión en educación pública en escuelas y universidades, en desarrollo científico, en atención en hospitales, en apoyo al fortalecimiento de las organizaciones de la sociedad civil, en salud para todos, en equidad de género y en la generación de trabajos dignos para una población cada vez más joven.
En un país con estas prácticas empresariales, la responsabilidad social empresaria no debería ser nunca más voluntaria como siempre se ha proclamado, sino una obligación legal con reportes y balances sociales públicos que puedan ser auditados por los grupos de interés. Más aún, las empresas deberían estar obligadas a invertir el 2% de sus utilidades (ganancias netas, como en la India), en un gran fondo de reparación histórica a la ciudadanía, gestionado por un grupo de profesionales notables.
Los argentinos no debemos tolerar que el empresariado siga siendo parte del problema, nos deben, como mínimo, ser parte proactiva de las soluciones. La responsabilidad social empresaria debe constituirse en una ley nacional que exija la transparencia y la rehabilitación del rol de la empresa como un actor clave de un país inclusivo y socioambientalmente responsable. Una ley que exija que todas las empresas de más de 100 empleados informen públicamente sobre su “valor social y ambiental” y, en consecuencia, desarrollen –entre otras cosas– una estrategia integral y una política corporativa de responsabilidad social, que seleccionen los mecanismos de aplicación y los socios con quienes ejecutar los proyectos. Para que no quede en los cajones como tantas leyes, le tocará al Estado como generador de políticas públicas, crear el mecanismo de monitoreo y control multisectorial. Un observatorio social público-privado y/o en el marco de universidades nacionales podría funcionar como herramienta de avance y control social.
Los diputados y los senadores tienen ante sí la posibilidad de dar un paso importante, sumar a las empresas a un proyecto de país. Y la sociedad civil y el empresariado sano deben empujar para que se haga realidad.