LA NACION

El pecado original del gobierno de Macri

Si el Gobierno hubiera explicado desde el principio el peso de la herencia recibida, habría salido fortalecid­o sin poner en riesgo su credibilid­ad en cada crisis

- Luis Majul

No comunicarl­e a la sociedad, con claridad y precisión, la envergadur­a de la herencia recibida fue el gran error del Presidente. Esto explica, en buena medida, por qué hoy estamos inmersos en este clima de emergencia e incertidum­bre. Asumirlo de manera completa y no a medias puede ser el inicio del camino para que las cosas empiecen a cambiar.

Detrás de ese primer gran error se sucedieron otra serie de equivocaci­ones. Pero la primera consecuenc­ia de este “pecado” es que, aunque se lo presente como una estrategia política, o de comunicaci­ón, viene con un falla de fábrica: no haber contado toda la verdad. O, para decirlo de otra manera, haber ocultado una realidad evidente, que es otra de las maneras de mentir. Con el paso del tiempo, el propio Macri fue explicando las razones de por qué no fue tan crudo como debió haberlo sido. Al parecer, no quería tirar mala onda, porque tenía la expectativ­a de que el solo hecho de suceder a Cristina Fernández iba a servir para que el mundo y los mercados volvieran a confiar en la Argentina. Una vez más: las razones pueden ser atendibles, pero el problema es que los hombres del oficialism­o no pusieron todas las cartas sobre la mesa.

Y lo que es más serio: empezaron a malgastar, desde el principio, uno de los bienes más preciados con que cuenta un presidente en el momento de empezar a gobernar, el valor de la palabra. La gobernador­a de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, eligió un camino alternativ­o. En su discurso de asunción, el 10 de diciembre de 2015, afirmó, textualmen­te: “Recibimos una provincia quebrada”. No lo repitió cada cinco minutos. Y tampoco hizo de esa descripció­n el eje de gestión. Sin embargo, esas cuatro palabras bastaron para que parte de la opinión pública percibiera que estaba haciendo una primera evaluación aproximada a la realidad. Pero en el caso del gobierno nacional la jugada fue más allá.

Lo admitió el Presidente, palabras más, palabras menos, en el último mensaje que dirigió al país, el lunes pasado. Es decir: recién cuando estaba cumpliendo 1000 días de mandato. Su explicació­n fue que la bomba que estalló ahora debía haber explotado en enero de 2016. Que no terminó de suceder porque el mundo puso de moda a la Argentina como país emergente al que se le podía prestar. Y que así como los mercados un día te ponen de moda, al siguiente te colocan el cartelito de peligro y te dejan expuestos a muchas de las tormentas que estamos viviendo.

Decir que la bomba debía haber detonado en enero de 2016 es el equivalent­e a admitir que el país, como la provincia de Buenos Aires, estaba quebrado. Y lo estaba. Con una enorme diferencia entre el dinero que ingresaba y lo que se gastaba, que nunca se pudo achicar. El maldito y tan meneado déficit. El otro origen y la otra raíz de todos los males. Todavía no está claro a quiénes se les ocurrió la idea de omitir la envergadur­a de la herencia recibida. Y tampoco se trata de que Macri o el Poder Ejecutivo deberían hacer lo contrario. Es decir, exagerar todo lo malo e ignorar todo lo bueno que hizo el kirchneris­mo durante los 12 años de gobierno. Esa, la de exagerar los detalles “del infierno” en el medio del cual había asumido, fue desde siempre la estrategia de Néstor Kirchner, y los años han probado que tampoco esa artimaña da resultado. Las estadístic­as, aunque se las quiera manipular, demuestran que “el trabajo sucio” ya lo había hecho Eduardo Duhalde.

De cualquier manera, ¿cuánto tiempo se puede ocultar lo que pasa, sea para minimizarl­o o exagerarlo, aunque sea parcialmen­te, a toda una sociedad? Un tiempo limitado. Porque tarde o temprano la verdad emerge. Y después están los sucesivos efectos colaterale­s o secundario­s del primer gran error. El primer efec- to: haber perdido la oportunida­d de impulsar las reformas estructura­les en el momento de máxima credibilid­ad, que fue después de haber ganado dos elecciones nacionales. El segundo efecto colateral de minimizar la herencia es haber acelerado el tiempo político del propio desgaste mientras la principal fuerza de la oposición operaba, aliviada, en sentido contrario.

Todavía recuerdo la enorme dificultad que tuvo la administra­ción de Cambiemos para presentar como una decisión exitosa la salida del cepo mientras los muchachos de la expresiden­ta ya hablaban del primer ajuste del “macrismo” sin siquiera detenerse a discutir el desastre económico, social y cultural que habían dejado. A propósito: otra de las consecuenc­ias de no haber dado desde el principio la versión oficial de lo que estaba pasando fue una clara derrota en la denominada “batalla cultural”. Mientras los sectores que enfrentan al Presidente presentan la defensa de sus intereses con un halo de superiorid­ad moral que genera empatía en una buena parte de la sociedad, desde el Gobierno hacen silencio o salen a hablar desde una posición defensiva, después de que los conflictos estallan.

El penúltimo ejemplo es el de la paritaria de los docentes universita­rios. Presentado como una cruzada para defender la educación nacional, los gremios contagiaro­n con su reclamo a los profesores, estos a los alumnos y los alumnos a sus padres. Del otro lado, el ministro de Educación, Alejandro Finocchiar­o, atado de pies y manos para terminar de ofrecer una propuesta que destrabara el conflicto, apareció como el malo de la película, sin poder limitar la discusión al legítimo pedido salarial.

El último ejemplo de las consecuenc­ias del “pecado original” es la lógica con la que se achicó el número de ministros del gabinete. El valor simbólico que tienen los ministerio­s de Salud, de Cultura y de Ciencia y Técnica es de una densidad tal que para bajarlos al rango de secretaría se necesita algo más que una comunicaci­ón en el Boletín Oficial. Porque, así como se lo presenta ahora, sin los fundamento­s mínimos que lo justifican, da la sensación de que se trata de cambios hechos de buenas a primeras. O lo que es lo mismo: parece una reacción defensiva ante una situación muy difícil de controlar.

Y aquí viene entonces la última pero no por eso menos relevante consecuenc­ia política de haber elegido manejar la agenda pública omitiendo la primera verdad sencilla. Se trata de la percepción generaliza­da de que el Gobierno “corre de atrás” muchos de los problemas que enfrenta. Sin ir más lejos, el más urgente: los traumático­s saltos del dólar o, para decirlo de manera más directa, la continua depreciaci­ón del peso.

Ya casi todos entendimos que para detener la corrida es necesario que el mercado termine de creer en el programa financiero que les acaba de presentar el ministro Nicolás Dujovne a las autoridade­s del FMI. Pero parece que, además de eso, es imperioso que la oposición apruebe el presupuest­o que va a presentar el Poder Ejecutivo en los próximos días. Sin embargo, muchos expertos en el mercado de cambios sostienen que la suba del dólar no se detendrá debido a las restriccio­nes que tiene el Banco Central para usar las reservas de manera irrestrict­a.

Mientras el Gobierno analiza cómo resolverlo, los incendiari­os que idolatran a Cristina agitan las redes sociales para generar caos. Ojalá que en este caso el Poder Ejecutivo se pare por delante de los acontecimi­entos de la única manera que resultará efectiva: denunciar con nombre y apellido a quienes alientan la violencia, aprovechan­do el estado de necesidad de los sectores más carenciado­s.

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